La pregunta era, ¿cómo reaccionaría él ante esta nueva actitud? Sus cambios de humor podían ser tan impredecibles como el clima en Texas.

El reloj de pie en el pasillo dio cinco campanadas. Puntualmente, entró su padre, el doctor Walter Morgan, en el escritorio revestido en madera. Aunque debía valerse de un lustroso bastón negro, conservaba un porte digno. Sus rasgos severos no delataban más emoción que de costumbre, aunque ella advirtió que las arrugas alrededor de su boca lucían más profundas esa noche. Mucha gente creía que se había vuelto distante desde la muerte de su madre, pero pocos conocían la verdadera historia.

Sintió pena mientras lo vio sentarse en su sillón de cuero.

– ¿Puedo servirte algo antes de comenzar a preparar la cena? -preguntó-. ¿Un vaso de té helado?

Su padre hizo un sonido que ella tomó por afirmativo, mientras apuntaba el control remoto hacia los controles de la televisión. Nunca dejaba de dolerle la rapidez con que la hacía a un lado. Anhelaba hacer algo para que su vida fuera más fácil, más feliz. Él no deseaba otra cosa que una casa limpia, que le sirvieran puntualmente la comida, y, fuera de esto, que lo dejaran solo, sumido en veinte años de duelo a causa de su viudez.

Poniéndose de pie, alisó su falda y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo al escuchar la voz de Brent, al tiempo que su imagen llenaba la pantalla. Verlo la sacudió, como todas las noches. Aunque su cabello oscuro estaba ahora profesionalmente recortado y había subido de peso, aún tenía los ojos azules más increíbles que jamás hubiera visto, y una sonrisa irresistible.

Cómo recordaba esa sonrisa de aquellos sábados de años atrás, cuando Brent venía a cortarle el pasto a su padre. La primera vez, ella no debería tener más de diez años. Brent era mayor, trece. Lo reconoció enseguida como el niño que provenía de las afueras del pueblo, aquel de quien la gente siempre cuchicheaba. Mientras empujaba la enorme cortadora de pasto sobre la gran extensión de césped, le hizo acordar a su padre, desafiando al mundo a que le ofreciera una palabra de cariño o de ayuda.

Ésa fue la época cuando comenzó a quedarse tendida en la cama de noche, soñando con ser grande y tener hijos propios para reír con ellos y amarlos, y un marido que advirtiera el empeño que ponía en transformar su casa en un hogar.

Y en aquellos sueños su marido siempre tenía el aspecto de Brent.

Suspiró, observándolo leer las noticias mientras miraba la cámara de televisión. Ciertamente había recorrido un largo camino desde el reservado muchacho con el que las niñas de Beason’s Ferry tenían prohibido salir, pero que era considerado el más apuesto de todos. La confianza que proyectaba le había ganado la admiración que merecía, y el éxito que había alcanzado hacía que el corazón se le hinchara de orgullo.

Cuando el canal hizo un corte para la propaganda, volvió al presente. Debía llamar a Janet y decirle lo que había hecho. Aunque Brent había accedido a aparecer en el programa, la ex porrista de Beason’s Ferry no iba a estar contenta, pues Laura le había robado la excusa para que Janet lo llamara ella misma.

Dirigiéndose a la cocina, en la parte trasera de la enorme y antigua mansión, casi deseó haber sido rechazada. Entonces habría podido aferrarse a las posibilidades urdidas en sus sueños de niña. Había otra parte de ella, la parte audaz que había intentado ignorar, que se estremecía de placer anticipando volverlo a ver. Por más firmeza con que predicara a su corazón, no podía evitar que se acelerara cuando pensaba en que había una posibilidad, por más pequeña que fuera, de que ésta fuera la oportunidad para que esos sueños se hicieran realidad.


* * *

Capítulo 2

– ¡Llegó! ¡Llegó! ¡Llegó!-se oyó una voz estridente por encima de los sonidos de la multitud congregada sobre la plaza del Palacio de Justicia.

Laura echó un vistazo por encima del hombro y vio a Janet lanzándose directamente hacia ella, o más bien hacia Tracy Thomas, parada frente a ella en la fila del concesionario de comida. El largo cabello oscuro de Janet y su pulposa figura resultaban llamativos bajo el sol del mediodía.

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Tracy, una rubia igualmente bonita-. ¿Brent Michaels está realmente aquí?

El corazón de Laura latió con fuerza, mientras sus ojos recorrían rápidamente la plaza. Debajo de las imponentes magnolias, la muchedumbre serpenteaba entre los puestos de pinturas y artesanías. Del lado sur de la plaza, se escuchaba el estruendo de la música country, que provenía de un quiosco de música, mientras el aroma a. carne asada lo envolvía todo.

– ¿Lo viste realmente? -preguntó Tracy a Janet-. ¿Dónde?

– En la posada. ¿Y a que no adivinan qué auto manejaba? -Janet esperó apenas un suspiro, y luego soltó-. ¡Un Porsche!

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Tracy-. ¡Tienes tanta suerte, y yo te tengo tanta envidia! Si sólo no estuviera embarazada -le dirigió una mirada de enojo a su vientre distendido.

– Aun así, tu marido jamás te dejaría participar en el show, ni aunque fuera a beneficio -señaló Janet.

– Tienes razón -hizo un gesto de contrariedad-. Además, es probable que Brent te eligiera a ti de cualquier manera, y entonces sí que te odiaría.

Como la mayoría del pueblo, Tracy daba por descontado que Brent elegiría a Janet de la hilera de participantes. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Janet tenía un cuerpo por el que morían los hombres. Y hasta los kilos que había aumentado luego de tener a sus tres hijos habían ido a parar a los lugares más favorables.

Pero Laura tenía la fuerte sospecha de que Brent ya había tomado su decisión: elegirla a ella. No porque tuviera un deseo profundo de salir con ella, sino porque ella jamás le había dado motivos que delataran algún interés. Si hubiera sabido de su atracción, la habría evitado como lo hacía con todas las demás muchachas del pueblo que le habían echado el ojo.

La idea de un Brent adulto que la invitaba a salir la hizo volver a sentir mariposas en el estómago. Mordiéndose el labio, se preguntó cuál sería la reacción de Janet. Para el caso, ¿cuál sería la reacción de Greg? No, mejor no pensar en Greg.

– Oh, Laura Beth -Janet se volvió como si acabara de verla-. La señorita Miller me pidió que la ayudara a armar el escenario en el teatro de la ópera. Pero tú eres mucho mejor en ese tipo de cosas. ¿Te importaría ocuparte de ello?

– En absoluto -Laura se obligó a sonreír, mientras mentalmente agregaba la decoración de escenarios a su lista cada vez más larga de responsabilidades.

– ¡Gracias! -exclamó Janet, apretándole los hombros y besando el aire al lado de su mejilla-. ¡Eres tan dulce! Realmente no sé lo que haría el comité sin ti.

Laura dominó el instinto de poner los ojos en blanco, mientras las dos mujeres se alejaban apuradas, sin duda para echar a correr la noticia de la llegada de Brent. Por enésima vez se maldijo por hacer esa llamada cuatro meses atrás. ¿Pero cómo habría de saber que las mujeres de Beason’s Ferry se tomarían el regreso de Brent como la Segunda Venida? Y cuanto más ridículamente actuaban las mujeres, peor era el gesto de malhumor en el rostro de los hombres.

Si sólo hubiera dejado que Janet hiciera esa llamada, entonces Brent habría dicho que no, y todo este fiasco se habría evitado. Por lo menos, suponía que se habría negado; siempre había despreciado al grupo más popular cuando estaba en la escuela secundaria.

Por otro lado, tal vez su regreso era lo indicado. Una vez que pasara este fin de semana, la pequeña fantasía que titilaba en lo profundo de su corazón quedaría definitiva y efectivamente extinguida. Sí, Brent había sido su amigo cuando eran niños; hasta le había dado su primer beso… un casto roce de labios por el que casi se había desmayado, pero no había ninguna posibilidad de que Brent Michael Zartlich regresara al pueblo para tomarla en sus brazos y declararle amor eterno.

Eso no les sucedía a las mujeres como ella. Les sucedía a las mujeres famosas, despampanantes, exóticas, románticas. Si bien Laura tenía un corazón irremediablemente romántico, no era ni despampanante ni exótica, y ya era hora de que lo aceptara.

– Laura Beth -se oyó una voz tensa detrás de ella-. Me gustaría hablar un instante contigo.

Greg. Dejó caer los hombros por un instante, antes de volverse para mirar a su novio circunstancial.

– Hola, Greg. ¿Estás disfrutando del show de arte?

– Pues, sí, yo… -comenzó a responder, y, luego, sorpresivamente, irguió los hombros-. Lo disfrutaría mucho más si no estuvieras a punto de transformarte en el hazmerreír de todo el pueblo.

– Greg… -clavó la mirada en él, sorprendida por su descaro-. ¿De qué hablas? Ya discutimos esto, ¿recuerdas? Me comprometí a ser una de las participantes del concurso para ayudar a reunir fondos para el Tour de las Mansiones.

– Sé lo que dijiste, pero… -sus ojos color castaño parpadearon agitados detrás de los anteojos de montura dorada-. Es sólo que no me gusta la idea de que compitas con otras mujeres para salir con un… un joven buen mozo.

Ocultó una sonrisa frente a la acusación, dado que Greg, con su cabello claro y sus mejillas suaves, estaba mucho más cerca de ser “buen mozo” que Brent. De hecho, cuando Greg Smith se había mudado cinco años atrás a Beason’s Ferry para ser el nuevo farmacéutico del pueblo, su timidez le había parecido encantadora. De alguna manera, lo seguía creyendo. Greg se irguió en una rara manifestación de temeridad.

– Laura Beth, insisto en que te retires de este… este espectáculo.

Su alegría se disipó al escuchar la orden.

– No puedo -dijo. Al llegar a la parte delantera de la fila del puesto de comida, dirigió la atención a Jim Bob Johnson, a cargo del puesto del Club de Optimistas.

– Hola, LB -Jim Bob le guiñó el ojo; mientras hacía girar el escarbadientes al otro lado de la boca-. ¿Cómo amaneciste hoy?

– Muy bien, JB, ¿y tú? -preguntó.

– Espectacularmente bien -enderezó la gorra roja sobre su cabeza-. Entonces, ¿qué te pido? ¿Una bandeja de salchicha? ¿Un sándwich de carne?

El aroma a carne humeándose detrás de él en la parrilla, le hizo agua la boca.

– Prepárame una bandeja de salchicha, dos sándwiches de carne, un choclo asado, dos Cocas, y una limonada grande.

– ¡Oye! Tú sí que tienes hambre -Jim Bob sonrió mostrando los dientes.

Por el rabillo del ojo, vio a Greg buscar la billetera.

– Yo me ocupo -insistió ella, con el dinero en la mano.

El desánimo cruzó las facciones de Greg.

– Esta semana es la tercera vez que no me dejas pagarte el almuerzo. Si no fuera porque te conozco, pensaría que estás tratando de rechazarme.

En lugar de entrar en un tema espinoso, echó un vistazo a su cuerpo delgado enfundado en pantalones beige y una blusa de seda color crema.

– ¿Crees que todo esto es para mí?

Dos manchas rojas riñeron las mejillas de Greg, y al instante ella se sintió culpable. Era un hombre tan amable; lo que menos quería era herir sus sentimientos. Pero tarde o temprano, tendría que decirle que ya no sentía lo mismo por él. En el instante en que llegó la comida, Greg la tomó, y dejó que ella llevara las bebidas.

– ¿Así que te retirarás del concurso? -le preguntó mientras ella lo guiaba hacia las tiendas de arte, y él la seguía de cerca.

– Greg, no puedo -se movió zigzagueando entre la multitud, sonriéndole a amigos y vecinos-. Es demasiado tarde para retirarme, aunque lo quisiera.

– Maldita sea, Laura Beth, no puedes hacer esto. ¡Estamos prácticamente comprometidos!

– ¿Desde cuándo? -se paró en seco, y él casi se la lleva puesta.

– Oh, sé que acordamos pensar en ello por un tiempo, pero todo el mundo sabe que al final nos terminaremos casando.

La culpa se apoderó de su conciencia. Hace seis meses, cuando Greg le había propuesto matrimonio, ella había intentado decirle que no. Realmente lo había intentado. Salvo que la palabra no parecía haber desaparecido de su vocabulario. Al final, consintió en pensarlo y volver a hablar con él. Supuso que seis meses de silencio eran respuesta suficiente. Aparentemente, estaba equivocada.

Sacudió la cabeza, y continuó caminando hacia un puesto que vendía camisetas pintadas a mano, donde dejó la bandeja de salchicha. Repartir almuerzos no era una tarea que los voluntarios del festival solieran hacer, pero había tantos artesanos que estaban solos al frente de sus puestos que Laura no lo podía evitar.

– Aquí está la comida y el cambio que necesitabas.

– ¡Genial… gracias! -la mujer proveniente de Houston parecía sorprendida de que efectivamente Laura hubiera regresado con su dinero-. Eres tan dulce.

Sonrojándose por el cumplido, Laura se apuró por llegar al segundo puesto, donde una pareja de Hill Country vendía figuras recortadas en madera de vacas, gallinas y cerdos. Mientras les entregaba sus sándwiches y gaseosas, pensó en la propuesta matrimonial de Greg. Si tuviera dos dedos de frente, se casaría con el hombre. Era considerado, responsable y atractivo. ¿Qué más podía pedir una mujer? Era todo lo que había soñado tener durante aquellas noches solitarias de su niñez. Excepto que no era Brent.