Pero Brent era un sueño. Greg era real.

Por desgracia, cada vez que se imaginaba como la señora Greg Smith, sentía que se ahogaba. ¿Cómo podía explicárselo sin destruir su ego masculino? Volviéndose hacia él, tomó su choclo asado, que seguía envuelto en la tibia chala:

– Greg, cuando termine este fin de semana, realmente creo que debemos hablar.

– Eso me gustaría, Laura Beth -una sonrisa suavizó su rostro-. Sabes que siempre disfruto de hablar contigo.

Fijó la mirada en él, y se sintió realmente tentada a pegarle con el choclo. ¿Acaso no presentía que ella deseaba romper con él?

– Después de todo -dijo, acercándose para tocarle el brazo-, últimamente no hemos podido estar mucho tiempo juntos, ya sea por tu trabajo en el Tour de las Mansiones, o porque yo estaba tan ocupado con… pues… ya sabes.

Sacudió la cabeza cuando no se le pudo ocurrir una excusa por su propia falta de tiempo. La verdad era que jamás hacía nada. Trabajaba. Veía televisión. Jugaba al golf. Eso era todo: en dos palabras, la vida de Greg Smith. No es que hubiera mucho más para hacer en Beason’s Ferry, motivo por el cual muchos de sus compañeros se habían marchado a Austin y Houston y jamás habían regresado.

Al seguir por el sendero de césped, se preguntó cómo habría sido su vida, si hubiera ido a una universidad importante en lugar de viajar todos los días a Blinn College en el pueblo vecino de Brenham. Un sentimiento de melancolía se apoderó de ella, como siempre le ocurría cuando se imaginaba la vida fuera de su pequeño mundo. Tantas veces, aun antes de conocer a Greg, había querido preguntar: ¿Ésta es la vida? ¿Acaso no hay nada más? Rechazando el sombrío pensamiento, Laura se acercó a un puesto al final de la hilera, que estaba lleno de pinturas alegres y coloridas.

– ¡Mi salvadora! -exclamó la artista al verla venir. Melody Piper era una artista habitual del Tour de las Mansiones y Laura la consideraba una amiga. El cabello color naranja brillante era tan vigoroso como sus pinturas, y desentonaba espectacularmente con su camiseta teñida de rosa, sus calzas violetas y los borceguíes. Amuletos de dragones plateados y cristales pendían de su cuello y colgaban de sus orejas-. Pensé que desfallecería de hambre si no volvías.

Sonriendo por la exuberancia de Melody, Laura le entregó el choclo.

– Como siempre, las opciones son limitadas para los vegetarianos.

– Lo que sea. Estoy famélica -dijo Melody mientras Greg se paraba en seco. Quedó absorto con el atuendo chillón de la mujer. Bajando la voz, Melody preguntó:

– ¿Has tenido oportunidad de pensar en mi oferta?

Laura echó un vistazo a Greg. Lo último que quería hablar delante de él era acerca de la posibilidad de ser la compañera de apartamento de Melody en Houston. Ni siquiera había tenido tiempo de pensarlo. Al menos, no en serio. Dirigiéndole a Melody una mirada de advertencia, le preguntó:

– ¿Qué tal va el show?

– ¡Fabuloso! -respondió Melody, captando el mensaje. Salieron a relucir más dragones y cristales cuando sacudió la mano señalando un espacio vacío en su puesto-. Vendí el enorme adefesio, lo cual significa que ahora tendré que reorganizar toda la muestra para llenar un agujero. -Se volvió a Laura, interrogándola con su mirada chispeante-: Es mucho pedir que me ayudes, ¿no?

– Me encantaría, en serio, pero no puedo -Laura señaló el edificio del siglo XIX del teatro de la ópera que se alzaba sobre la plaza, como una magnífica diva-. Debo ayudar a los estudiantes de teatro a prepararse para el show del Juego de las Citas.

– Oh, es cierto -dijo Melody con una amplia sonrisa-. Te apuesto cinco dólares a que el periodista te elige a ti.

Greg se arrimó abruptamente:

– Laura Beth jamás arrojaría dinero en una apuesta frívola.

Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios al volverse hacia el farmacéutico encrespado:

– ¿Quieres apostar?

– Melody -se interpuso Laura rápidamente-, no creo que hayas conocido a mi… amigo… Greg.

La curiosidad chispeó en los ojos de Melody:

– ¿Así que éste es Greg? -extendió la mano fláccidamente-. Me han hablado tanto de ti.

Las manchas en las mejillas de Greg se volvieron color carmesí. Dudó, y luego tomó su mano llena de sortijas; parecía no saber si debía besarla o estrechársela.

– Me alegra conocerla -farfulló.

– Entonces, sir Gregory -Melody se arrimó hacia él-, ¿le gustaría a usted socorrer a una dama en apuros?

– Sí, por supuesto -Laura se abalanzó sobre la idea, mientras que era evidente que Greg estaba horrorizado-. Eso sería perfecto. Greg te puede ayudar a reorganizar tu puesto, mientras yo voy a ayudar a los estudiantes.

– Pero… -se volvió a Laura con ojos de súplica.

– Buena suerte con el resto del show -le gritó a Melody, saludándola con la mano.

– Tú también -gritó Melody a su vez-. Y si Brent Michaels te termina eligiendo, me debes cinco dólares.

Al cruzar la calle, Laura suspiró aliviada. Ahora que había logrado librarse de Greg, dirigió su atención a un problema mucho mayor: cómo transitar las siguientes horas sin quedar como una idiota.


Al salir de la posada Boudreau, la mirada de Brent abarcó la escena delante de él. Visitantes de todo el estado abarrotaban las calles mientras se amontonaban para entrar en el distrito histórico. Muchos de los autos bajaban la velocidad cuando los pasajeros comenzaban a vislumbrar las casas completamente restauradas.

Del otro lado de la calle se alzaba la joya de la corona del Tour de las Mansiones: una mansión de comienzo de siglo primorosamente pintada en colores rojo, verde y dorado. Entre los altísimos robles y las azaleas en flor, caminaban las lugareñas ataviadas en trajes típicos de Southern Belle que habían pasado de madres a hijas, de hermanas a amigas, desde que el Tour de las Mansiones había comenzado hacía más de cincuenta años. Los peatones hacían fila, abanicándose con los folletos de la visita guiada a pie, mientras esperaban que les llegara el turno para entrar.

Una sonrisa irónica plegó la comisura de sus labios. Durante la mayor parte de su infancia se había sentido exactamente igual que esos turistas: como alguien que estaba afuera, esperando su turno para ser admitido por el umbral. Salvo que el umbral que había querido cruzar era un anillo invisible que rodeaba todo el maldito pueblo. Como hijo ilegítimo, criado por una abuela alcohólica y dos tíos pendencieros en las afueras del pueblo, no había sido aceptado por la sociedad de Beason’s Ferry. ¿Por qué habrían de hacerlo, cuando ni siquiera su propia madre lo había querido lo suficiente como para quedarse con él?

– ¡Oh, miren! ¡Es él! -una de las beldades del Sur lo señaló.

Haciendo girar los quitasoles, ella y sus dos compañeras saludaron con la mano:

– Hola, señor Michaels. -Acercándose al cerco que les llegaba a la cintura y rodeaba el jardín delantero, una de ellas lo llamó desde el otro lado de la calle-. Soy Susie Kirckendall. Apuesto a que no lo recuerda, pero mi mamá, Carol Sawyer, fue al colegio con usted.

Sí, lo recordaba. Carol había sido una de las más audaces, que disfrutaba flirtear con el muchacho que había sido prohibido para las niñas respetables; aunque imaginó que habría vuelto a casa gritando si él alguna vez hubiera aceptado su invitación. Apartando el recuerdo desagradable, saludó con la mano a las tres adolescentes y las observó riendo a carcajadas. Qué irónico, pensó mientras caminaba por la calle, que ahora, que ya no importaba, la flor y nata de Beason’s Ferry le diera la bienvenida con los brazos abiertos. Hasta habían colgado un estandarte que cruzaba la calle principal del pueblo que decía: “Bienvenido a casa, Brent Michaels” en grandes letras color rojo.

Sí, era cierto que no decía Brent Zartlich, pero se rehusaba a dejar que eso le molestara.

No debía molestarle.

Era él quien había cambiado su apellido por una modificación de su segundo nombre. Aun así, se percibía la sutil connotación: le daban la bienvenida sólo porque ya no lo consideraban miembro de aquellos Zartlichs, escoria de la población blanca.

Pero cambiar su nombre no rompió los vínculos con sus parientes. Se debatió si iría a la casa en algún momento del fin de semana para saludar a “la familia”. No es que los dos tíos que quedaban constituyeran cabalmente una. Sea lo que decidiera, estaba contento que no debía preocuparse por toparse con ellos en el pueblo. Un sábado por la tarde estarían recuperándose de una borrachera o esforzándose por sumirse en una. Su abuela se había muerto de cáncer de pulmón hacía muchos años. Brent había estado haciendo las prácticas en un noticiario, en Nuevo México, en ese momento.

Sintió una puntada de remordimiento por no regresar a casa para el entierro, pero en ese momento el dinero era escaso.

Decidió dejar de lamentarse al llegar a la esquina. El conocido aroma a carne asada en el jardín del juzgado despertó un antiguo apetito que no tenía nada que ver con comida. Las notas alegres de la música del violín acrecentaban el zumbido del tránsito humano. Se dio cuenta de que habían levantado un estrado para la banda en la parte sur del jardín. La gente llenó las mesas alrededor de la pista de baile, como una taberna al aire libre. Era evidente que el Tour de las Mansiones había cobrado gran popularidad en los últimos catorce años.

Observando toda la plaza, vio que también habían cambiado otras cosas. La ferretería de Fischer era ahora un anticuario, como lo era la vieja tienda de pienso. La tienda de Todo por Dos Pesos tenía un colorido escaparate con artesanías, y la farmacia había agregado un bar de café exprés. ¡Un bar de café exprés en Beason’s Ferry!

– Allí estás -una voz escueta y directa se oyó detrás de él. Se volvió para hallar a la señorita Miller, su antigua profesora de inglés de la escuela secundaria. Su cuerpo se tensó, como si lo acabaran de descubrir faltando a clase. Lo fulminó con una mirada de reproche-. Y yo que acabo de recorrer todo el camino hasta la posada para buscarte.

– Le ruego me disculpe, señorita Miller -intentó una de las sonrisas ganadoras de índices de medición que le había procurado un sueldo importante-. No se me ocurriría molestarla. Aunque es un día hermoso para caminar.

Ella resopló dando a entender que no toleraría sus palabras zalameras; que estaba metido en un lío y no había nada más que hacer. Habían pasado catorce años, y la mujer no había cambiado ni un ápice. Aún llevaba el cabello recogido en un prolijo rodete de rulos fijados con laca que rodeaba su rostro anguloso, aunque el color estaba ahora más cerca del gris que del rubio. Anteojos bifocales oscurecían sus penetrantes ojos azules, que parecían poder atravesar las paredes y leer las mentes de los niños. Por deferencia al clima cálido, llevaba un vestido chemisier de algodón que acentuaba su figura de extrema delgadez.

Por encima de la parte superior de sus anteojos, miró sus pantalones caqui, la remera de cuello volcado, el cinturón de cuero italiano y los mocasines. Sabía que tenía todo el aspecto de un ejecutivo de negocios exitoso que descansaba en el club. Se había esmerado en conseguir el look y lo había practicado hasta llevarlo con naturalidad. Pero se había olvidado de que en los pueblos pequeños la moda llevaba un retraso de cincuenta años. En Beason’s Ferry, los granjeros mayores usaban caqui, y cuando lo hacían era sólo para trabajar en sus campos.

– Supongo que tendrás que ir así -la señorita Miller apretó sus delgados labios en señal de desaprobación-. No has tenido tiempo de cambiarte. Tengo que llevarte detrás del escenario del teatro de la ópera antes de que comience el show.

Echó un vistazo a su Rolex:

– Tengo diecisiete minutos todavía. El tiempo suficiente.

Resoplando, ella se volvió y lo condujo por la vereda llena de turistas.

Él empezó a andar a su lado.

– Veo que hay bastantes cosas que han cambiado por aquí.

Ella siguió la dirección de su mirada al frente recién pintado de las tiendas.

– Sí, yo diría que muchas cosas han cambiado, al menos en apariencia, desde que Laura Beth formó el Comité de Embellecimiento.

– ¿Oh? -enarcó una ceja. Que Laura formara un comité no lo sorprendía. Pero sí que se llevara los laureles. Cuando estaban en la escuela, había pertenecido a una docena de clubes diferentes. Sólo que mientras ella hacía el trabajo pesado, las muchachas como Janet y Tracy se llevaban toda la gloria.

– Hablando de Laura -dijo al pasar-, ella es una de las solteras entre las cuales tendré que elegir, ¿no es así?

La señorita Miller le clavó la mirada cuando llegaron a la esquina:

– Sabes perfectamente bien que no puedo revelar el nombre de las concursantes.