Phoebe abrió mucho los ojos, sorprendida.

– Oh, no. En absoluto. Ayanna era toda una belleza. Yo no me parezco a ella -se preguntó cómo se le habría ocurrido compararla con su tía.

– Tienes una cara preciosa -murmuró, más para sí mismo que para ella-. Tus ojos tienen el color del mar en un día sin nubes, tu piel es tan suave como la seda…

A Phoebe le ardían las mejillas. Intentó recordarse que no podía estar hablando en serio, pero no por ello dejaba de sentirse avergonzada. Se sentía como si fuera una pueblerina recién llegada del pueblo, con briznas de heno en el cabello.

Se apartó ligeramente para evitar su contacto.

– Ya, bueno, eres muy amable, pero resulta difícil ignorar los hechos. Soy demasiado alta y demasiado delgada. A veces parezco un chico, más que una mujer adulta. Es sencillamente deprimente.

Mazin la miraba con una extraña fijeza. Sus ojos oscuros parecían leerle directamente el alma.

– Yo nunca te confundiría con un chico, te lo aseguro.

Phoebe no podía desviar la mirada. Sentía un extraño cosquilleo en la piel, como si hubiera tomado demasiado sol. Quizá tenía una insolación. O quizá fuera la isla, que la había hechizado con su magia.

– Los hombres no me encuentran atractiva -le espetó bruscamente, porque no se le ocurría otra cosa que decir-. Ni interesante.

– No todos los hombres.

¿Eran imaginaciones suyas, o se había acercado un poco más? ¿Hacía de pronto tanto calor?

– Hay hombres que te encuentran muy atractiva.

Phoebe habría jurado que en realidad no había pronunciado aquella última frase, porque sus labios estaban demasiado cerca de los suyos… Pero no podía preguntárselo, porque se encontraba en estado de shock. Un shock tremendo. Incluso dejó de respirar, porque en aquel instante… él la besó.

Phoebe no supo ni qué pensar ni qué hacer. Hacía un par de minutos había estado tranquilamente sentada en aquella roca, intentando no parlotear como una tonta, cuando de repente aquel hombre mayor, guapo y sofisticado la estaba besando. En los labios. Que, se suponía, era el lugar donde solía besarse la gente, que no ella. Nunca. De hecho…

«¡Deja de pensar!», se ordenó.

Su mente obedeció, quedándose en blanco. Sólo entonces se dio cuenta de que su boca aún seguía sobre la suya, lo cual significaba que se estaban besando. Y que además la dejaba en la incómoda posición de no tener ni la más remota idea de lo que se esperaba de ella.

Fue un beso seductor, tentador, que la impulsaba a apoyarse en él, a abrazarlo. Le gustaba sentir sus labios contra los suyos, así como el contacto de su mano en un hombro. Podía sentir el calor de sus dedos y la caricia de su aliento en la mejilla. Y también el roce de su incipiente barba… Olía a sol, a un aroma profundamente masculino.

Estaba experimentando una especial sensibilidad en todo el cuerpo. Le temblaban ligeramente los labios.

– No quieres que haga esto -le dijo él con tono suave. Phoebe parpadeó varias veces. ¿Que no quería recibir su primer beso? ¿Cómo podía dudarlo?

– No, ha sido estupendo.

– Pero no has respondido.

Una ola de humillación la barrió por dentro. Se agachó para recoger sus zapatos, pero antes de que pudiera hacerlo, Mazin le tomó las manos y la obligó a mirarlo.

– ¿Por qué no me lo cuentas?

– No es nada -«lo es todo», pensó.

– Phoebe…

Pronunció su nombre con un tono de advertencia que la hizo estremecerse. Tragó saliva y le soltó la verdad de golpe, o al menos todo lo que estaba dispuesto a confesarle:

– No tengo mucha experiencia con los hombres. Nunca salí con nadie en el instituto. Luego Ayanna cayó enferma y me pasé cuatro años cuidándola. Eso no me dejó tiempo para tener vida social… aunque tampoco la quería. Durante este último año he estado muy triste. Los besos no se me dan muy bien…

Esperó a que él dijera algo. Esperó y esperó. De repente vio dibujarse una sonrisa en sus labios. Su sombría expresión se suavizó ligeramente. Para su sorpresa, le acunó el rostro con sus grandes y fuertes manos.

– Entiendo -murmuró antes de besarla de nuevo.

Aquel beso debería haberse parecerse al primero. ¿No eran todos iguales? Pero, de algún modo, lo sintió distinto. Más intenso. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, cerró los ojos. Extrañamente, la oscuridad la reconfortó. Su cerebro se desconectó también, de lo cual se alegró porque, en aquel silencio, pudo disfrutar mejor de la experiencia…

La besó con ternura, pero a la vez con un rastro de fuego que la dejó sin aliento. De alguna manera, Phoebe encontró el coraje necesario para devolverle el beso. Corrientes eléctricas empezaron a circular arriba y abajo por sus brazos y piernas, haciéndola estremecerse.

Mazin le acariciaba las mejillas con los pulgares, lo cual le hacía desear abrir los labios. Cuando lo hizo, sintió la leve caricia de su lengua en la suya.

El contacto fue tan delicioso como inesperado. El cosquilleo de sus brazos y piernas se convirtió en una vibración tan intensa que de repente le resultó difícil permanecer de pie. Tuvo que sostenerse en él, así que apoyó ligeramente las manos sobre sus hombros. Se estaban besando. Se estaban besando de verdad.

La acariciaba ligeramente, excitándola. Al cabo de un minuto, de algún modo Phoebe sacó la fuerza necesaria para hacer lo mismo. Todos y cada uno de los aspectos de aquella experiencia eran increíbles.

Por supuesto, había leído sobre ello en libros, y había visto besos apasionados en las películas, pero nunca lo había experimentado por sí misma. Era maravilloso. No le extrañaba que a los adolescentes les gustara hacerlo durante horas. Ella misma estaba deseosa de imitarlos…

Le gustaba todo de aquella experiencia: el sabor de sus labios, su aroma, el ardor que los inflamaba. Se sentía ligera, como si pudiera flotar. Cuando él le soltó el rostro para abrazarla y acercarla hacia sí, Phoebe supo sin lugar a dudas que no había otro lugar sobre la tierra donde más le gustara estar.

Nunca había estado tan cerca de un hombre, y le sorprendió descubrir lo duro y musculoso de su cuerpo. En comparación, se sentía infinitamente fina y delicada.

Finalmente, Mazin se apartó y apoyó la frente contra la suya.

– Esto ha sido toda una sorpresa -le dijo con voz baja y ronca.

– ¿He hecho malo? -inquirió Phoebe antes de que pudiera evitarlo.

– No, paloma mía. Me has besado muy bien. Quizá demasiado bien.

Sus alientos se mezclaban. Phoebe no quería separarse de él: habría podido continuar besándolo para siempre, hasta que se acabara el mundo.

Pero en lugar de leerle el pensamiento, Mazin se irguió y miró su reloj.

– Desgraciadamente, el deber me reclama -le pasó un brazo por la cintura-. Vamos. Te llevo de vuelta al hotel.

Quiso protestar, porque él ya le había dado demasiadas cosas. En un solo día había experimentado más que todo lo que había podido imaginar.

– Has sido muy amable -le dijo, disfrutando del contacto de su mano. Mazin esperó mientras ella recogía su bolso y los zapatos, antes de acercarla de nuevo hacia sí.

– El placer ha sido mío.

«Oh, por favor, que vuelva a verlo otra vez», rezó Phoebe para sus adentros. Caminaron en silencio hacia el coche. Mazin le abrió caballerosamente la puerta.

Phoebe intentó decirse que no debería sentirse decepcionada. Podría alimentarse durante mucho tiempo de aquellos recuerdos. Pero antes de que tuviera tiempo para sentarse, él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– ¿Mañana? -le preguntó en un susurro.

– Sí -suspiró-. Mañana.

Cuatro

Phoebe caminaba lentamente por el sendero empedrado que atravesaba el jardín botánico. Una ligera lluvia había caído temprano aquella mañana, lavando las plantas y acentuando su olor. En lo alto, los árboles bloqueaban el calor del sol de mediodía. Era un momento absolutamente perfecto.

– Dice la leyenda que los piratas de la antigüedad frecuentaban la isla -le estaba diciendo Mazin-. Los arqueólogos no han encontrado ninguna evidencia de razzias, pero las historias persisten -sonrió-. Todavía hoy a los niños se les dice que, si no se portan bien, vendrán los piratas a sacarlos de sus camas en plena noche.

Phoebe se echó a reír.

– Y eso les asusta lo suficiente para que hagan lo que supone tienen que hacer.

– Bueno, yo no estoy muy seguro de que los niños de ahora crean en los piratas…

– ¿Y tú?

Vaciló, y luego sonrió.

– Quizá cuando era muy pequeño.

Phoebe intentó imaginárselo de niño y no pudo. Miró su fuerte perfil, preguntándose si aquellos rasgos duros habrían sido alguna vez blandos, suaves, infantiles… Su mirada se detuvo en su bota. ¿Realmente lo había besado el día anterior? Le parecía más bien un sueño, antes que una realidad.

Con el borde del vestido rozó la rama de un arbusto que había crecido al pie del camino: gotas de humedad cayeron sobre su pierna desnuda. Mientras se cerraba su chaqueta de manga corta, pensó que, sueño o no, había sido una tonta en ponerse un vestido aquella mañana. La decisión sensata habría sido ponerse un pantalón.

Sólo que en ese momento no se sentía precisamente muy sensata. Había querido ponerse guapa para Mazin. Como no solía maquillarse ni sabía hacerse peinados sofisticados, un vestido había sido su única opción. Pero ahora que estaba con él, esperaba que no se diera cuenta del esfuerzo que había tenido que hacer. El día anterior, Mazin le había dicho cosas muy bonitas sobre su apariencia, pero ella no se había creído del todo aquellos cumplidos. Por supuesto, había tenido tiempo más que suficiente para evocarlos la noche anterior, dado que apenas había dormido.

– ¿Corren más leyendas sobre la isla?

– Varias. Se dice que, en los eclipses de luna, hay magia en el aire. Que de repente aparecen criaturas misteriosas y los animales se ponen a hablar.

– ¿De veras?

– Bueno -se encogió de hombros, riendo-. Yo no he hablado con ninguno.

Una rama de árbol bloqueaba el camino. Tomándola del brazo, Mazin la ayudó a rodearla. Phoebe podía sentir el calor de sus dedos en su piel desnuda. Poco antes del amanecer se le había pasado por la cabeza que podría estar seduciéndola… Como no tenía experiencia alguna al respecto, no podía estar segura. Si ése fuera el caso… ¿debería preocuparse? No lo sabía.

Su plan en la vida siempre había sido estudiar en la universidad y convertirse en enfermera. Sabía muy poco del amor y aún menos del matrimonio. Durante años había tenido la sensación de que nunca llegaría a experimentar ambas cosas: de ahí su plan de formación. Había querido cualificarse para poder mantenerse a sí misma.

Pero una aventura no era un matrimonio. Sólo estaría en la isla unas pocas semanas. Si Mazin se ofrecía a enseñarle los misterios de la relación entre un hombre y una mujer… ¿por qué habría ella de negarse?

Giraron a la izquierda por el camino. Un alto árbol de bambú compartía espacio con diferentes tipos de plataneros. Algunos eran pequeños, otros grandes. La mayoría le resultaron extraños, nunca vistos.

– Jamás había visto un platanero así -se detuvo ante uno de ellos, cargado de plátanos de color rojo.

– Florida también es tropical, ¿no?

– Sí, pero yo vivo en las afueras de la ciudad. Hay plantas exóticas, pero nada como esto.

– Te trasladaste allí de niña, ¿verdad?

Phoebe vaciló antes de responder.

– Sí.

– No tienes por qué hablarme del pasado si no quieres.

– Gracias, pero no tengo nada que esconder.

Continuaron caminando. Phoebe cruzó los brazos sobre el pecho. No le importaba hablar de su vida. Lo que pasaba era que no quería que él pensara que era una pobre pueblerina. O, peor aún, una salvaje…

– Nací en Colorado. No llegué a conocer a mi padre, y mi madre nunca me habló de él. Mis abuelos maternos murieron antes de que yo naciera. A mi madre… -Phoebe vaciló, con la mirada clavada en el suelo- no le gustaba mucho la gente. Vivíamos en una pequeña cabaña en medio de los bosques. No teníamos vecinos y nunca tuvimos contacto alguno con el mundo exterior. No teníamos ni electricidad ni agua corriente. Sacábamos el agua de un pozo.

Lanzó una rápida mirada a Mazin. Parecía interesado.

– No sabía que en tu país hubiera zonas sin esa infraestructura mínima.

– Quedan algunos. Mi madre me enseñó a leer, pero no hablaba mucho del mundo exterior conmigo; éramos felices, supongo. Sé que ella me quería mucho, pero yo a menudo me sentía muy sola. Un día, cuando tenía ocho años, salimos a recoger fresas silvestres. Bajaba mucha agua de la montaña, por el deshielo. Ella resbaló con unas hojas húmedas, se cayó y se golpeó en la cabeza. Más tarde me enteré de que había muerto en el acto, pero en aquel momento no podía entender por qué no reaccionaba. Tuve que pedir ayuda, aunque ella me había prohibido terminantemente que me mezclara con el resto de la gente. Había un pueblo a unos quince kilómetros de allí. Lo había visto antes un par de veces, de lejos, en uno de mis paseos.