– Oh, y ¿papá? -dijo Laura por encima del hombro-. Clarice tendrá la cena lista en cualquier momento. Te agradecería si la dejaras regresar a su casa cuando termine.

– No veo por qué no pudiste hacer tú misma la cena y dejarla en la mesa -se quejó su padre-. Esa mujer lo quema todo.

– Estoy segura de que es capaz de calentar las sobras y hacer una ensalada -dijo Laura, acomodándose el ramillete.

El doctor Morgan resopló, manifestando sus dudas respecto de las habilidades de Clarice en la cocina. Luego su mirada se posó en los pies de su hija, y sus cejas se crisparon furiosas:

– Te arruinarás los pies con esos tacos.

– Papá -le advirtió Laura con los ojos entornados-, seguramente llegue tarde, así que no me esperes despierto.

– Lo que sí espero es que me despiertes cuando llegues -dijo hosco.

– Buenas noches, papá -le besó la mejilla.

Brent le ofreció el brazo, más aliviado de lo que pensaba por la huida. Para su desagrado, el buen doctor se paró en el umbral y observó mientras ayudaba a Laura a entrar en su auto. Por pura irritación, furia o tal vez porque sí, cuando se trepó al asiento del conductor, puso el auto en primera y arrancó a toda velocidad.


* * *

Capítulo 5

– ¿Qué dijo? -Laura mantuvo la vista fija en la carretera, sin saber si quería escuchar la respuesta.

– ¿Quién?

– Mi padre -le lanzó una mirada de reproche por su ignorancia-. ¿Qué te dijo?

– Nada -insistió Brent mientras giró a la carretera principal del pueblo.

Ella apoyó el codo en el borde de la ventanilla.

– Sabía que debía de estar esperando abajo cuando llegaras -Brent no dijo ni una palabra. Ella echó un vistazo y vio la tensión en su rostro-. Lo siento. En serio, yo… -se detuvo al oírlo reír-. ¿Por qué te ríes?

– Tú -se volvió hacia ella, y sus ojos se llenaron de ternura-. No has cambiado nada.

– Al contrario -insistió, y luego frunció la boca-. ¿Por qué dices que no he cambiado?

– Sigues queriendo ayudar siempre al desvalido. Sólo que, ¿Laura? -esbozó una sonrisa-, yo ya no soy el desvalido.

– Oh, claro, seguro que no -se preguntó si lo había ofendido. Parecía tener tanta confianza en sí mismo, pero debajo de la fachada de seguridad alcanzaba a ver un temblor de inquietud, un pequeño atisbo de la inseguridad del niño que alguna vez había sido.

– Sin embargo, prefiero mucho más hablar de ti -dijo-. ¿Qué diablos ha estado haciendo la pequeña Laura Beth todos estos años?

– Nada -una mueca irónica se dibujó en su boca-. Absolutamente nada.

– ¿Ah, no? -por el rabillo del ojo, ella vio que enarcaba las cejas-. ¿Debo sacar la conclusión de que no estás totalmente contenta viviendo en este idílico pueblito?

– No es el pueblo. Soy yo. Es sólo que me siento tan… ¡inquieta! Siento que el tiempo se me escapa.

– ¿Entonces por qué te quedaste?

– Ya sabes por qué -cuando vio su mirada confundida, se lo recordó-: papá tuvo un infarto justo después de que murió mamá. Necesitaba que lo cuidara.

– Laura… -soltó una carcajada más sorprendida que divertida-, tu madre murió cuando tenías, a ver, ¿siete años? Sin duda ya lo debe de haber superado.

Hay cosas que nunca se superan. Quiso decirlo en voz alta, pero la muerte de su madre, y los sórdidos detalles que condujeron a ella, eran realidades que ni ella ni su padre compartían con nadie. Por ello, la gente creía erróneamente que llevaba una vida perfecta con padres idílicos. Pero bajo la superficie sospechaba que su vida familiar no había sido mucho más feliz que la que tuvo que soportar Brent.

¿Habrá sido por eso que siempre se había sentido atraída a Brent?

A menudo había querido hablar con él sobre sus padres, pero la costumbre y la lealtad la hacían reprimir el impulso incluso ahora.

– No fue sólo el infarto de mi padre lo que hizo que me quedara. Hubo otros… factores.

– ¿Cómo qué? -le dirigió una mirada escéptica, evidentemente preparado para disentir con cualquier cosa que ella dijera.

– Como el hecho de que el gerente de la oficina de mi padre renunció sin previo aviso el verano antes de que me graduara de la escuela secundaria. Necesitaba a alguien que lo ayudara hasta encontrar un reemplazo.

– A ver si adivino -Brent levantó la mano-. Jamás encontró a alguien que lo aguantara lo suficiente como para ocupar el puesto, ¿verdad?

– Falso -dijo ella-. Descubrí que me gustaba manejar la oficina de un médico. Y da la casualidad de que soy muy buena haciéndolo. O al menos lo era -advirtió el tono de descontento que se coló en su voz e hizo un gesto de contrariedad. Quejarse era egoísta y tenía demasiadas cosas para agradecer en la vida como para perder el tiempo llorando por las que no tenía.

– ¿Lo eras? -Brent frunció el entrecejo-. ¿Ya no trabajas?

Ella encogió los hombros:

– Papa vendió el negocio.

– ¿Y? Sólo porque él se jubilara no significaba que tú tuvieras que dejar de trabajar.

Echó un vistazo por la ventana para observar los majestuosos robles que se alineaban a lo largo de la carretera de campo. Uno tras otro, iban quedando atrás… monótonamente, como su propia vida. Durante los últimos meses había intentado convencerse de que el trabajo a beneficio era suficiente. No necesitaba dinero. Entonces, ¿por qué sentía la imperiosa necesidad de hacer algo con su vida? ¿Por qué no podía contentarse con ser la hija consentida del doctor Morgan?

– Él te obligó a dejarlo -adivinó Brent-. ¿No es cierto?

– Él no me obligó a hacer nada. Ambos sentimos que el médico que entraba tenía derecho a contratar a su propio personal, y no heredar el personal antiguo de papa.

– Sí, claro.

Ella cruzó los brazos y se negó a admitir que él tenía razón. No había habido motivo alguno para dejar de trabajar cuando su padre se retiró, pero ceder a sus deseos había sido más fácil que vivir con su silenciosa reprobación. Además no se había dado cuenta de lo inútil que se sentiría sin un empleo.

– Lo siento -suspiró Brent-. No fue mi intención exasperarte. Debí saber que no debo discutir acerca de tu padre.

– No estoy exasperada -insistió ella. Pero al ver su mirada recelosa, decidió que tenía razón. Su padre era un motivo que siempre había generado rispideces entre ellos. Lo que necesitaban hacer era distender el ambiente-. Aunque tienes razón en algo -cruzó las piernas y se inclinó hacia él, intentando parecer juguetonamente seductora-. Mi padre es el último tema que deberíamos estar discutiendo… en nuestra primera cita caliente.

– ¿Cita caliente? -por un instante, se quedó mudo.

Sorprendida por su malestar, llevó adelante la broma con su mejor acento de belleza sureña:

– ¿De qué otra manera lo llamarías cuando el corazón de una chica late como un tambor cuando sale con un chico en particular?

Una mirada de preocupación cruzó por su rostro, mientras sus ojos se deslizaban hacia la zona donde se hallaba su corazón. Luego sus ojos descendieron, y la arruga entre sus cejas se hundió todavía más. Ella echó un vistazo hacia abajo y se dio cuenta de que se le había subido la falda y revelaba la parte superior de la media.

Abochornada, tiró del ruedo y se incorporó en el asiento. Sin embargo, intentó convencerse a sí misma que no tenía motivo alguno para sentir vergüenza por las medias. Ningún tipo de motivo. Muchas mujeres usaban medias con ligas en lugar de medias panty. Especialmente cuando la temperatura subía por encima de los treinta grados.

Arriesgándose a mirar de costado, observó a Brent tocar las rejillas de ventilación del aire acondicionado. Se tranquilizó, aliviada de saber que el repentino calor que sentía en las mejillas provenía de la falta de aire acondicionado.

– A propósito del calor -dijo-, qué noche tan sofocante… para ser abril.

La mano de él volvió al volante y siguió mirando hacia delante.

– Sí. Sofocante.

Le resultó extraño el súbito silencio de Brent. Él no tenía motivo alguno para estar avergonzado. A no ser que le molestara que ella usara medias con ligas. Pero eso era ridículo. No era posible que él creyera que había elegido esa ropa interior por él.

Salieron del camino rural de dos carriles a una ruta dividida en cuatro bordeada por un tupido césped verde y árboles que florecían con capullos color rojo. Pilares de granito rojo y chorros de agua disparados hacia arriba marcaban la entrada a la cancha de golf y club de campo de Riverwood.


Brent pensó que podría relajarse una vez que llegara al club. Después de todo, siempre se había sentido cómodo con Laura, estaban lejos de Beason’s Ferry, y el club era exactamente el tipo de lugar que había comenzado a frecuentar en los últimos años. Maîtres, sommeliers, manteles almidonados, y exquisitos platos serían la distracción perfecta para dejar de pensar en las piernas de Laura.

O al menos era lo que pensaba.

No podía dejar de imaginar las largas y esbeltas piernas que había observado descender la escalera a los saltos. Eran las medias con ligas. Esas malditas medias con ligas.

Se movió intranquilo en su silla y echó un vistazo a su alrededor para ubicar al camarero. La entrada de sopa y ensaladas había sido servida y retirada. El plato principal debía haber aparecido hace rato.

– Entonces, cuéntame de Denver -dijo Laura, inclinándose hacia delante para acunar el mentón en sus dedos entrelazados-. ¿Te fue mejor que en Alburquerque?

– ¿Qué? -se volvió para mirarla, frunciendo la frente al advertir el efecto de la suave luz sobre su piel. Los tenues acordes de Mozart sonaban en el fondo. A través de la pared de vidrio contigua, el sol de la tarde le daba un resplandor dorado a su cabello.

– ¿Denver? -volvió a preguntar. Sin los gruesos lentes de su juventud, sus ojos brillaban como diamantes azules.

– Sí, por supuesto, Denver -arrugó la frente e intentó recordar dónde estaban en la conversación. Había estado contándole sobre sus años de periodista entre la universidad y el momento en que consiguió el codiciado empleo de reportero de noticias en Houston-. Aunque no lo creas, Denver fue peor…

Contó la historia de memoria, como lo había hecho cientos de veces… exagerando los hechos, pasando por alto las partes aburridas, y concentrándose en los detalles absurdos y poco convencionales que le daban al mundo del periodismo televisivo su carácter excitante, desafiante, la savia de su vida.

– Por lo que dices parece que extrañas el trabajo de campo -inclinó la cabeza, y sus labios se curvaron en una dulce sonrisa. Tanta atención exclusiva lo incomodaba.

No sabía por qué. Y no deseaba saberlo. El motivo se confundía con su inesperada atracción por ella, y la desagradable idea de que la atracción que ella sentía por él no era sólo en broma. Y por qué lo ponía nervioso, realmente prefería no saberlo.

Algunas emociones -por lo que había aprendido- eran como el monstruo que vivía en su armario de niño. Un hombre sabio, y un niño inteligente, sabían por instinto qué puertas dejar siempre bien cerradas.

El camarero llegó con sus bifes y una botella de merlot. Brent se concentró en probar el vino, y luego intentó focalizarse en la comida.

– Supongo que sí extraño el periodismo.

– ¿Entonces por qué lo dejaste? -preguntó, tomando su cuchillo y tenedor.

– ¿Estás bromeando? -se rió-. Me ofrecieron el puesto de reportero de noticias en el horario de mayor audiencia en un mercado muy importante. Nadie rechaza un ascenso profesional como ése.

– Sí, pero si disfrutabas más como periodista de investigación que como reportero…

– Laura -sacudió la cabeza-. ¿Tienes idea de cuánto más dinero gana un reportero que un periodista?

Ella lo observó un momento:

– ¿Y si pagaran lo mismo?

– Volvería al periodismo en un instante. No es que -añadió rápidamente- no me guste ser reportero. Tiene sus desafíos… un ritmo durísimo, horarios mortales, y tengo la posibilidad de discutir con mi productor sobre las historias principales y el tiempo asignado.

– ¿Qué más puede pedir un hombre? -recapituló ella con una sonrisa.

Tenía la sonrisa más increíble, dulce pero sexy, pura pero atrevida. Por un instante, perdió la concentración. Luego levantó la copa de vino, y brindó por su comprensión:

– Exacto…

– Así que -dijo ella enderezándose-, cuéntame sobre Houston.

Después de beber un buen sorbo de merlot, se lanzó a contarle algunas historias sobre KSET, creyendo que tarde o temprano terminaría hablando de un tema que lo distraería de las piernas de Laura y aquellas medias de seda color carne. Al menos no estaba llevando medias negras. O blancas. Aquello sería definitivamente peor. Las medias blancas evocaban imágenes de sábanas arrugadas, lencería de encaje, y una larga sarta de perlas contra una piel suave como la seda.