Sintió una punzada de entusiasmo. «Estoy realmente aquí», pensó cuando la camioneta llegó al hotel. El Parrot Bay Inn tenía dos siglos de antigüedad. El blanco edificio levantaba varios pisos de altura, con los dos inferiores cubiertos de buganvillas rojas y rosadas. El vestíbulo era un atrio abierto, con una mesa de recepción de madera tallada, testigo de la elegancia de otros tiempos. Una vez registrada, Phoebe se dejó guiar a la habitación.
Ayanna le había hecho prometer que visitaría la isla de Lucia-Serrat durante todo un mes, y que se alojaría durante todo el tiempo en el Parrot Bay Inn. Phoebe se negó a pensar en el precio mientras la conducían a una encantadora mini suite con vistas al océano y una romántica terraza digna de Romeo y Julieta. Cuando salió a tiempo de ver hundirse el sol, se sentía como si estuviera flotando.
Una paleta de tonalidades rojas y anaranjadas coloreaba el cielo. De azul, el agua del mar se había tornado verde oscura. Apoyada en la barandilla, Phoebe aspiró los aromas de la isla, saboreando el momento.
Cuando se hizo de noche, volvió a entrar en la habitación para deshacer el equipaje. La cama de dosel parecía cómoda y el baño, blanco y deliciosamente anticuado, era amplio y contenía todos los artículos necesarios. Aunque el silencio reinante le entristecía un poco, se negó a dejarse abatir por aquella sensación de soledad. Estaba acostumbrada a arreglárselas sola. Allí, en la isla donde había nacido su tía abuela, podría conocer todas aquellas cosas de las que tanto había oído hablar. Podría sentir la presencia de Ayanna, empezar a vivir su vida.
Justo cuando se disponía a bajar para cenar, llamaron a la puerta. Nada más abrir, un botones apareció ante ella cargado con un gran ramo de flores exóticas. El joven le entregó las flores y se marchó antes de que Phoebe pudiera protestar. Tenía que ser algún error. Nadie podía regalarle flores…
Aunque sabía que era una tontería, no pudo evitar imaginarse que quizá había sido el atractivo desconocido que había encontrado en la tienda del aeropuerto. No. No podía ser él. Debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, por lo menos. La habría mirado como a una niña, nada más. Aun Así, los dedos le temblaron mientras abría el sobre blanco que acompañaba las flores.
Espero que su estancia en la isla resulte deliciosa.
Ninguna firma. Lo que quería decir que aunque no había podido enviárselas el hombre de la tienda, ella podía imaginar que así había sido. Podía fantasear con que se había mostrado divertida y encantadora con él, en vez de tímida y vergonzosa. Que en lugar de llevar una ropa vieja y anticuada, había proyectado una imagen tan elegante y sofisticada que lo había dejado impresionado: al menos tanto como él la había dejado a ella.
A la mañana siguiente, Phoebe bajó por las escaleras en vez de utilizar el ascensor. Llevaba unos cómodos pantalones de algodón y sandalias, con un top debajo de una camisa de manga corta. Aunque Lucia-Serrat era un país oriental de ideas avanzadas, no quería ofender a nadie vistiendo de manera inmodesta, en su gran bolso de paja había metido crema bronceadora, algo de fruta, una botella de agua y un mapa. Ese día pensaba empezar a visitar los lugares de la lista de Ayanna, partiendo del más cercano al hotel.
Más adelante pensaba alquilar un coche y explorar los alrededores. En cuanto a lo de visitar la Punta Lucia… bueno, ya se enfrentaría con ese problema a su debido momento.
Phoebe bajó las escaleras de buen humor y entró en el vestíbulo del hotel.
– Buenos días. Confío en que haya descansado bien.
Se detuvo en seco, incapaz de creer lo que estaba viendo. Era él, el hombre que había conocido en la tienda el día anterior. En lugar del traje, llevaba un pantalón sport y una blanca camisa almidonada. Pero no tuvo el menor problema en reconocer sus hermosos rasgos y la familiar sensación de su propio estómago…
Él le sonrió, descubriendo una dentadura blanca y reluciente.
– Veo por su expresión de sorpresa que se acuerda de mí. Espero que el recuerdo sea agradable.
Phoebe evocó inmediatamente el último pensamiento que había tenido antes de dormirse: el leve beso que aquel hombre le había dado en la mano. Un intenso rubor le subió por la cara.
– Buenos días -susurró.
– Así que hoy piensa empezar su tour por mi isla. Me acuerdo: la lista de su tía. ¿Qué lugar va a visitar primero? Phoebe no supo qué decir.
– He pensado en empezar por la playa de Parrot Cove -respondió vacilante, ignorando lo que lo había traído al hotel, o el motivo de que se hubiera molestado en hablar con ella.
– La playa no. Aunque esta isla posee ciertamente las mejores playas del mundo, no hay nada extraordinario en la arena. He decidido que empezaremos por el baniano o higuera de Bengala.
Phoebe resistió el impulso de meterse un dedo en la oreja por si tenía algo dentro y no había oído bien.
– Yo, er… -suspiró-. No entiendo.
– Entonces tendré que ser más claro. Ayer me encantó lo que me contó sobre la última voluntad de su tía y he decidido ayudarla en su misión. En consecuencia, la acompañaré gustoso a todos los lugares de la lista -sonrió, divertido-. Bueno, quizá no a todos.
Phoebe pensó instantáneamente en Punta Lucia, como sin duda él había pretendido que hiciera. Pensó que debía de estar burlándose de ella. ¿Sería posible? Nadie se había tomado nunca el tiempo y la molestia de bromear con ella y tomarle el pelo. Y, por muy tentadora que fuese su oferta, había un par de cosas que no podía olvidar.
– Por nada del mundo querría suponer una molestia, y aunque usted estuviera dispuesto a compartir su tiempo conmigo… la verdad es que acabamos de conocernos. Ni siquiera sé su nombre.
El hombre se llevó una mano al pecho.
– Le ruego disculpe mi torpeza -le hizo una ligera reverencia-. Mi nombre es Mazin y estaré a su entera disposición durante todo el tiempo que usted guste.
Phoebe no podía creer que todo aquello pudiera estar sucediendo. Quizá en una película sí, pero no en la vida real, y desde luego no a ella. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que todo el mundo en el vestíbulo los estaba mirando. Vaciló, indecisa entre lo que quería hacer y lo que sabía que debía hacer.
– ¿Señorita Carson? -de repente se acercó un hombre. En la pequeña placa que llevaba en la solapa se leía su nombre y su cargo: Sr. Eldon. Director-. Yo le aseguro que… -miró a su interlocutor- que Mazin es un caballero honorable. No tiene por qué albergar ningún temor en su compañía.
– ¿Lo ve? Tengo gente dispuesta a avalar mi carácter. Vamos, Phoebe. Conozca las maravillas de Lucia-Serrat conmigo.
Estaba a punto de negarse, sobre todo porque se enorgullecía de su sensatez… cuando de repente recordó las palabras de Ayanna. Su tía había deseado para ella que viviera su vida a fondo, a tope, sin arrepentimientos ni lamentaciones. Y Phoebe estaba segura de que al final lamentaría rechazar la oferta de Mazin, por muy alocado e irresponsable que fuera aceptarla.
– Lo del baniano suena bien -respondió con tono suave, y se dejó guiar al coche que los estaba esperando.
Dos
La joven lanzó una última y tentativa mirada por encima de su hombro antes de subir a su Mercedes. Mazin le cerró la puerta y rodeó el morro para sentarse el volante, pensando durante todo el tiempo en lo que estaba haciendo…
No tenía tiempo para jugar con niñas, porque eso era exactamente lo que era Phoebe Carson: una niña de unos veinte años. Demasiado joven e inexperta para salir bien librada en aquella clase de juegos. Entonces, ¿por qué se molestaba? Peor aún: ¿por qué estaba malgastando su tiempo?
Una vez ante el volante, se volvió para mirarla. Ella lo estaba mirando fijamente, con los ojos muy abiertos: como si fuera un conejillo asustado y él un mortal depredador. Una metáfora perfecta, pensó irónico. Debería marcharse, decirle que estaba demasiado ocupado para llevarla a dar una vuelta por la isla. Si quería una mujer, que no una niña, había docenas que volarían a su lado al primer indicio de interés por su parte. Lo conocían a él y a su mundo. Sabían lo que se esperaba de ellas. Entendían las reglas.
Phoebe, en cambio, no entendía nada. Incluso mientras arrancaba el coche, supo que estaba cometiendo un error. Porque estaba actuando de manera insensata, algo que jamás se permitía hacer. La naturaleza de su carácter no le permitía aprovecharse de aquéllos que no estaban a su altura. Pero entonces… ¿por qué estaba en aquel momento con ella?
El día anterior la había visto atravesar la aduana. Le había parecido una chica valiente a la vez que asustada… y terriblemente inocente. Más tarde, cuando vio que estaba sola y que no acudía nadie a recogerla, se había acercado a ella por razones que todavía no conseguía explicarse.
El también acababa de volver de viaje del extranjero, y en vez de correr a casa, se había molestado en abordarla y hablar con ella. Y, después de aquello, ya no había podido olvidarse de ella.
«Una locura», se dijo. Una simple locura.
– Parece que hace muy buen tiempo -dijo Phoebe, interrumpiendo sus pensamientos.
El cielo estaba azul, sin nubes.
– Ésta es nuestra estación seca. Sólo cae alguna que otra llovizna. En el otoño llega la estación húmeda, seguida de varios meses de monzón. A veces me sorprende que la isla entera no haya sido barrida por el mar. Pero sobrevivimos, y después de las lluvias, todo vuelve a brotar.
Quizá fueran sus ojos, pensó mientras volvía a fijar la mirada en la carretera: eran tan grandes y azules… «Confiados», pesó, sombrío. Ella era demasiado confiada. Nadie podía ser tan inocente. Apretó los dientes. ¿Era ése el problema? ¿Pensaba que ella estaba fingiendo?
No estaba seguro. ¿Las mujeres como ella existían, o era todo una elaborada farsa para acercarse a él? La miró, contemplando la larga melena rubia que se había recogido en una trenza, así como su ropa sencilla y barata. ¿Estaría intentando hacerle bajar la guardia haciéndose pasar por alguien que no pertenecía a su ambiente? Si hubiera sido así, lo habría notado. Por razones que no conseguía explicar, aquella chica lo intrigaba.
Así que jugaría a su juego, fuera el que fuese, hasta que descubriera la verdad, o se cansara de ella. Porque Terminaría cansándose de ella. Siempre era así.
– Dijiste que tu familia llevaba aquí cinco siglos -le dijo ella, lanzándole una rápida mirada antes de volver a concentrar su atención en el paisaje.
– La isla fue primeramente descubierta por exploradores procedentes de Bahania hará unos mil años. Estaba sin habitar y la consideraron tierra sagrada. Cuando los viajeros europeos partieron a la conquista del Nuevo Mundo, el rey de Bahania temió que su paraíso privado fuera a caer en manos de la monarquía portuguesa, la hispánica o la inglesa, así que envió a unos parientes suyos a colonizarla. Al final, la isla se fue poblando y obtuvo la soberanía. Hasta el día de hoy, el príncipe real de la isla siempre ha estado emparentado con el monarca de Bahania.
Phoebe se volvió para mirarlo, con los ojos muy abiertos.
– Supongo que sabía que había un príncipe, porque fue precisamente por su culpa por lo que mi tía abuela tuvo que marcharse, pero hasta ahora me había olvidado de ello… ¿Vive en la isla?
– Sí. Reside de manera permanente en ella.
Lo estaba mirando como si fuera a hacerle otra pregunta cuando llegaron a un claro en el bosque y el mar apareció ante ellos.
– Es precioso -comentó Phoebe, impresionada.
– ¿No sueles ver mucho el mar allá donde vives?
– A veces -sonrió-. La casa de Ayanna está a varios kilómetros tierra adentro. Yo solía frecuentar mucho la playa cuando estaba estudiando, pero una vez que ella se puso enferma, ya no tuve tiempo.
Ella apoyó las puntas de los dedos en el cristal de la ventanilla. Sus manos parecían tan delicadas como el resto de su cuerpo. Mazin contempló su ropa: era vieja, pero bien cuidada. Con un vestido de diseñador, un poco de maquillaje y un peinado a la moda, sería toda una belleza. Pero, tal como iba, no era más que una simple paloma gris.
Aunque la fantasía de una Phoebe femme fatale no dejaba de atraerle, se sorprendió a sí mismo igualmente atraído por la pequeña paloma que estaba sentada a su lado.
Una paloma que, por cierto, ignoraba en absoluto quién era él. Quizá eso formara parte de su atractivo. Raras eran las ocasiones en que pasaba tiempo con mujeres que no sabían quién era ni lo que podía llegar a darles.
– Hay un bosquecillo de pimenteros -dijo de repente, señalando a su izquierda.
Se volvió para mirarla. En el instante en que ella se inclinó para mirar, Mazin reconoció su aroma. A jabón, pensó, casi sonriéndose. Olía al jabón de rosas del Parrot Bay Inn.
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