– ¿De veras? Me gustaría creerte, pero es que he tenido tan pocas experiencias…

– Es la calidad de la vida de uno lo que importa.

– Eso es fácil de decir, cuando tú ya tuviste tu primera aventura con diecisiete años -le espetó Phoebe antes de que pudiera evitarlo.

Se llevó una mano a la boca, horrorizada, pero Mazin simplemente se limitó a reír.

– Un punto interesante. Vamos al salón. Allí te contaré mi aventura con la bella Carrie…


– Era actriz -le estaba diciendo Mazin diez minutos después, mientras atravesaban la enorme sala.

Altos ventanales dejaban pasar la luz, y docenas de candelabros colgaban del techo abovedado. Había un escenario en una esquina, probablemente para una orquesta, y suficiente espacio para jugar un partido de fútbol.

Phoebe intentó imaginarse aquel salón lleno de gente ataviada con sus mejores galas, bailando durante toda la noche, pero seguía intrigada por el calificativo que había utilizado Mazin para referirse a su primera amante.

– ¿Era muy guapa? -le preguntó antes de que pudiera evitarlo.

– Sí. Su cara y su cuerpo eran perfectos. Sin embargo, tenía un corazón de hielo. Rápidamente aprendí que me interesaba más la belleza interior de una mujer que su exterior, por muy perfecto que fuera.

Aquello la hizo sentirse mucho mejor. Phoebe sabía que en un concurso de belleza no tendría ninguna posibilidad. Su corazón, en cambio, podía defenderse mucho mejor.

– Nos encontramos cuando su compañía cinematográfica aterrizó en la isla para grabar una película. Ella era algo mayor que yo: veintidós años. Y yo me decidí a conquistarla.

Phoebe no tenía la menor duda de que consiguió su objetivo.

– ¿Qué pasó cuando descubriste que estaba embarazada?

Mazin le tomó la mano. La presión de su palma contra la suya, la sensación de sus dedos entrelazados con los suyos, casi logró distraerla de sus palabras.

– Ella se disgustó mucho. No sé si había esperado casarse, pero el matrimonio estaba descartado. Mi padre… -vaciló-. Mi familia no lo aprobó. Teníamos dinero, así que recibió una oferta para que nos quedáramos con el niño. Ella aceptó.

Phoebe se lo quedó mirando asombrada.

– ¿Tú no la amabas?

– Quizá durante las primeras semanas sí, pero luego no. Yo quería a mi hijo, claro, pero para entonces ya sabía que nuestra relación no tendría ninguna oportunidad. Se quedó durante el tiempo suficiente para tener el bebé y luego se marchó.

– Yo nunca podría hacer eso -confesó Phoebe, impresionada por el comportamiento de Carrie-. Yo jamás habría renunciado a mi hijo. No me importa cuánto dinero hubiera en juego.

Mazin se encogió de hombros.

– De todas formas, mi padre tampoco le dejó mucha elección.

– Yo me habría enfrentado con cualquiera. O me habría marchado con el niño.

– Carrie prefirió quedarse con el dinero.

Mazin fue consciente del tono amargo de su voz. Por lo general no albergaba resentimiento alguno hacia su antigua amante, pero de vez en cuando la despreciaba por lo que había hecho. Aunque a él la solución final le había simplificado mucho las cosas.

– Y rara vez ve a su hijo -añadió-. Es mejor así.

Pudo ver el abanico de emociones que desfilaron por el rostro de Phoebe; era tan fácil de leer… Estaba escandalizada por la decisión de Carrie, pero a la vez iba en contra de su naturaleza condenar a nadie. Fruncía levemente el ceño como si estuviera intentando conciliar aquellos hechos tan duros con su bondadoso carácter.

Era una buena persona. No quería nada de él, salvo su compañía. El tiempo que pasaba con Phoebe era un verdadero bálsamo: como si solamente ella tuviera la capacidad de curarlo. A su lado se sentía tranquilo y contento, dos bienes tan preciados como escasos en su vida.

Sabía que la aparición de Dabir la había dejado anonadada. Mientras observaba su reacción, había visto algo. Durante los seis últimos años se había convertido en un experto a la hora de juzgar las reacciones de las mujeres ante sus hijos. Algunas fingían agrado porque lo que querían en último término era casarse con él. Otras disfrutaban genuinamente de la compañía de los niños. Estaba seguro de que Phoebe pertenecía a la última categoría.

Le gustaba. Mazin no podía recordar la última vez que le había gustado tanto una mujer. Y también la deseaba. Aquella mezcla le causaba cierto malestar.

Precisamente por lo encariñado que estaba con Phoebe, se negaba a acostarse con ella, por mucho que ansiara hacerlo. Contenerse no era su estilo, pero esa vez le parecía la decisión más adecuada.

Era distinta de cualquier otra mujer que hubiera conocido. Y sospechaba que ella podía decir lo mismo de él.

– Phoebe, tienes que saber que soy un hombre rico.

– Ya me lo figuraba -se mordió el labio.

– ¿Y eso te molesta?

– Un poco.

Lo miró. La larga melena le caía sobre la espalda. A Mazin le entraron ganas de enterrar los dedos en la cálida seda de su cabello color miel. Quería hacer tantas cosas…

– No entiendo por qué pasas tanto tiempo en mi compañía -le espetó ella de repente-. A mí me gusta estar contigo, pero me preocupa que puedas aburrirte.

– Nunca -sonrió-. ¿Te acuerdas de ayer, cuando fuimos a ver los meerkats? Tú les diste tu comida. Con toda la paciencia del mundo les diste de comer uno a uno. Nunca te cansabas.

Phoebe suspiró.

– Eran tan graciosos… Me habría quedado mirándolos durante horas. Y me gusta la manera que tienen de erguirse, siempre alerta, protegiéndose unos a otros.

– Recuerdo que me dijiste que habías visto un documental sobre los meerkats de África y que uno se había quemado en un incendio.

Phoebe se detuvo en seco. Mazin se movió hasta quedar frente a ella. Como había ocurrido el día anterior, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Sí. El pobre intentaba erguirse, pero no podía -susurró-. Los demás se arremolinaban en torno a él, protectores. Un par de días después, abandonó el grupo y se marchó para morir solo.

Una lágrima rodaba por su mejilla. Mazin se la enjugó con un dedo.

– Lágrimas por un simple meerkat. ¿Cuántas derramarías por un niño?

– No entiendo la pregunta…

– Lo sé. Pero estas lágrimas demuestran por qué no puedo aburrirme contigo.

– Lo que estás diciendo no tiene ningún sentido… Mazin se echó a reír.

– Seguro que encontrarías gente que suscribiría esas palabras. Dime, ¿qué es lo que quieres y esperas hacer en la vida?

– ¿Yo? -abrió mucho sus ojos azules-. Nada especial. Me gustaría tener hijos. Tres o cuatro. Y una casa. Pero, antes de eso, quiero licenciarme.

– ¿En qué?

– Enfermería. Me gusta cuidar a la gente.

Mazin se acordó de su tía enferma. Sí, estaba seguro de que Phoebe sería una gran enfermera.

– Me gustaría también… -sacudió la cabeza-. Perdóname. Todo esto no puede interesarte. Mis sueños son demasiado sencillos, demasiado normales.

– Al contrario…

No pudo evitarlo: la atrajo hacia sí. Phoebe se dejó abrazar de buena gana, como era de esperar. Se apretó contra él, tomándolo de la cintura. Y cuando alzó la cabeza a modo de tácito ofrecimiento, Mazin no tuvo ni el deseo ni la fuerza necesarios para rechazarla.

La besó. Esa vez Phoebe respondió con entusiasmo y le devolvió el beso. Mazin procuró dominarse, porque si de él hubiera dependido, habrían acabado haciendo el amor allí mismo, en la zona pública del castillo. Así que le mordisqueó el labio inferior y le sembró de besos la mejilla, la mandíbula… Deslizó también las manos arriba y abajo por su espalda, pero evitando la tentadora curva de sus nalgas.

Se le aceleró la respiración cuando le lamió delicadamente la base del cuello. Phoebe llevaba un vestido ligeramente escotado. Sus pequeños senos lo tentaban insoportablemente: habría sido fácil bajar más. Podía ver el dibujo de sus pezones tensándose bajo la tela…

Pero al final se impuso el sentido común. Concentró de nuevo su atención en la boca, y vio que Phoebe entreabría los labios a modo de invitación. Mazin habría podido resistir cualquier tipo de tentación, pero no aquélla. Tenía que saborear su dulzura una vez más.

Se apoderó de sus labios, y ella respondió con la misma pasión. «Sólo una vez», se dijo Mazin mientras deslizaba una mano por la curva de su cadera. Phoebe reaccionó acercándose todavía más, apretando los senos contra su pecho y susurrando su nombre.

Mazin maldijo para sus adentros. Phoebe era demasiado inocente, no sabía lo que le estaba ofreciendo.

La deseaba, pero no podía tenerla. No sólo porque fuera virgen, sino porque él aún no le había contado toda la verdad. Al principio le había ocultado la información porque eso le divertía. Pero ahora veía claro que en realidad no quería que lo supiera.

Se obligó a apartarse. Ambos estaban jadeando. Phoebe le sonrió.

– Probablemente lo habrás oído un millar de veces antes -le dijo-, pero besas muy bien. Mazin se echó a reír.

– Y tú.

– Si eso es cierto, la culpa es tuya.

Un rubor de excitación teñía sus mejillas. Su belleza le conmovió hasta lo más profundo del alma. Sí, quería verla vestida de satén, adornada con diamantes. Y quería verla también desnuda…

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó ella.

– En que eres como un inesperado regalo en mi vida.

Sus ojos azules brillaron con una emoción que Mazin no quiso interpretar. Lenta, tentativamente, Phoebe le acarició la boca con la punta de un dedo. Estaba conteniendo el aliento.

– ¿Qué es lo que quieres de mí, Mazin?

De repente se sintió impelido a decirle la verdad:

– No lo sé.

Seis

Phoebe sacó una silla a la terraza para contemplar las estrellas. La fresca brisa de la noche le acariciaba los brazos desnudos, haciéndola temblar ligeramente. Aunque en realidad ignoraba si el origen de aquel temblor era la brisa o el miedo.

Quizá fuera el recuerdo del beso de Mazin lo que la tenía tan inquieta. Algo importante había sucedido aquella tarde cuando la tomó en sus brazos.

Había creído ver algo en sus ojos, algo que le había hecho pensar que tal vez todo aquello no era un simple juego para él. Su incapacidad para decirle lo que quería de ella la ponía nerviosa y feliz a la vez. Uno de ellos reñía que saber lo que estaba pasando, y ella no tenía la menor idea. Así que por fuerza tenía que ser Mazin…

Se abrazó las rodillas. La brisa hacía ondear los largos faldones de su camisón blanco.

Había percibido una diferencia en aquel último beso, una intensidad que la había dejado estremecida. ¿La deseaba de verdad? ¿Querría hacer el amor con ella? Y ella… ¿querría hacer el amor con él?

El no era el hombre con quien había estado fantaseando. En sus fantasías, Mazin no tenía vida propia, salvo el tiempo que pasaba con ella. Y ahora sabía que había estado casado. Y que era padre, de cuatro hijos. Tenía una vida que no le incumbía a ella para nada, y cuando se marchara, retomaría su rutina como si no hubiera pasado nada, como si ella nunca hubiera existido.

¿Serían todos sus hijos como Dabir? Sonrió al recordar al niño alegre y cariñoso que había conocido. Frecuentar su compañía sería una delicia…

Varios años de experiencia como niñera le habían enseñado a calibrar a un niño a primera vista. Sabía que Dabir debía de tener sus defectos, pero tenía un corazón generoso y era muy divertido. Se mordió el labio. Con un niño sería fácil, pero… ¿cuatro? Peor aún: el primogénito de Mazin era solamente unos pocos años más joven que ella misma. El pensamiento la hizo estremecerse. Aunque, se recordó, los hijos de Mazin no iban a suponerle a ella ningún problema, por supuesto…

Alzó la mirada a las estrellas, pero el cielo de la noche no pudo darle ninguna pista sobre cuándo acabaría Mazin cansándose de ella, ni tampoco sobre sus intenciones. En lugar de citarla para el día siguiente a la mañana, Mazin había quedado con ella por la tarde. Aquel cambio de planes le excitaba e inquietaba a la vez…


Sucediera lo que sucediera, se dijo Phoebe con firmeza, no se arrepentiría de nada. La luna se reflejaba en el océano inquieto. Se llenó los pulmones del olor del mar y del perfume de las flores. Sabía que recordaría aquella noche para siempre.

Mazin estaba sentado frente a ella, tan guapo como de costumbre. Esa noche iba de traje, con lo cual Phoebe se alegraba de haber hecho un gasto extraordinario con la elegante blusa que se había comprado en la tienda del hotel. Su falda negra había conocido mejores días, pero todavía estaba de buen ver. Después de haber pasado casi una hora luchando con su pelo, había conseguido recogérselo con una trenza francesa. Se sentía casi… sofisticada. Algo que iba a necesitar para contrarrestar el efecto de la atracción de Mazin a la luz de la luna…