– No sé.

– ¿Te ayudaría saber que me he sentido decepcionado? ¿Que habría preferido estar contigo en vez de leer informes aburridos y soportar infinitas reuniones?

– Sí. Sí que me ayudaría.

– Pues que sepas que es cierto. Dime que nos veremos mañana.

Phoebe pensó que una mujer sensata y racional se habría negado, consciente de que Mazin no solamente la distraería de los planes que había hecho para su futuro, sino que también le rompería el corazón.

– Nos veremos mañana.

– Bien. Hasta mañana entonces.

– Adiós, Mazin.

– Adiós, paloma mía. Te prometo que será un día muy especial.

Phoebe colgó el teléfono, sabiendo que Mazin no tendría necesidad de esforzarse por hacer de aquel día algo especial. Le bastaba con aparecer para alegrarle la vida.

Cinco

– ¿Adónde vamos? -inquirió Phoebe por tercera vez desde que Mazin la recogió aquella mañana. Ya habían visitado el mercado, después de lo cual Mazin le había prometido una sorpresa.

– Lo verás cuando lleguemos -le dijo con una sonrisa-. Sé paciente, paloma mía.

– Me estás desquiciando de curiosidad. Y creo que lo estás haciendo a propósito.

Intentó fingir una reacción indignada, pero no le salió. No con el sol brillando en el cielo y la belleza de Lucia-Serrat envolviéndola. No con Mazin sentado a su lado en el coche, pasando un día más con ella.

Hacía menos de dos semanas que lo conocía. Desde entonces habían pasado prácticamente cada día juntos, visitando la mayoría de los lugares de la lista de Ayanna. Phoebe había visto ya una buena parte de la isla, incluida una vista desde el mar, en el viaje en barco.

– ¿Es un lugar grande o pequeño? -le preguntó.

– Un lugar grande.

– Pero no está en la lista.

– No.

Phoebe suspiró.

– ¿Lo visitó mi tía?

– Supongo que sí.

Tomaron rumbo norte, tierra adentro. Gradualmente la carretera fue subiendo de altura. Phoebe intentó imaginar el mapa de la isla: ¿qué había en aquella dirección? Enseguida se recordó que eso no importaba.

Tenía suficientes recuerdos atesorados para su vuelta a casa. Cuando estuviera profundamente inmersa en sus estudios, evocaría el tiempo pasado en Lucia-Serrat en compañía de un hombre guapísimo que la había hecho sentirse una mujer especial.

Lo miró de reojo. Estaba concentrado en la carretera y no le prestaba atención. Su comportamiento era impecablemente cortés y encantador, pero no había vuelto a besarla. Phoebe se preguntaba por qué; su falta de experiencia con los hombres le impedía especular sobre el motivo. Pensó que quizá pudiera tener que ver precisamente con el hecho de que era una joven inexperta, pero tampoco podía confirmarlo. Y preguntárselo estaba descartado.

Doblaron un recodo de la carretera. Más adelante, detrás de un pequeño bosque, una gran casa se elevaba hacia el cielo. Era más bien un castillo, o quizá un palacio.

¿Un palacio?

– La residencia oficial del príncipe -explicó Mazin-. Tiene una parte privada, cerrada al público. Aunque no figuraba en la lista de Ayanna, pensé que te gustaría pasear por sus jardines y visitar la parte pública.

Se volvió hacia él, sonriendo deleitada.

– Me encantaría verla. Gracias por haber tenido la idea, Mazin. Mi tía venía a menudo aquí a asistir a las famosas fiestas. Bailaba con el príncipe en el gran salón.

– Luego nos aseguraremos de ver esa parte del castillo.

Dejaron el coche en un aparcamiento cercano al edificio. Phoebe se volvió para mirar el aparcamiento mayor, pero público, que habían dejado atrás.

– Te olvidas de que ostento una posición de importancia en el gobierno -le explicó él, leyéndole el pensamiento, antes de abrir la puerta-. Aparcar aquí es uno de los privilegios.

Rodeó el coche para ayudarla a bajar. Phoebe agradeció el gesto de cortesía. A veces se permitía imaginar que Mazin estaba siendo algo más que cortés, que sus gestos tenían un significado especial. Pero enseguida se recordaba que ella no era más que una sencilla joven de Florida y él un hombre mayor y rico, que simplemente estaba siendo amable con ella. Además, Phoebe ya tenía su vida planeada. Ciertamente, su plan no era tan excitante como sus elucubraciones románticas sobre Mazin, pero era mucho más real.

– Por aquí -la tomó de la mano mientras se dirigía a la entrada del palacio-. La planta original se levantó en la época del comercio de especias.

– Recuerdo que me dijiste que el príncipe de la isla tenía que estar emparentado con el rey de Bahania. Seguro que debía de estar habituado a casas muy lujosas.

– Exacto -sonrió Mazin-. Al principio el príncipe residía en el palacio, pero como puedes ver, aunque es bonito, no es especialmente grande. Los aposentos se quedaban juntos con la familia del príncipe y sus hijos e hijas, los funcionarios de confianza, los criados, los dignatarios visitantes… Así que a finales del siglo XIX el príncipe se hizo construir una residencia privada -de repente le señaló un sendero flanqueado de árboles-. Mira. Desde aquí podrás verla.

Phoebe alcanzó a distinguir la esquina de un edificio con varias ventanas.

– Vaya. Parece casi tan grande como el palacio.

– Al parecer el proyecto creció durante su construcción.

Phoebe volvió a concentrar su atención en el elegante palacio de piedra que se alzaba frente a ellos.

– ¿De modo que aquí tienen lugar los eventos oficiales? Al menos el príncipe tiene el lugar de trabajo cerca de casa.

– Y que lo digas.

Atravesaron el patio delantero y entraron en el recinto. Al principio Phoebe se sintió algo intimidada, pero Mazin se comportaba con tanta naturalidad que se esforzó por imitarlo y disfrutar del momento. Como un experto guía, le fue explicando los diferentes estilos arquitectónicos y relatándole entretenidas anécdotas.

– Ahora entraremos. Nuestra primera parada será el salón de baile.

Se dirigieron a la puerta principal que daba al mar. Cuando estaban cruzando el puente levadizo, una distante llamada distrajo a Phoebe. Se volvió para mirar. Un niño pequeño corría hacia ellos a lo largo del puente. Corría con alegría, con el pelo oscuro al viento.

– ¡Papá, papá, espérame!

Phoebe no recordó haberse detenido, pero de repente fue incapaz de moverse. Se quedó mirando primero al niño y luego se volvió lentamente hacia Mazin. Su anfitrión contempló a la criatura con una mezcla de cariño y exasperación.

– Mi hijo -dijo de manera innecesaria.

La llegada del niño libró a Phoebe de contestar. El crío saltó hacia su padre, que lo recogió y alzó en volandas.

El ahogo que empezó a sentir en el pecho le recordó que estaba conteniendo la respiración. Respiró hondo mientras se preguntaba si parecería tan asombrada y alterada como se sentía. Sabía que Mazin era mayor. Por supuesto, debía de haber vivido muchas cosas, y no le extrañaba que su vida hubiera incluido niños. Pero especular sobre la posibilidad era una cosa, y otra muy distinta encontrarse frente a frente con su hijo.

Mazin se volvió hacia ella, con el niño en brazos.

– Éste es mi hijo, Dabir. Dabir, te presento a Phoebe.

– Hola -la saludó el crío, mirándola con amable curiosidad.

– Hola.

Debía de tener unos cinco o seis años, tenía el pelo oscuro y los ojos eran idénticos a los de su padre. Había sido incapaz de imaginarse a Mazin de niño, pero en ese momento, mirando a Dabir, era como si lo tuviera delante.

– Bueno -Mazin se dirigió a su hijo-, dinos qué es lo que estás haciendo aquí, en el castillo. ¿No tienes clase hoy?

– Me he aprendido todos los números y he respondido bien a todas las preguntas -sonrió a Phoebe-. Le dije a Nana que quería ver las espadas, así que me trajo aquí. ¿Las has visto? Son muy largas.

Prácticamente resplandecía de alegría mientras hablaba. Evidentemente ver aquellas espadas era su actividad favorita.

Phoebe intentó responder, pero era incapaz de hablar. Mazin lo hizo por ella.

– Precisamente íbamos a entrar en el castillo. Todavía no lo hemos visto. Ésta es la primera visita de Phoebe a Lucia-Serrat.

– ¿Y te gusta?

– Er… sí. Es encantadora.

– Yo tengo seis años. Tengo tres hermanos mayores. Todos son mucho más grandes que yo, pero yo soy el favorito.

Mazin lo bajó al suelo y le acarició la cabeza.

– Tú no eres el favorito, Dabir. Ya sabes que os quiero a todos por igual.

Dabir no pareció nada decepcionado por su respuesta. En vez de ello, soltó una risita y se apoyó en él mientras seguía estudiando a Phoebe.

– ¿Tú tienes hijos? -le preguntó.

– No. No estoy casada.

Dabir abrió mucho los ojos.

– ¿No te gustan los niños?

– Yo, er… claro que me gustan.

– Bueno, basta ya -intervino Mazin-. Ve con Nana, anda.

Dabir vaciló, como si fuera a desobedecer, pero al final se despidió con la mano y corrió de vuelta al castillo. Phoebe se lo quedó mirando mientras se alejaba. Mazin tenía hijos. Cuatro. Todos niños.

– Es encantador -se obligó a pronunciar.

Volviéndose hacia ella, Mazin le acunó la cara entre las manos.

– Puedo leerte el pensamiento. Que nunca se te ocurra jugar al póquer, paloma mía. Tus pensamientos son demasiado evidentes para alguien que se tome el tiempo y la molestia de mirarte bien.

Aquél era un pensamiento humillante. Suspiró.

– Has vivido una vida llena de experiencias -le dijo-. Era lógico que tuvieras hijos.

– Hijos, pero no esposa.

Experimentó un inmenso alivio. Ni siquiera se había permitido pensar la pregunta, pero era feliz de escuchar la respuesta.

– Vamos -le dijo, tomándola de la mano-. Te enseñaré el salón de baile. Y, mientras tanto, te contaré mi sórdido pasado…

– ¿Tan malo es?

– No estoy seguro. Ya juzgarás tú.

Entraron por fin en el castillo. Phoebe intentó buscar a Dabir a y a su Nana, pero no los encontró por ninguna parte.

– Algunos de los tapices se remontan al siglo XII -le explicó Mazin, señalándole las telas que adornaban las paredes.

Phoebe se obligó a mirarlos.

– Son muy bonitos.

Mazin soltó un suspiro y la hizo sentarse en un banco.

– Creo que deberíamos resolver esto, antes de que sigamos adelante -sentándose a su lado, la acercó hacia sí. Cuando le tomó las manos entre las suyas, Phoebe ya no pudo pensar en nada-. Soy viudo -le dijo, mirándola a los ojos-. Mi mujer murió en el parto de Dabir. Tuvimos tres chicos. El mayor es de una breve relación que tuve cuando era joven.

Aquella última noticia afectó a Phoebe especialmente. Pero lo único que se le ocurrió decir fue:

– Oh.

Cuatro hijos. No le extrañaba que no hubiera pasado ninguna tarde con ella: tenía toda una familia esperándolo en casa.

– Por mi culpa has perdido tiempo de estar con ellos -le dijo con tono suave-. Ya te dije que no tenías por qué hacerme compañía.

– La decisión fue mía.

Quiso preguntarle por qué, pero no tuvo el coraje necesario.

– Supongo que tendrás ayuda con ellos. Dabir mencionó a una tal Nana. Mazin se sonrió.

– Sí. Es una especie de aya para el pequeño. Los dos medianos están en un internado. El mayor ha empezado la universidad, en Inglaterra.

Phoebe intentó disimular su asombro.

– ¿Qué edad tiene?

– Casi veinte. Yo soy mucho mayor que tú, Phoebe. ¿Lo habías olvidado?

– No, es sólo que… -hizo el cálculo. ¿Había tenido su primer hijo con diecisiete años? Ella tenía veintitrés y solamente la habían besado una vez. Eran tan distintos como la noche y el día.

– Sé que decidiste acompañarme -le dijo ella-, pero tienes una familia, y obligaciones de trabajo. Yo debo de ser una distracción. Por favor, no te preocupes por mí. Soy muy capaz de entretenerme sola. ¿Cómo podría no disfrutar de mi estancia en una isla tan maravillosa?

– Ah, pero si te quedas sola… nunca podrás visitar la Punta Lucia…

Bajó la cabeza, ruborizada. La Punta Lucia, el lugar de los amantes. Resultaba altamente improbable que pudiera visitar ese lugar en particular durante aquel viaje.

De repente se le ocurrió un horrible pensamiento. En vano intentó ahuyentarlo. Luego se sorprendió a sí misma expresándolo en voz alta, mientras se arriesgaba a mirarlo:

– Tienes cuatro hijos, Mazin. ¿Acaso me ves a mí como a la hija que te falta?

Él le soltó rápidamente las manos. Phoebe no supo cómo interpretar el gesto, pero fue consciente de las numerosas emociones que asomaron a sus ojos. Ninguna de ellas, por cierto, tenía nada de paternal.

– ¿Y tú? ¿Me ves a mí como al padre que no llegaste a conocer?

El rubor de Phoebe se profundizó.

– No -susurró-. Jamás se me había ocurrido.

– Pues yo no te veo a ti como una niña. Al contrario, te veo como una mujer hecha y derecha.