– Te he traído algo -dijo Dallie-. Algo así como un regalo de Navidad retrasado

– No lo quiero -replicó Teddy ásperamente-. Mi mamá me compra todo lo que necesito.

Empujó el jeep sobre el borde del escritorio y dejó que se estrellarse contra la alfombra. Francesca le dirigió una mirada de advertencia, pero Teddy fingió no notarlo.

– ¿En ese caso, por qué no se lo regalas a alguno de tus amigos? -dijo Dallie atropelladamente y puso la caja sobre la cama de Teddy.

Teddy lo miró con desconfianza.

– ¿Qué hay ahí?

– Tal vez un par de botas camperas.

Algo parpadeó en los ojos de Teddy.

– ¿Botas camperas? ¿Skeet las envía?

Dallie negó con la cabeza.

– Skeet me ha enviado algunas cosas -anunció Teddy.

– ¿Qué cosas? -preguntó Francesca.

Teddy se encogió de hombros.

– Un estupendo cojín y otras cosas.

– Eso es magnífico -contestó ella, preguntándose por qué Teddy no se lo había mencionado.

– ¿La sudadera es de tu talla? -preguntó Dallie.

Teddy se enderezó de repente en su silla y miró fijamente a Dallie, la alarma instalada en sus ojos detrás de las gafas.

Francesca les miró a ambos con curiosidad, preguntándose de que hablaban.

– Me queda muy bien -dijo Teddy, con un murmullo apenas audible.

Dallie asintió, tocó suavemente el pelo de Teddy, y luego girándose abandonó la habitación.


* * *

El trayecto en taxi fue relativamente tranquilo, con Francesca sentada comodamente con el cuello subido de su chaqueta y Dallie mirando airadamente al conductor.

Dallie había rehusado contestar cuando ella le había preguntado por el incidente con Teddy, y aun cuando iba en contra de su naturaleza, no lo presionó.

El taxi paró delante de Lutece. Ella estaba sorprendida y luego ilógicamente decepcionada. Aunque Lutece era probablemente el mejor restaurante de Nueva York, no podía dejar de pensar que Dallie estaba tratando obviamente de impresionarla. ¿Por qué no la había llevado a un lugar dónde él estaría cómodo, en vez de a un restaurante tan obviamente distinto de sus gustos?

Él sostuvo la puerta para ella cuando pasaron dentro y luego cogieron su chaqueta y se la llevaron al ropero. Francesca preveía una tarde incómoda, cuando intentó hacer de intérprete tanto con el menú como con la lista de vinos sin dañar su ego masculino.

La dueña de Lutece vio a Francesca y le dio una sonrisa de bienvenida.

– Mademoiselle Day, es siempre un placer tenerla con nosotros.

Y luego se giró hacía Dallie.

– Monsieur Beaudine, han pasado casi dos meses. Le hemos echado de menos. He reservado su mesa favorita.

¡Mesa favorita!

Francesca miró fijamente a Dallie mientras él y la señora intercambiaban bromas. Lo había vuelto a hacer.

Una vez más se había dejado llevar por la imagen que había creado de él y había olvidado que era un hombre que había pasado la mayor parte de los últimos quince años paseándose por los clubs de golf más exclusivos del pais.

– Las vieiras son especialmente buenas esta noche -anunció la señora, mientras los conducía por un estrecho pasillo hacía el jardín interior del Lutece.

– Todo es realmente bueno aquí -le confió Dallie después de sentarse en sillas de mimbre-. Excepto que me aseguro de conseguir una traducción inglesa de las cosas sospechosas que como. La última vez casi me la pegan con una especie de hígado.

Francesca se rió.

– Eres maravilloso, Dallie, realmente lo eres.

– ¿Y eso, por qué?

– Es difícil imaginarse a muchas personas que están igual de cómodas en Lutece que en un honky-tonk de Texas.

Él la miró pensativamente.

– Me parece que tú estás igual de cómoda en ambos sitios.

Su comentario golpeó a Francesca ligeramente en su equilibrio. Estaba tan acostumbrada a pensar en sus diferencias que era dificil adaptarse a la sugerencía de que tenían cosas en común.

Charlaron sobre el menú un ratito, con Dallie haciendo observaciones irreverentes sobre cualquier tipo de alimento que consideraba demasiado complejo. Mientras hablaba, sus ojos parecían devorarla. Ella comenzó a sentirse hermosa de una manera que nunca se había sentido antes… una clase visceral de belleza que venía de lo más profundo de ella. La suavidad de su humor la alarmó, y suspiró aliviada cuando el camarero apareció para tomar su pedido.

Después de que el camarero se marchó, Dallie paseó sus ojos sobre ella otra vez, una sonrisa lenta e íntima.

– Me divertí mucho contigo aquella noche.

Ah, no, no lo vas a hacer, pensó ella. No voy a caer de nuevo tan fácilmente. Había participado en juegos con gente mejor que él, y esto era un pescado que tendría que menear sobre el gancho un ratito.

Abrió mucho los ojos con inocencia, preparando la boca para preguntarle a que noche se refería, sólo para encontrarse sonriéndole en cambio.

– Yo me divertí mucho, también.

Se inclinó a través de la mesa y apretó su mano, pero luego la dejó ir casi tan rápidamente como la había tocado.

– Siento haberte gritado de aquella manera. Holly Grace me trastornó bastante. No tenía que haber tratado de enfrentarnos. Lo que ocurrió fue culpa suya, y no debería haberla tomado contigo.

Francesca asintió, no aceptando en realidad su apología, pero no echándoselo en cara, tampoco. La conversación fue a la deriva hacía direcciones más tranquilas hasta que el camarero apareció con su primer plato. Después de que fueron servidos, Francesca preguntó a Dallie sobre su reunión con Network.

Fue muy reservado en sus respuestas, un hecho que la interesó lo bastante como para ahondar un poco más profundo.

– Entiendo que si firmas con Network, tendrás que dejar de jugar en la mayor parte de los torneos más grandes -ella extrajo un caracol de un pequeño bol de cerámica donde estaban bañados en una salsa de mantequilla con hierbas.

Él se encogió de hombros.

– No pasará mucho antes de que sea demasiado viejo para ser competitivo. Podría firmar un buen contrato mientras haya bastante dinero en juego.

Los hechos y las cifras de la carrera de Dallie volvieron a su cabeza. Dibujó un círculo sobre el mantel y luego, como un viajero inexperto que cautelosamente pone el pie en un país extraño, comentó:

– Holly Grace me dijo que quizás no juegues el Clásico estadounidense este año.

– Probablemente no.

– Nunca pensé que te retirarías sin haber ganado un torneo principal.

– Lo he hecho bien para mí.

Apretó ligeramente los dedos alrededor del vaso de cristal de soda que había pedido. Y luego le contó las últimas noticias de la Señorita Sybil y Doralee. Ya que Francesca acababa de hablar con ambas mujeres por teléfono, estaba mucho más interesada en descubrir por qué él cambiaba de tema.

El camarero llegó con los platos principales. Dallie había seleccionado vieiras servidas en una rica salsa de tomate y ajo, mientras ella había escogido un pastel de hojaldre relleno con una mezcla aromática de cangrejo y champiñones. Cogió su tenedor y lo intentó otra vez.

– ¿El Clásico estadounidense es igual de importante que el Masters, no?

– Sí, supongo -Dallie capturó una de las vieiras con su tenedor y la metió en la salsa espesa. -¿Sabes lo que me dijo Skeet el otro día? Dijo que eres sin duda la vagabunda más interesante que alguna vez recogimos. Eso es un verdadero elogio, sobre todo ya que él no hacía nada para esconder que no te soportaba.

– Me siento adulada.

– Durante años insistió en considerarte como una vaga que podría eructar 'Tom Dooley,' pero creo que le hiciste cambiar de idea en tu última y memorable visita. Desde luego, hay siempre una posibilidad de que lo vuelva a reconsiderar.

Él parloteaba sin cesar.

Ella sonreía, asentía con la cabeza y esperaba hasta que se agotara, desarmándolo con la suavidad de su mirada y la inclinación atenta de su cabeza, calmándolo tan completamente que él olvidó que se sentaba a la mesa con una mujer que había pasado los últimos diez años de su vida entrometiéndose en los secretos de gente que preferían mantener ocultos, una mujer que podía ocuparse de una matanza tan hábilmente, tan cándidamente, que la víctima con frecuencia moriría con una sonrisa en la cara. Suavemente cortó un espárrago blanco.

– ¿Por qué no esperas a jugar el Clásico estadounidense antes de entrar en la cabina de retrasmisiones? ¿De qué tienes miedo?

Él se erizó como un puerco espín arrinconado.

– ¿Miedo? ¿Desde cuándo eres una experta en golf que puedes asegurar que un jugador profesional podría tener miedo de algo?

– Cuando conduces un programa de televisión como el mío, llegas a aprender un poquito de todo -contestó ella evasivamente.

– Si llego a saber que esto sería una maldita entrevista, me habría quedado en casa.

– Pero entonces nos habríamos perdido una tarde encantadora juntos, ¿verdad?

Sin nada más que la evidencia del oscuro ceño sobre su cara, Francesca se dio cuenta total y absolutamente que Skeet Cooper le había dicho la verdad, y que no sólo la felicidad de su hijo dependía del juego de golf, sino posiblemente la suya también.

Lo que no sabía era como aprovechar aquel reciente descubrimiento. Pensativamente, cogió su copa de vino, tomó un sorbo, y cambió de tema.

Francesca no pensaba terminar en la cama con Dallie esa noche, pero según progresaba la cena sus sentidos parecían sobrecargarse. Su conversación se volvió más infrecuente, las miradas entre ellos más persistentes.

Era como si hubiera probado una poderosa droga y no pudiera dejar de tomarla.

Cuando llegó el café, no podían apartar los ojos el uno del otro y antes de que se diera cuenta, estaban en la cama de Dallie en Essex House.

– Um, eres tan sabrosa -murmuró él.

Ella arqueó la espalda, un gemido de puro placer salió profundamente de su garganta, cuando él la amó con la boca y la lengua, dedicándola todo el tiempo del mundo, conduciéndola por encima de su propia pasión, pero nunca dejándola llegar al climax.

– Ah… por favor -suplicó ella.

– Aún no -contestó él.

– Yo… no puedo aguantarme más.

– Me da pena que termine, cariño.

– No… por favor… -Intentó incorporarse, pero él cogió sus muñecas y la maniató a los lados.

– No deberías haber hecho eso, querida. Ahora voy a tener que comenzar desde cero.

Su piel estaba húmeda, los dedos rígidos en su pelo, cuando él finalmente le dio la liberación que buscaba desesperadamente.

– Te has portado como un bárbaro -suspiró ella después de haber vuelto a la Tierra-. Vas a tener que pagar por esta tortura.

– ¿Has pensado alguna vez que el clítoris es el único órgano sexual que no tiene apodo? -él hocicó en sus pechos, todavía tomándose su tiempo con ella aun cuando él no hubiera sido satisfecho él mismo-. Tiene una abreviatura, pero no un verdadero apodo más o menos malsonante como todos lo demás. Piensa en ello. ¿Que dices…?

– Probablemente porque los hombres sólo recientemente han descubierto el clítoris -dijo ella con maldad. -No han tenido tiempo.

– No lo creo -contestó él, buscando el objeto de la discusión. -Pienso que es porque esto es un bonito órgano insignificante.

– ¡Un órgano insignificante! -contuvo el aliento cuando él comenzó a tejer su magia otra vez.

– Seguramente -susurró él con voz ronca. -Más bien como uno de esos pequeños teclados electrónicos enfrentado a un poderoso Wurlitzer.

– De todos los machos, egoistas… -con una risa profunda, gutural, ella rodó para colocarse encima de él-. ¡Tenga cuidado Señor! Este pequeño teclado puede hacer que tu poderoso Wurlitzer toque la sinfonía de tu vida.


* * *

Durante los siguientes meses, Dallie encontró un gran número de excusas para volver a Nueva York. Primero tuvo que encontrarse con algunos ejecutivos publicitarios para una promoción que hacía para una marca de palos de golf, y mientras conducía por carreteras de Houston o Phoenix, sentía un ansia salvaje por meterse en atascos de tráfico neoyorquinos y respirar humos de escape.

Francesca no recordaba haberse reído tanto o sentirse tan absolutamente feliz y llena de vida. Cuando Dallie estaba con ella era irresistible, y desde que olvidó el hábito de decirle mentiras, dejó de intentar abaratar sus sentimientos por él ocultándolos bajo la etiqueta conveniente de lujuria. Por mucho que fuera desgarrador… comprendía que estaba profunda y absolutamente enamorada de nuevo de él. Adoraba su mirada, su sonrisa, la naturaleza conservadora de su virilidad.

De todos modos los obstáculos entre ellos surgieron como rascacielos, y su amor tenía un sabor agridulce. Ella ya no era una chica idealista de veintiun años, y no podía preveer ningún futuro de cuento de hadas. Aunque sabía que Dallie se preocupaba por ella, sus sentimientos parecían mucho más casuales que los suyos.