Pasión En El Desierto

Título original: The Sheikh's virgin (En la antología Sheikhs of Summer)

Traducido por: Fernando Hernández Holgado

Uno

La isla de Lucia-Serrat brillaba como una esmeralda en un lecho de zafiros. Phoebe Carson apoyó la frente en el cristal de la ventanilla del avión mientras contemplaba el exuberante paisaje. Cuando estaban dando un rodeo para aterrizar, vio una playa blanca como la nieve, un bosque tropical, una media luna de mar azul y, por fin, una pequeña ciudad encaramada sobre un acantilado. El corazón empezó a martillearle en el pecho.

El asistente de vuelo les pidió que recogieran las bandejas de los asientos y pusieran los respaldos en posición vertical. Lo que tan extraño le había parecido cuando comenzó su viaje, a esas alturas se había convertido en una rutina. Phoebe se ajustó el cinturón de seguridad y plegó la bandeja. Había estado demasiado concentrada mirando por la ventana para preocuparse de inclinar su asiento hacia atrás. No había querido perderse nada mientras se acercaban a Lucia-Serrat.

– Tal como tú me dijiste, Ayanna -susurró para sí misma-. Precioso. Gracias por invitarme a venir.

Concentró de nuevo su atención en el panorama que se divisaba por la ventanilla. La tierra parecía apresurarse a recibirlos, hasta que de repente sintió la suave sacudida de las ruedas del avión al tomar contacto con la pista. Podía ver los exuberantes árboles y arbustos, las flores tropicales y las aves de brillantes colores. Luego el aparato enfiló hacia la terminal y el paraíso quedó fuera de su vista.

Media hora después, Phoebe había recogido su escaso equipaje y atravesado el control de aduanas e inmigración. El joven funcionario le había dado la bienvenida, había sellado su pasaporte y le había preguntado si tenía algo que declarar. Cuando ella le contestó que no, le franqueó el paso sin mayor problema.

«Qué fácil ha sido», pensó Phoebe mientras se guardaba su pasaporte nuevo en el bolso.

A su alrededor se saludaban efusivamente los familiares. Alguna que otra joven pareja, evidentemente de luna de miel, caminaba lentamente del brazo. No pudo evitar sentirse un poco sola. No debería; no al principio de su aventura. Encontró un teléfono y llamó a su hotel. El recepcionista le prometió que el chófer se presentaría para recogerla en quince minutos.

Phoebe se dirigía hacia la gran puerta de cristal del aeropuerto cuando el escaparate de una pequeña tienda dutty free llamó su atención. Por lo general no le gustaba mucho comprar, pero la presentación de productos resultaba atractiva: frascos de perfume francés desplegados sobre tela de satén, bolsos de diseñador y zapatos colgando de cables del techo, apenas visibles. Todo parecía hermoso y muy caro. No le haría daño echar un vistazo mientras esperaba a que llegara el coche del hotel.

Phoebe entró en la tienda y aspiró una bocanada de perfume. Diferentes aromas se combinaban perfectamente entre ellos. Aunque le intrigaban los frascos del muestrario, la dependienta, una mujer alta y vestida a la última moda, la puso nerviosa, así que se volvió en la dirección opuesta, para terminar delante de una vitrina de joyería.

Anillos, pendientes, pulseras y collares parecían haber sido arrojados con descuido sobre un manto de terciopelo. Pese a ello, Phoebe sospechaba que semejante desorden era calculado y debía de haber costado sus buenas horas de trabajo. Se inclinó para examinar mejor las joyas. El diamante de uno de los anillos era mayor que la uña de su dedo meñique. Sólo con el dinero que valía aquella pieza, podría vivir razonablemente bien durante un par de años. Si aquella tienda era representativa de las de que había en la isla, iba a tener que conformarse con mirar los escaparates.

– Creo que es demasiado grande para usted.

El inesperado comentario la tomó desprevenida. Se irguió inmediatamente, llevándose una mano al pecho.

– Sólo estaba mirando -dijo sin aliento-. No he tocado nada.

Aunque Phoebe era alta, algo más de uno setenta y cinco de estatura, aquel hombre la sobrepasaba por lo menos en un palmo. Era moreno, con el pelo peinado hacia atrás. Tenía diminutas arrugas alrededor de los ojos, unos preciosos ojos de color castaño oscuro, y un asomo de sonrisa bailando en las comisuras de los labios.

Phoebe se ordenó desviar la mirada, ya que era una grosería quedárselo mirando con tanta fijeza, pero algo en su expresión, quizá los rasgos como esculpidos de sus pómulos y de su mandíbula, se lo impidió.

Parecía el clásico modelo masculino de un anuncio de licor caro, sólo que un poquito mayor. Phoebe se sintió instantáneamente fuera de lugar. El vestido que llevaba le había costado menos de veinte dólares en una tienda de saldos, y desde entonces había pasado un año, mientras que el traje de aquel hombre parecía realmente caro. Aunque tampoco tenía muchos conocimientos sobre ropa masculina…

– La pulsera -dijo él.

– ¿Perdón? -parpadeó, asombrada.

– Creía que estaba mirando la pulsera de zafiros. Aunque es preciosa y el color de las piedras combina muy bien con el de sus ojos, es demasiado grande para una muñeca tan fina como la suya. Habría que quitarle demasiados eslabones.

Phoebe se obligó a desviar la mirada de su rostro para fijarla en la vitrina de las joyas. Justo en el centro había una pulsera de zafiros. Piedras ovaladas rodeadas de pequeños brillantes. Probablemente costaría más que un hotel a pie de playa allá en su hogar, Florida.

– Es muy bonita -dijo con tono educado.

– Ah, no le gusta.

– No, quiero decir sí, por supuesto que me gusta. Es muy hermosa -reconoció. Pero desear una joya así era tan realista como esperar comprarse un Boeing 747…

– ¿Tal vez estaba buscando otra cosa?

– No. Sólo estaba echando un vistazo.

Se arriesgó a mirarlo otra vez. Había un brillo en sus ojos oscuros, un brillo casi… amable. Lo cual era absurdo. Los caballeros tan atractivos como aquél no solían fijarse en las mujeres como ella. De hecho, nadie se fijaba en Phoebe. Era demasiado alta, demasiado flaca y demasiado plana. Pero tampoco nadie la había puesto nunca tan nerviosa, como le estaba sucediendo en ese momento.

– ¿Es su primera visita a Lucia-Serrat? -le preguntó él.

Phoebe pensó inmediatamente en las páginas en blanco de su pasaporte nuevo.

– Es mi primer viaje tan lejos -confesó-. Hasta esta misma mañana, nunca había volado en avión -frunció el ceño al pensar en los husos horarios que había atravesado-. O quizá fue ayer. Volé de Miami a Nueva York, luego a Bahania, y por fin hasta aquí.

El desconocido arqueó una ceja.

– Entiendo. Disculpe la observación, pero Lucia-Serrar me parece un destino poco frecuente para un primer viaje. Poca gente conoce la isla. Aunque es preciosa, claro.

– Mucho -asintió-. Hasta el momento no he visto gran cosa. Quiero decir que… acabo de llegar, pero algo he visto desde el avión. La isla me recordó una esmeralda, tan verde y reluciente en medio del océano… -respiró hondo-. Incluso huele distinto. Florida también tiene clima tropical, pero no es así. Todo el mundo parece tan cosmopolita, tan seguro de sí mismo… -de repente apretó los labios y bajó la mirada-. Perdone, no era mi intención hablar tanto, yo…

– No se disculpe. Me encanta su entusiasmo.

Phoebe pensó que había algo mágico en la cadencia de su tono. Su inglés era perfecto, pero a la vez demasiado formal. Tenía también un rastro de acento, que no consiguió identificar.

La tocó ligeramente la barbilla, como pidiéndole que alzara la cabeza. Fue un contacto fugaz, pero Phoebe se estremeció de la cabeza a los pies.

– ¿Qué la ha traído a mi isla? -le preguntó el desconocido con tono suave.

– ¿Usted vive aquí?

– Toda mi vida he vivido aquí -se encogió de hombros-. Mi familia lleva cerca de quinientos años establecida en la isla. Vinimos a por especias y nos quedamos por el petróleo.

– Oh, vaya… Yo, er… quería visitarla porque una pariente mía, una tía abuela, nació aquí. Siempre estaba hablando de la isla y de lo mucho que lamentó tener que marcharse. Falleció hace unos meses -parte de la felicidad que la invadía desapareció víctima de una punzada de soledad-. Ella quería que yo viera mundo, y su última voluntad fue precisamente que empezara mi viaje por la isla donde nació.

– ¿Estaban muy unidas?

Phoebe se apoyó en la vitrina de las joyas. Por el rabillo del ojo vio que las dos dependientas los estaban mirando con expresión inquieta. Sin embargo, no se decidían a acercarse.

– Ella me crió -respondió, volviendo de nuevo su atención al desconocido-. Nunca llegué a conocer a mi padre, y mi madre murió cuando yo tenía ocho años. La tía Ayanna se hizo cargo de mí -sonrió al recordarlo-. Yo nací en Colorado, así que trasladarme a Florida fue una experiencia excitante. Ayanna decía que era el lugar más parecido a Lucia-Serrat que había podido encontrar. Echaba mucho de menos la isla.

– Así que usted ha querido honrar su memoria visitándola.

Phoebe nunca lo había considerado de esa manera. Sonrió.

– Pues sí. Quiero visitar los lugares que a ella tanto le gustaron. Incluso me facilitó una lista.

El alto desconocido estiró una mano. Obviamente quería leer aquella lista. Phoebe la sacó de un bolsillo exterior del bolso y se la entregó.

El hombre desdobló la hoja de papel y la leyó en silencio. Mientras tanto, Phoebe aprovechó la oportunidad para estudiar su espeso cabello, la longitud de sus pestañas, su poderosa constitución física. No estaban muy cerca, y sin embargo habría jurado que podía sentir el calor de su cuerpo.

Se apresuró a decirse que era una locura pensar esas cosas. Pero era cierro. Un delicioso calor la envolvió mientras continuaba observándolo.

– Una excelente elección -sentenció él al tiempo que le devolvía la lista-. ¿Conoced usted la leyenda de la Punta Lucia?

Hacía mucho tiempo que Phoebe había memorizado la lista de lugares de Ayanna. La Punta Lucia era el segundo comenzando por el final.

– No.

– Se dice que sólo pueden visitarlo los amantes. Si hacen el amor a la sombra de la cascada, serán bendecidos durante el resto de sus días. ¿Ha traído a su amante con usted?

Phoebe sospechaba que se estaba burlando de ella, pero aun así no pudo evitar ruborizarse. ¿Un amante? ¿Acaso aquel hombre, sólo con mirarla, no podía adivinar que nunca había tenido un novio, y mucho menos un amante?

Antes de que se le ocurriera algo que decir, preferiblemente algo ingenioso y sofisticado, un hombre de uniforme apareció a su lado.

– ¿Señorita Phoebe Carson? He venido para llevarla a su hotel -le hizo una cortés reverencia y recogió su equipaje-. Cuando guste -añadió, y salió de la tienda.

Phoebe miró por la ventana y vio una camioneta verde aparcada a la entrada. En un costado se podía leer, en letras doradas, Parrot Bay Inn, que era el nombre del que sería su alojamiento durante el mes siguiente.

– Han venido a buscarme -informó al desconocido que se había detenido a charlar con ella.

– Ya lo veo. Espero que disfrute de su estancia en Lucia-Serrat.

Sus ojos oscuros parecían traspasarla, asomarse a su interior. ¿Podría leerle el pensamiento? Esperaba que no, porque si ése era el caso, descubriría que no era más que una joven ingenua e inexperta que, al lado de un hombre como él, se sentía completamente fuera de su ambiente.

– Ha sido usted muy amable -murmuró, dado que no se le ocurría otra cosa.

– Ha sido un placer.

Antes de que Phoebe pudiera volverse, el desconocido le tomó una mano, inclinó la cabeza y le besó levemente los dedos. Aquel anticuado y encantador gesto le robó el aliento, al tiempo que le provocaba un delicioso cosquilleo que le subió por el brazo.

– Quizá tengamos la suerte de volver a encontrarnos en alguna otra ocasión.

Phoebe era incapaz de pronunciar palabra. Afortunadamente, él se marchó antes de que ella pudiera hacer algo realmente embarazoso, como tartamudear o balbucear. Al cabo de un par de segundos fue capaz de volver a respirar. Luego se obligó a caminar. Abandonó la tienda y salió a la calle. Sólo entonces, una vez instalada en la camioneta del hotel, pensó en mirar al hombre que había conocido en aquella tienda. Ni siquiera sabía su nombre.

Pero por más que miraba, ya no podía verlo. El chófer se sentó al volante y arrancó. Cinco minutos después, habían dejado atrás el aeropuerto y enfilaban por una cartelera de dos carriles que bordeaba el acantilado, sobre el mar.

A su derecha, el océano se extendía hasta el horizonte, mientras que a su izquierda la voluptuosa vegetación tropical desbordaba la cuneta del camino. Manchas de color salpicaban los árboles, prueba de la presencia de los loros que habían colonizado la isla. Phoebe aspiró profundamente aquel aire salado que olía a tierra fresca y húmeda, recientemente lavada por las lluvias.