Cambió de posición para acomodar su creciente erección. Esto era ridículo. Aquí estaba en un restaurante formal, rodeado de gente… todos observándolo con ávida curiosidad… mientras desnudaba mentalmente a Laura Beth Morgan hasta que quedaba en portaligas y medias.

– ¿Sucede algo? -Laura se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de él.

Su cuerpo se tensó. Observando sus delgados dedos, con sus uñas prolijamente recortadas contra su propio puño duro y bronceado, sintió que el pánico se disparaba dentro de él. Con cuidado, retiró la mano de su lado y cortó un pedazo de carne.

– No, por supuesto que no.

Laura se apoyó hacia atrás, frunciendo la frente mientras lo observaba. Estaba mintiendo, y lo sabía. Definitivamente había algo que no funcionaba. Aun mientras relataba sus interesantes historias sobre el periodismo televisivo, había percibido un trasfondo de tensión. Se preguntó otra vez qué le había dicho su padre. ¿O era tan sólo volver a Beason’s Ferry lo que lo ponía nervioso?

Volver a su pueblo natal podía haber resultado más duro de lo que ella imaginaba. La función en el teatro habría avergonzado a cualquiera. Ciertamente, a ella la había avergonzado. Y ahora, desde su llegada al restaurante, la gente del pueblo lo miraba todo el tiempo como si fuera un bicho raro. Algunas personas, incluso, se habían acercado para pedirle un autógrafo. Se rió la primera vez que sucedió, al pensar en lo ridículo que era. Esta gente había conocido a Brent toda su vida, ¿y ahora le pedían un autógrafo?

La quinta vez ya había tenido menos gracia, y ahora, ante su asombro, vio a Karl Adderson dirigiéndose hacia su mesa con una servilleta de papel y un bolígrafo.

– Oye, Brent, ¿eres tú? -preguntó Karl, como si acabara de pasar por allí y advirtiera a Brent de casualidad-. Tal vez no te acuerdes de mí…

– Por supuesto que sí, señor Adderson -Brent se paró para estrecharle la mano y aceptar una palmada en la espalda.

Irritada por la interrupción, Laura apartó la mirada hacia la pared de vidrio al lado de su mesa. Del otro lado, se veía el tee de salida para llegar al primer hoyo. Ciervos traídos de África pastaban en el fairway que atravesaba el bosque. Contra esa plácida escena se recortaba el reflejo de Brent que hablaba con el dueño del supermercado Adderson. Brent había trabajado para el hombre tres veranos seguidos. El señor Adderson mantuvo aferrada la mano de Brent en la propia mientras transmitía historias de Brent, como si estuviera hablándole a un absoluto desconocido acerca de un viejo amigo. Durante todo ese tiempo, la sonrisa de Brent permaneció empastada en su rostro, aunque tensa. ¿Qué le había sucedido al muchacho callado y melancólico de hace tanto tiempo? ¿El que guardaba distancia con la mirada hosca?

¿Existía aún el Brent que ella había conocido hace tantos años debajo de la lustrosa fachada nueva? ¿O simplemente había reemplazado un escudo por otro? Se sintió apenada por la idea, pero temió que fuera por motivos más egoístas que empáticos, pues tenía la gran sospecha de que llevaba este escudo para dejarla afuera también a ella.

El señor Adderson se marchó finalmente, y Brent volvió a sentarse.

– ¿Me gustaría saber cuántas conversaciones más tendremos que soportar esta noche, en las que me recuerden cómo me conocían de niño?

– Te hace sentir incómodo, ¿no es cierto? -señaló ella.

– ¿Qué?

– La adoración de la gente.

– Oh, eso -intentó minimizarlo riendo. Cuando ella no se lo tragó, él suspiró derrotado-. Sí, si quieres saber la verdad, me pone muy incómodo.

– ¿Por qué?

– No lo sé -admitió-. Resulta extraño -parecía que iba a cambiar de tema pero la sorprendió adoptando un tono urgente-: ¿Alguna vez sentiste como si… como si nadie te mirara? Como si sus ojos estuvieran enfocados a un centímetro de ti, pero no en ti?

Ella lo miró fijo, sorprendida de que hubiera descrito con tanta exactitud la manera en que ella se sentía a veces, como si la gente viera sólo lo que estaba en la superficie. La hija obediente del doctor Morgan, la ciudadana responsable, la trabajadora incansable. Ninguno parecía poder mirarla a los ojos y ver que tenía dolores encerrados en lo profundo de su corazón y aspiraciones que iban más allá de Beason’s Ferry. Ella era una mujer, con necesidades y defectos, y sueños no cumplidos. Pero también temía que algún día alguien pudiera vislumbrar su interior… y rechazara lo que era en verdad.

– Sí -dijo con voz queda-, sé exactamente lo que sientes.

Antes de que él pudiera responder, el camarero llegó con los postres. Brent esperó hasta que estuvieran solos, y luego dijo en un tono de voz que parecía burlarse de sí mismo:

– Cuando volví, supongo que quería mostrarles a todos los que alguna vez habían sido condescendientes conmigo lo importante que me había vuelto.

– Si te refieres a que querías impresionar a la gente en tu pueblo natal, lo has conseguido.

– Sólo con lo que soy ahora, no con todo lo que tuve que hacer para llegar hasta aquí. Pero debería ser suficiente, ¿no crees? -sus ojos se encontraron con los de ella-. Debería darme por bien servido con que sólo vean a Brent Michaels, reportero de noticias, y no al muchachito que les cortaba el pasto, les llevaba las compras a su casa, y era jugador profesional en Snake’s Pool Palace.

– ¿Entonces por qué no es suficiente?

– ¿Quién sabe? -encogió los hombros-, y una vez que termine este fin de semana, estaré de vuelta en Houston, así que ¿qué importancia tiene?

Ella hizo un gesto de contrariedad ante su fingida aceptación de algo que evidentemente le molestaba, pero optó por cambiar sutilmente de tema.

– ¿De verdad fuiste jugador profesional de pool en Snake’s?

Él soltó una risita ante su expresión perpleja:

– ¿Cómo crees que ganaba dinero cuando dejé de ocuparme de los jardines?

Sus ojos se agrandaron:

– Pero sólo tenías dieciséis años cuando dejaste de ocuparte de los jardines. Creí que había que tener veintiún años para entrar en Snake’s.

– Oh, vamos, Laura -sacudió la cabeza, riendo-. Eres realmente inocente, ¿no? Incluso luego de todos estos años -sonrió, como si sus palabras fueran un elogio, pero ella se sintió completamente ofendida.

¿Por qué todos tienen vidas interesantes salvo yo? Caviló sobre este asunto mientras comía su postre. Cuando lo terminó, el camarero apareció para llevarse sus platos.

– ¿Desean algo más, señor? -preguntó el camarero.

– Para mí, no, gracias -respondió Brent-. ¿Laura?

Ella sacudió la cabeza.

– Entonces -Brent se levantó para apartarle la silla-. ¿Estás preparada para el baile?

Ella asintió, sumida aún en sus pensamientos. Dado que la cena había sido donada por el club, no tenían que esperar la cuenta, aunque Brent dejó una generosa propina sobre la mesa.

– Estás muy callada -le dijo mientras se abrían paso a través del comedor.

– ¿Hmmm? -ella se sobresaltó levemente-. Oh, disculpa.

– No te enojaste por algo, ¿no?

– ¿Enojada? -frunció el entrecejo-. No, por supuesto que no.

No se veía convencido mientras la conducía al vestíbulo entre el restaurante y el salón de baile. Una multitud se apiñaba en la entrada, y esperaba para entrar. Desde el interior, oyó a la orquesta incursionar en una vieja canción de Glenn Miller.

– Lo sabía -le farfulló Brent al oído-. Lawrence Welk.

Al ver el gentío en la sala de baile, Laura sintió que se le caía el alma a los pies. Lo último que deseaba era entrar en un salón lleno de gente agazapada, preparando sus servilletas de cóctel para que Brent las firmara. La fila se movió delante de ellos, y ella y Brent quedaron parados solos en la entrada.

– Bueno -dijo él, respirando hondo-, ¿estás lista?

– No -la palabra salió de su boca involuntariamente-. No entremos allí.

– ¿Quieres volver a tu casa? -la miró extrañado.

– No lo sé; es sólo que…

– ¿Qué? -la miró de soslayo… y tal vez un poco ofendido. ¿Creería que ella ya no deseaba estar con él? Mirándolo a los ojos, se dio cuenta de que era exactamente lo que creía. Por algún motivo, aquella noche había dejado de ser su aliada para ser una de “ellos”… la gente que quería sacarle algo a Brent Michaels, pero nunca se había tomado la molestia de conocer a Brent Zartlich.

Sintió una punzada de remordimiento al advertir que ella tal vez no fuera diferente del resto del pueblo. No se había tomado la molestia de conocerlo de verdad, más allá de una amistad superficial, una camaradería pasajera entre dos seres solitarios. Tal vez lo había evitado por miedo a descubrir sus propios defectos. Pero lo que más deseaba era conocer a Brent… al Brent real.

– Llévame a Snake’s Pool Palace -dijo ella.

– ¿Disculpa? -la miró pasmado.

– Me oíste -una sonrisa lánguida se dibujó en sus labios-. Quiero que me lleves a Snake’s.


* * *

Capítulo 6

– Espera, detente -Brent se detuvo en seco en el instante en que salieron por la puerta de entrada del club al estacionamiento-. No puedo llevarte a Snake’s.

– ¿Por qué no? -Laura le dirigió una amplia sonrisa, que desbordaba de entusiasmo.

– Porque… -la miró fijo, pensando que para ser una mujer inteligente, había momentos en que podía ser realmente corta de luces-. ¿Tienes idea del aspecto que tiene ese lugar?

– No, por eso quiero ir -su expresión indicaba que jamás había hecho algo parecido, y que casi no podía creer que lo haría ahora.

– Está bien, oye, si quieres jugar al pool o bailar un poco de música western, ¿por qué no vamos al Salón VFW?

– No quiero ir al Salón VFW -dijo lentamente-. Quiero ir al Palacio de Pool de Snake.

– Laura, tu padre me asesinará si te llevo a un lugar como ése.

Sus palabras le provocaron escozor:

– Por eso mismo quiero ir. Estoy harta de vivir según las reglas de otros. ¿Acaso no puedo divertirme una vez en la vida como cualquier otra persona normal?

Tenía razón. No era un argumento que le gustara, pero, de cualquier manera, era válido.

– ¿Señor Michaels? -preguntó el valet-. ¿Desea que le traiga su auto, señor?

Brent miró a Laura. Si deseaba conocer el lado más oscuro de la vida, estaría más segura haciéndolo con él que sola.

Asintiendo escuetamente, le dio la orden al valet para traer su auto.

– Está bien, Laura, si se te ha metido en la cabeza que debes caminar al filo del peligro, escúchame bien. No prorrumpirás un solo grito de horror ni un vituperio en toda la noche. Te quedarás a mi lado en todo momento. Y jamás le contarás a nadie en dónde estuvimos esta noche; de otra manera, volveré y te daré una buena zurra. ¿Entendiste?

– ¿Significa que iremos? -su rostro se iluminó.

– ¿Tengo otra opción?

Con un rumor suave, el Porsche amarillo se deslizó hasta detenerse al lado de ellos, y el valet salió rápidamente del auto.

– Vaya, qué joyita. ¿Desea que le baje el techo, señor Michaels?

– Oh, sí, por favor -respondió Laura alegremente, como si estuvieran a punto de embarcarse en un picnic campestre.

Brent se arrancó la corbata y la chaqueta y las arrojó en el asiento trasero cuando el valet terminó de bajar el techo. Metió la propina en la mano del muchacho, se subió en el asiento del conductor y cerró dando un portazo.

Laura, por supuesto, esperó cortésmente a que el valet se lanzara corriendo del otro lado del capó y le abriera la puerta. Entró con la gracia innata que la caracterizaba, doblando las piernas con elegancia, con los tobillos cruzados y las rodillas arrimadas.

Él le dirigió una mirada prolongada, y esperó que ella cambiara de idea. Ella enarcó una ceja como para decir: ¿Y? ¿Vamos o no?

Como respuesta, metió primera y se dirigió a la salida.

– Ésta es la idea más estúpida que he oído jamás.

– Será divertido -dijo ella.

– ¿Qué haces? -la miró irritado, mientras ella se quitaba la chaqueta azul. La dobló prolijamente con el crisantemo por encima y la puso en el asiento de atrás. El viento le adhería la camisa al cuerpo, y dejaba ver el encaje de su corpiño a través de la delgada seda. Rayos, ¿cómo era posible que una mujer luciera tan pudorosa y tan sexy a la vez?

– No sé por qué -respondió-, pero no creo que un traje para ir a misa y un ramillete de flores sean apropiados para un salón de pool.

Brent se obligó a concentrarse en la carretera. Esto era una locura. Debía hacerla desistir antes de que los pueblerinos retrógrados que frecuentaban Snake’s pudieran echarle el ojo a Laura. Se arrojarían encima de ella más rápido que lobos sobre un corderito recién nacido.

Por el rabillo del ojo, vio que el viento había comenzado a despeinar su rodete francés. Ella levantó las manos para recoger los mechones que se habían soltado, y lo inundó una sensación de alivio. Laura Beth Morgan iba a echarle un solo vistazo a Snake’s e iba a pedir que la llevara a casa.