Martha se tranquilizó. También Noah se había calmado y se había acomodado sobre su pecho. Ella lo estrechó con su único brazo libre, deseando poder hacer lo mismo con Lewis y sentir la fortaleza de su cuerpo contra el suyo.
«Estoy perdiendo la cabeza», pensó. «Qué tonterías estoy pensando? Deben de ser las turbulencias»
A pesar de sus pensamientos, no le soltó la mano.
– En ocasiones, me gustaría poder llorar como un bebé -dijo temblando, más preocupada por las ideas que asaltaban su mente que por las sacudidas.
– Sé lo que quiere decir.
– ¿De verdad? -preguntó Martha, observándolo de reojo. No era especialmente guapo. Tenía la nariz algo grande y las cejas espesas, pero había algo en él que lo hacía muy atractivo. Su mandíbula era prominente y la expresión de su cara era de permanente seriedad.
– Los bebés tienen una vida muy cómoda. Duermen lo que quieren, comen cuando quieren y pueden demostrar a los demás cuáles son sus verdaderos sentimientos. Cuando eres un bebé no tienes que pretender estar feliz cuando no lo estás o ser valiente cuando sientes pánico -dijo, y se giró sonriente a Martha antes de continuar-. O pretender que alguien te gusta, cuando no es así.
Algo más tarde, Martha trató de recordar lo que habían hablado durante el aterrizaje, pero no pudo. Había estado tan preocupada por agarrar la mano de Lewis y escuchar su cálida voz para tranquilizarse que no había prestado atención a sus palabras.
Martha se alegró. Por fin estaban en tierra. Ya no había motivo para agarrarse a su mano.
– ¿Está bien? -se interesó él mientras desabrochaba su cinturón de seguridad.
– Sí -respondió Martha. Soltó la mano de Lewis y abrazó a Noah-. Gracias. No suelo ser tan miedosa.
– No se preocupe -dijo Lewis, y dejó a Viola en su cuna para agacharse a recoger los juguetes del suelo-. Se pasa mucho miedo la primera vez que se atraviesa una turbulencia como esa.
Mientras esperaban el equipaje en la terminal del aeropuerto, los bebés estaban inquietos. Martha se sentó. Parecía que llevaba toda la vida viajando. No sabía qué hora sería en San Buenaventura ni la diferencia horaria con Londres. Estaba cansada y le costaba un enorme trabajo mantener los ojos abiertos. Temía dormirse, así que se puso en pie y dio unos pasos mirando a su alrededor.
– Ahora entiendo por qué necesitan un aeropuerto nuevo -le dijo a Lewis, que examinaba con detenimiento el edificio-. Si no salen pronto nuestras maletas, creo que me voy a desmayar aquí mismo.
Cuando por fin finalizaron los trámites de la aduana, un agradable joven que se presentó como Elvis salió a su encuentro.
– Soy su conductor. Bienvenidos a San Buenaventura.
Martha nunca había visto llover con tanta intensidad. Apenas pudo ver el paisaje de camino a la ciudad. De pronto, Viola rompió a llorar con furia.
– No eres la única que está cansada -le susurró Martha. En momentos como ese, entendía la decisión de Lewis de no querer hijos.
Sentado en el asiento delantero, Lewis se giró y frunció el ceño.
– ¿No puede hacer algo para que se calle? -gritó para hacerse entender.
– Puedo tirarla por la ventana, pero no creo que sea una buena idea -contestó ella irónicamente. Le dolía la cabeza. Todo lo que deseaba era dormir. En aquel momento, comenzó a llorar Noah también-. ¿Estamos cerca?
– En dos minutos llegaremos -le dijo Elvis.
Fueron los dos minutos más largos de su vida. Por fin llegaron a una casa de madera rodeada de un jardín espeso. Un amplio porche rodeaba la casa. Eso fue todo lo que Martha pudo ver mientras corrían del coche a la casa para protegerse del agua. A pesar de la escasa distancia, acabaron empapándose. Jadeante, Martha retiró el cabello mojado de su cara y se encontró frente a una mujer de aspecto maternal, no mucho mayor que ella.
– Esta es Eloise -dijo Lewis-. Vendrá todos los días a hacernos la comida y la limpieza, así usted sólo tendrá que ocuparse de los niños.
Martha cambió a Viola de brazo mientras Noah seguía llorando en su carrito. No iba a ser fácil cuidar de los dos niños.
Sonrió a Eloise, que ofreció sus brazos a Viola.
– Deje que tome a la niña -dijo la mujer cariñosamente-. Me encantan los bebés.
Viola miró con curiosidad aquella nueva cara y consintió que Eloise la agarrara. Dejó de llorar. Martha estiró sus brazos cansados y se inclinó para atender a Noah. Si a Eloise se le daban bien los niños, las cosas serían más fáciles.
Entraron en la casa. Era amplia y con escaso mobiliario. Probablemente fuera un lugar fresco y agradable si lo que se pretendía era huir del calor. Pero en aquel momento, a Martha le pareció húmedo y oscuro.
– ¿Siempre llueve así? -le preguntó a Eloise.
– Mañana brillará el sol -contestó sonriendo.
Cuando terminaron de recorrer la casa y de deshacer el equipaje de los niños, prepararon las cunas. Eran cerca de las seis de la tarde en San Buenaventura y se había hecho de noche. Eloise se despidió.
– He dejado la cena preparada. Sólo tendrán que calentarla. Que pasen buena noche.
– ¿Noche? -dijo Martha masajeándose el cuello mientras miraba a Eloise, que abría un gran paraguas y se marchaba-. ¿Cree que podremos irnos pronto a la cama? -le preguntó a Lewis.
– No, al menos que convenzamos a estos dos para que se duerman primero -dijo Lewis señalando hacia la alfombra donde Viola y Noah jugaban, golpeando el suelo con diferentes juguetes-. No parecen cansados.
Martha miró a los niños. Era cierto. Después de haber pasado la tarde llorando, los bebés estaban tranquilamente jugando.
– Les daré un baño y, con un poco de suerte, creerán que es hora de irse a la cama.
– ¿Necesita que la ayude? -preguntó él mientras sacaba diversos documentos de su maletín.
Martha dudó. Lo lógico era contestar que no. Era la niñera y había insistido en que podría arreglárselas ella sola con los dos bebés. Y claro que podría hacerlo, se dijo, una vez hubieran establecido una rutina.
– Está bien, pero sólo porque es la primera noche. Así acostaremos a los niños antes -admitió, tragándose su orgullo.
Lewis dejó los últimos papeles sobre la mesa.
– Muy bien. Vamos -dijo él con alegría.
Se sentó en un taburete mientras observaba como Martha bañaba a los bebés. Ella estaba de rodillas, con las mangas de la camisa subidas y el pelo recogido detrás de las orejas. Sus ojos eran grandes y destacaban sobre la pálida piel de su rostro. Se la veía cansada. Los bebés reían contentos mientras jugaban con el agua, sin dar señal alguna de cansancio.
Era lógico, pensó Lewis. Los niños habían dormido durante casi todo el viaje. Martha y él habían soportado el largo vuelo a Nairobi, además de un retraso interminable para tomar la pequeña avioneta que los había llevado a su destino final. Martha no se había quejado en ningún momento de lo incómoda y estrecha que era, pero quizá no había reparado en el roce de sus brazos o la cercanía de sus rodillas.
Se habían sentado tan próximos que Lewis había podido oler su perfume. A Helen siempre le habían gustado los aromas intensos. Sin embargo, el de Martha era fresco y le hizo recordar el olor de la hierba recién cortada. Todavía podía sentir los dedos de Martha aferrados a su mano, clavándole las uñas.
– ¡Ay! -exclamó Martha de repente y se echó hacia atrás, sentándose sobre sus talones. El agua había salpicado su cara-. Veo que algunos todavía tienen energía para pasarlo bien -añadió riendo y lo miró.
Sus ojos marrones brillaban con alegría y Lewis sonrió. El cansancio parecía haberse desvanecido. Se la veía muy diferente a aquella mujer que había acudido a su oficina. Lewis se sintió conmovido por un extraño sentimiento que crecía en su interior.
– ¿Algo va mal? -preguntó Martha, estudiando su rostro con preocupación.
– No -dijo Lewis, y desvió su mirada-. ¿Qué tengo que hacer?
Martha colocó una toalla sobre las rodillas de él. Sacó a Viola de la bañera y se la entregó, poniéndola sobre su regazo.
– ¿Puede secarla?
Sacó también a Noah y lo puso sobre una toalla que había extendido sobre el suelo. Lo rodeó suavemente con ella y lo secó. Lewis hizo lo mismo con Viola, sin dejar de prestar atención al modo en que Martha jugaba con el bebé, mientras le extendía polvos de talco y lo besaba sonoramente, provocando su risa.
Lewis imaginó la suave melena de Martha sobre su pecho y tragó saliva. Lo último que necesitaba en aquel momento era pensar en esas cosas. El era el jefe y tenía que tratarla con el debido respeto. ¿Por qué se había tenido que enamorar Eve? Ella hubiera sido la niñera perfecta y ahora él no estaría allí sentado, soñando con las caricias del cabello de Martha sobre su piel y sintiendo celos de un bebé. Eve se las hubiera arreglado para cuidar a Viola ella sola mientras él estaría revisando un contrato y no en el cuarto de baño con un bebé en su regazo.
– Tenga -le dijo Martha, y le dio el frasco del talco-. Juegue con Viola. Necesita atención.
Lewis contempló el rostro de su sobrina. En su opinión, la niña ya había conseguido que se le prestara la atención suficiente durante las últimas horas. Pero decidió distraerse con ella para olvidar la sonrisa de Martha y el modo en que jugaba con Noah y lo cubría de besos.
Hizo cosquillas a Viola y ésta le devolvió una dulce sonrisa. Volvió a hacerlo y la niña estalló en carcajadas, intentando agarrar sus dedos y haciéndolo reír.
Quizá todo aquel asunto de cuidar bebés no fuera tan complicado, pensó Lewis. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Martha.
– Le gusta -dijo ella-. Debería jugar con Viola más a menudo.
Se sintió como un tonto sin saber por qué y decidió estarse quieto.
– La finalidad de contratar a una niñera es evitar hacer estas cosas -dijo bruscamente, en un intento de disimular su aturdimiento.
– Deje de protestar -le dijo Martha, sin dejarse amedrentar por su mirada. Se estaba acostumbrando al carácter de Lewis. Intuía que era un mecanismo de defensa más que una muestra de disgusto-. Viola es parte de su familia. Tan sólo le he pedido que la secara. Déjemela.
Martha tomó a la niña del regazo de Lewis.
– No tenga miedo. Yo me ocuparé de ponerle el pañal. ¿Puede sujetar a Noah mientras lo hago o es pedir demasiado?
– Está bien -dijo Lewis refunfuñando.Se encontró con un rollizo bebé sobre su regazo. Recién bañado, desprendía un dulce olor. Ambos se miraron.
– ¡Ay! -exclamó él. Noah había pellizcado su nariz y estaba sonriendo al ver la reacción de Lewis.
Martha rió.-Es increíble la fuerza que tienen esos pequeños dedos, ¿verdad?
– Desde luego -dijo él frotándose la nariz-. La próxima vez seré yo quien se ocupe de los pañales.
– Se lo recordaré -dijo Martha, y meció a Viola en sus brazos-. Y ahora, a dormir.
CAPÍTULO 4
DIERON un biberón a cada bebé y los pusieron a dormir. Martha cerró la puerta suavemente y confió en que se durmieran pronto.
– Es curioso, pero ya no me siento tan cansada -dijo ella, mientras desentumecía los brazos-. Hace un rato me caía de sueño.
– ¿Quiere cenar? -le preguntó Lewis-. Eloise nos ha dejado algo preparado.
Martha lo siguió a la cocina para ver de qué se trataba. Después de todo, se sentía hambrienta.
Lo que encontraron no parecía muy apetecible: arroz, estofado y un cuenco con una salsa de color rojo.
– Quizá tenga mejor aspecto cuando esté caliente -sugirió Martha.
Se sentaron a la mesa del comedor para cenar. Después de servirse empezaron a comer, pero tras unos segundos, se detuvieron.
– Esto no hay quien se lo coma -dijo él.
– Está repugnante -confirmó ella, dejando el tenedor a un lado.
– ¿Qué es esto tan asqueroso? -preguntó Lewis mientras removía el estofado.
– No consigo distinguir ningún ingrediente -dijo, y tomó el cuenco con la salsa roja-. Quizá con esto mejore.
– Tenga cuidado -advirtió Lewis-. Seguro que es picante.
– Lo tendré -dijo ella, y se llevó el tenedor a la boca.
Martha nunca había probado nada como aquello. Sintió el ardor recorrer el interior de su nariz hasta llegar a los ojos, que se llenaron de lágrimas. Le quemaba la garganta y comenzó a toser bruscamente. Lewis se levantó y le trajo una botella de agua.
– Creo que me he envenenado -consiguió decir.
– Le advertí que tuviese cuidado -dijo Lewis.
– No me dijo que fuera una bomba.
– Nunca lo he probado, pero no confío en el aspecto de esas salsas.
Martha bebió más agua y alejó el plato.
– Pensé que la vida en una isla del Océano índico sería perfecta. El mar, el sol, la comida… ¿Y qué me encuentro nada más llegar? Un diluvio y un estofado con una salsa que me ha destrozado las papilas gustativas de por vida.
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