– Contéstame una pregunta, Jaffe -dijo Dallie despacio-.¿Cómo vas a pasar el resto de tu vida sabiendo que dejaste escapar lo mejor que alguna vez te pasó?
– ¿No crees que he intentado arreglarlo? -gritó Jaffe-. Se niega a dirigirse a mí, ¡Maldito hijo de puta! Hasta no puedo estar en la misma habitación que ella.
– Tal vez no lo intentas con bastante fuerza.
Los ojos de Gerry se estrecharon y apretó la mandíbula.
– Es un infierno estar sin ella. Y estar cerca de ella también. Lo vuestro es ya agua pasada, y si se te ocurre ponerle una mano encima, te la tendrás que ver conmigo, ¿entiendes?
– Mira como tiemblo -contestó Dallie con deliberada insolencia.
Gerry lo miró directamente a los ojos y había tal amenaza en la cara del hombre que Dallie en realidad experimentó un momento de respeto de mala gana.
– No me subestímes, Beaudine -dijo Gerry, su tono duro. Sostuvo la mirada fija de Dallie durante unos segundos sin estremecerse, y se marchó.
Dallie se quedó mirándolo un rato; entonces se dirigió calle arriba por la acera.
Mientras silbaba para llamar a un taxi, una sonrisa debil y satisfecha aparecía en las esquinas de su boca.
Francesca había acordado encontrarse con Dallie a las nueve en un restaurante cercano que les gustaba a ambos porque servían comida del sudoeste. Se puso una blusa negra de cachemir y unos pantalones decorados de cebra.
Impulsivamente, colocó un par de pendientes de plata desordenadamente asimétricos en los lóbulos de sus orejas, llevada por el placer diabólico de llevar algo estrafalario para molestarlo. Hacía una semana que no lo veía, y estaba de humor para divertirse.
Su agente había concluido casi tres meses de negociaciones difíciles y Network finalmente se había rendido. Para primeros de junio, "Francesca Today" sería un programa especial mensual, en vez de uno más corto semanal.
Cuando llegó al restaurante, vio Dallie sentado en un mesa algo alejada de la gente. Al descubrirla, se puso de pie rápidamente, con una sonrisa de cachorrito en la cara, una expresión más apropiado de un muchacho adolescente que de un hombre crecido. Su corazón dio un extraño vuelco en respuesta.
– ¡Eh! cariño.
– ¡Eh! Dallie.
Ella había atraído mucha atención cuando caminaba por el restaurante, así que él le dio sólo un ligero beso cuando llegó a él. En cuanto ella se sentó, sin embargo, él se inclinó a través de la mesa y terminó el trabajo.
– Maldición, Francie, es maravilloso volver a verte.
– Para mí, también.
Ella lo besó otra vez, cerrando los ojos y disfrutando de la sensación embriagadora de estar cerca de él.
– ¿Dónde diablos consigues esos pendientes? ¿En una ferretería?
– No son pendientes -replicó ella con altivez, recostándose en la silla-. Según el artista que los hizo, son abstracciones de estilo libre de la angustia conceptuada.
– No fastidies. Bien, espero que los exorcizaras antes de ponértelos.
Ella rió, y sus ojos parecieron beber en su cara, su pelo, la forma de sus pechos debajo de su blusa de cachemir. Comenzó a sentir su piel caliente. Avergonzada, se separó el pelo de la cara.
Sus pendientes tintinearon.
Él le dio una sonrisa burlona torcida, como si él pudiera ver cada una de las imágenes eróticas que destellaron por su cabeza. Entonces él se recostó en su silla, su chaqueta azul marino abierta sobre su camisa.
A pesar de su sonrisa, ella pensó que parecía cansado y le preocupó. Decidió posponer decirle las buenas noticias sobre su contrato hasta que averiguara que le molestaba.
– ¿Teddy vio el torneo ayer? -preguntó él.
– Sí.
– ¿Y que dijo?
– No demasiado. Se puso las botas camperas que le regalaste, y también una sudadera increíblemente horrorosa que no puedo creer que le compraras.
Dallie sonrió.
– Apuesto que adora esa sudadera.
– Cuando se fue a la cama por la noche, la llevaba por debajo del pijama.
Él sonrió otra vez. El camarero se acercó, y prestaron atención a la pizarra que traía con una lista de las especialidades del día. Dallie optó por el pollo condimentado con chile y frijoles.
Francesca no tenía mucha hambre cuando llegó, pero los olores deliciosos del restaurante habían abierto su apetito y pidió marisco a la plancha y una ensalada.
El jugueteó con el salero, pareciendo menos relajado.
– Me pusieron un micrófono sujeto en la camisa ayer. Eso me desconcentró. Además la muchedumbre hacía un tremendo ruido. Un cabrón pulsó el flash de la cámara justo cuando iba a dárle a la bola. Maldita sea, odio todo esto.
Ella estaba sorprendida de que sintiera la necesidad de explicárse, pero ahora sabía demasiado bien las pautas de su carrera profesional como para crérse sus excusas. Charlaron un ratito sobre Teddy, y luego él la pidió pasar algún tiempo con él esa semana.
– Voy a estar en la ciudad unos dias. Quieren darme algunas lecciones de como hablar delante de una cámara.
Ella le miró bruscamente, evaporándose su buen humor.
– ¿Vas a aceptar el trabajo de comentarista que te ofrecen?
Él no la miró.
– Mañana mi sanguijuela me trae los contratos para firmarlos.
Su comida llegó, pero Francesca había perdido el apetito. Lo que estaba a punto de hacer era un error y él parecía no comprenderlo. Había un aire de derrota sobre él, y odiaba la manera que le rehuía la mirada. Jugueteo con un camarón con su tenedor y luego, incapaz de contenerse, lo enfrentó.
– Dallie, por lo menos deberías terminar la temporada. No me gusta la idea de que te retires a sólo una semana del Clásico.
Ella podía ver su tensión en el juego de la mandíbula y él miró fijamente a un punto justo encima de su cabeza.
– Tengo que colgar mis palos tarde o temprano. Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro.
– Ser comentarista de televisión será una carrera maravillosa para tí algún dia, pero ahora sólo tienes treinta y siete años. Muchos golfistas ganan los grandes torneos a tu edad o incluso más viejos. Mira a Jack Nicklaus que ganó el Masters el año pasado.
Sus ojos se estrecharon y él finalmente la miró.
– Sabes algo, Francie. Me gustas muchísimo. Pero me gustabas más antes de convertirte en una maldita experta en golf. Alguna vez se te ha ocurrido pensar que ya tengo bastantes personas que me dicen como jugar, y maldita sea que no necesito otra.
La precaución le decía que era el momento de echarse atrás, pero no podía hacerlo, no cuando sentía que tenía algo importante en juego. Jugó con el tallo de su copa de vino y levantó la mirada a sus ojos hostiles.
– Si yo me encontrara en tu situación, ganaría el Clásico antes de retirarme.
– Ah, tú harías eso, verdad? -un pequeño músculo hizo un tic en su mandíbula.
Ella dejó caer su voz hasta que fue un susurro apenas audible y lo miró directamente a los ojos.
– Yo ganaría ese torneo solamente por el placer de saber que puedo hacerlo.
Las ventanas de su nariz llamearon.
– Ya que apenas conoces la diferencia entre un hierro y una madera, estaría tremendamente interesado en ver cómo lo intentas.
– No hablamos de mí. Hablamos de tí.
– A veces, Francesca, eres la mujer más ignorante que he conocido en toda mi vida.
Dejando el tenedor sobre la mesa, él la miró y unas líneas finas y duras se formaron alrededor de su boca.
– Para tu información, el Clásico es uno de los torneos más resistentes del año. El recorrido es asesino. Si no golpeas a los greens justamente en el punto adecuado, puedes pasar de un birdie a un bogey sin darte cuenta. ¿Tienes idea de quien juega el Clásico este año? Los mejores golfistas del mundo. Greg Norman estará allí. Lo llaman el Gran Tiburón Blanco, y no sólo debido a su pelo blanco… es porque le gusta el sabor de la sangre. También Ben Crenshaw… que patea al hoyo mejor que cualquier otro. Fuzzy Zoeller. El viejo Fuzzy gasta bromas y actúa como si estuviera paseando un domingo por los bosques, pero en todo momento está calculando cuando te va a mandar a la tumba. Y aparecerá su compañero Seve Ballesteros, refunfuñando en español entre dientes y machacando a los que juegan con él. Y que decirte de Jack Nicklaus. Incluso aunque tenga cuarenta y siete años, es capaz de pegarle más fuerte a la pelota que cualquiera de nosotros dentro del circuito. Nicklaus no es humano, Francie.
– Y luego está Dallas Beaudine -dijo ella en un susurro-. Dallas Beaudine que ha jugado algunas de las mejores rondas de apertura de muchos torneos de golf, pero siempre lo estropea al final. ¿Por qué, Dallie? ¿Acaso no quieres ganar?
Algo pareció romperse dentro de él. Cogió la servilleta de su regazo y la apretó sobre la mesa.
– Vámonos de aquí. No tengo más hambre.
Ella no se movió. En cambio, cruzó los brazos sobre su pecho, levantando su barbilla, y silenciosamente desafiándolo que intentara moverla. Iba a terminar con ésto, incluso si significaba perderlo para siempre.
– No voy a ninguna parte.
En aquel momento exacto Dallie Beaudine finalmente pareció comprender lo que sólo había percibido débilmente cuando la vio tirar unos pendientes incomparables de diamantes a las profundidades de una cantera de grava.
Finalmente entendió la fuerza que poseía. Durante meses, había decidido no hacer caso a la profunda inteligencia detrás de esos ojos verdes de gata, la determinación acerada oculta bajo esa sonrisa encantadora, la fuerza indomable en el corazón de la mujer que se sentaba enfrente vestida de forma absurda y frívola.
Había olvidado que había venido a este pais sin nada, salvo su fuerte caracter, y que había sido capaz de mirar a cada una de sus debilidades directamente a los ojos y vencerlas.
Había olvidado que ella se había convertido en una campeona, mientras él era todavía sólo un contendiente.
Y vio que no tenía ninguna intención de abandonar el restaurante, y su enorme fuerza de voluntad lo asombró. Él sintió un momento de pánico, como si fuera un niño otra vez y el puño de Jaycee hubiera ido directamente a su cara.
Sintió al Oso respirar junto a su cuello. Mírala, Beaudine. Aprende de ella.
Así que hizo la única cosa que podía hacer… la única cosa que creía que podía distraer a esta pequeña mujer, mandona y terca antes que ella le hiciera cachitos.
– Te juro, Francie, que me has puesto de tan mal humor, que pienso cambiar mis proyectos para esta noche.
A escondidas, él deslizó su servilleta atrás en su regazo.
– ¿Ah? ¿Qué proyectos eran esos?
– Bien, todas estas críticas que he recibido casi me ha hecho cambiar de idea, pero, que demonios, creo que te pediré que te cases conmigo de todas formas.
– ¿Casarme contigo? -los labios de Francesca se separaron asombrados.
– No veo por qué no. Al menos eso pensaba hasta hace unos minutos cuando te convertiste en una maldita gruñona.
Francesca se recostó en la silla, poseída por un sentimiento horrible, que algo dentro de ella se rompía.
– Unicamente tú serías capaz de proponer matrimonio así -dijo ella inestablemente-. Y a excepción de un niño de nueve años, no tenemos una sola cosa en común.
– Sí, bien, no estoy tan seguro acerca de eso -metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó una pequeña caja de una joyería. Extendiendolo hacía ella, lo abrió con el pulgar, revelando un exquisito anillo con un diamante-. Se lo compré a un tipo que fue conmigo al instituto, aunque tengo que decirte que pasó una temporadita como un huesped no dispuesto del estado de Texas después de un altercado en el Piggly Wiggly un sábado por la noche. De todos modos me contó que encontró a Jesús en la prisión, así que creo que el anillo está bendecido. Aunque supongo que no puedes estar seguro de este tipo de cosas.
Francesca, que ya había tomado nota del huevo rojo, distintivo de Tiffany's sobre la caja azul, tenía sólo una vaga idea de lo que decía.
¿Por qué no había mencionado él nada acerca de amor? ¿Por qué lo hacía así?
– Dallie, no puedo coger este anillo. Yo… yo no puedo creer incluso que lo sugieras -como no sabía como expresar lo que tenía exactamente en su mente, enumeró todos los impedimentos lógicos entre ellos-. ¿Dónde viviríamos? Mi trabajo está en Nueva York; el tuyo por todas partes. ¿Y de qué hablaríamos cuando salíeramos del dormitorio? Simplemente porque hay esto… esta nube de lujuría que parece envolvernos no significa que estemos preparados para llevar una casa juntos.
– Santo Dios, Francie, lo haces todo tan complicado… Holly Grace y yo estuvimos casados durante quince años, y sólo vivimos juntos en la misma casa al principio.
La cólera comenzó a formar una neblina dentro de su cabeza.
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