Gina se estremeció cuando el aire nocturno besó su piel, pero el frío se disipó bajo la mirada ardiente de Adam. Sus pezones se tensaron, anhelando el roce de sus labios, de su boca. Él deslizó las manos por su cuerpo; la erótica fricción de las callosidades de sus dedos le abrasó la piel, encendiendo su deseo.
Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en el poste de la valla. Adam la acarició desde el pecho a la entrepierna.
– Tu piel resplandece bajo la luna -dijo, inclinándose para capturar uno de sus pezones con la boca.
Ella gimió, se arqueó hacia él y puso una mano en su nuca. Él mordisqueó suavemente, rozando el pezón con los dientes. Gina contuvo el aliento mientras él succionaba, provocando oleadas de placer. Con cada movimiento, Gina sentía aún mayor ternura por ese hombre que intentaba mantenerla a distancia por su bien.
Contempló cómo su boca tentaba y atormentaba, alargando su placer como si estuviera dispuesto a saborearla toda la noche. Percibía su conexión con ella, a pesar de sus advertencias. Manos, labios, lengua y aliento la acariciaban con ternura, transmitiendo sentimientos.
Llevó las manos a sus hombros, disfrutando de su fuerza, de su cálida solidez. Cuando él levantó la cabeza, deseó llorar por la pérdida.
– Necesito tomarte -susurró él.
Gina se estremeció de pies a cabeza.
– Estás tomándome -dijo con una risa apagada.
Él sonrió y a ella se le desbocó el corazón. Esas sonrisas eran tan escasas, tan devastadoras, que la atraían más que nada.
– Quiero más -dijo él, bajando la cabeza por el resto de su cuerpo, apoyándola contra el poste. Ella rezó para no derribarlo con su peso.
– Sí, Adam -dos palabras quedas, casi perdidas en la oscuridad que los rodeaba y acunaba.
Él se arrodilló ante ella, abrió sus muslos y posó la boca en el mismo centro de su placer.
Gina gimió y se aferró a sus hombros, clavándole las uñas en la piel para estabilizarse. Pero mientras intentaba mantener el equilibrio, el mundo giraba locamente a su alrededor. Él lamió el húmedo y ardiente botón, quitándole el aliento.
«Increíble», pensó. Allí. Afuera. En el jardín, desnuda y dejando que Adam hiciera su voluntad con ella. Y deseando más, anhelando que la hiciera suya. La excitación de estar con él bajo las estrellas sólo incrementaba sus sensaciones.
Él la lamió una y otra vez, torturándola con las dulces e íntimas caricias que provocaban descargas eléctricas en su interior. Después alzó una de sus piernas y la puso sobre sus hombros. Gina tuvo que echar los brazos hacia atrás y agarrarse a la valla. Apenas podía respirar. Su mundo se había encogido y se reducía a Adam, ella y lo que él era capaz de hacerle sentir.
Sólo se oían sus gemidos y los movimientos de los caballos tras ellos. Gina alzó la vista hacia las estrellas, concentrándose en las sensaciones que experimentaba. La noche era amable y la magia de lo que Adam le estaba haciendo era casi más de lo que podía soportar.
Mientras sus labios y lengua seguían moviéndose, deslizó una mano alrededor de su cadera e introdujo un dedo, y luego otro, en su interior. Sus movimiento rítmicos y decididos hicieron que Gina empezara a temblar mientras un clímax devastador se preparaba para saltar como un muelle a presión.
Ella deseó que siguiera así para siempre. Deseaba el orgasmo, pero no quería que el momento acabara nunca.
Bajó la mirada hacia el hombre arrodillado ante ella y tragó saliva. Al observar lo que le hacía, ver su boca llevarla a alturas cada vez mayores, sintió que sus sensaciones se intensificaban aún más. No podía dejar de mirarlo. No podía desviar la vista mientras Adam la tomaba de la forma más íntima, como nunca la había tomado nadie.
Lo sentía dentro y fuera de ella. Su mente se rasgó como un velo y se convulsionó. Cuando llegó el primer torbellino de liberación, gritó su nombre con pasión. Se dejó llevar por la ola hasta que finalmente acabó; luego se derrumbó hacia él, que se levantó lentamente, sujetándola.
– Sabes dulce -dijo, inclinando la cabeza para besar sus labios, su mandíbula y cuello.
– Adam, eso ha sido… -dejó caer la frente contra su pecho, jadeando.
Su cuerpo seguía vibrando cuando él la abrazó. Al sentir la dureza pulsante de su erección en el abdomen, el deseo volvió, como un volcán en erupción.
Adam percibió su reacción. No había salido allí para hacer eso. Sólo la había seguido para comprobar si ocurría algo. Si ella estaba bien.
Había notado que dejaba la cama y se había forzado a dejarla ir. Pero unos minutos después la había seguido y, al encontrarla allí, a la luz de la luna, en su interior se había formado un nudo inmenso de lujuria, una bola de fuego.
La miró a los ojos y comprendió que era un momento peligroso. Sabía que ella daría importancia al encuentro, vería el lado romántico e imaginaría un futuro en común. Sin embargo, él ya le había advertido que no lo habría.
Ambos habían llegado al trato sabiendo lo que hacían. Él sólo hacía lo posible para cumplir su parte. Hacerle el amor era parte del trato. Sólo eso.
Lo único que podía ser.
Lo único que permitiría que fuera.
Sacudió la cabeza para alejar las preocupaciones y concentrarse en ese momento con ella. No cuestionaría ese fuego. Ni intentaría definirlo.
Tal y como había dicho Gina, tenían un «ahora».
Sin dejar de mirarla a los ojos, Adam desabrochó los dos últimos botones de sus vaqueros y liberó su miembro. Ella tragó aire y curvó los dedos a su alrededor. Le llegó el turno a Adam de jadear y sentir una fusión de tormento y placer.
Mientras ella deslizaba la mano arriba y abajo, él intentó mantener el control y supo que estaba perdiendo la partida.
Y que no le importaba.
Capítulo 9
Rodeó la cintura de Adam con las piernas y él se dio la vuelta, apoyando la espalda en el poste. La áspera madera le raspó la piel, pero le dio igual. Todo lo que sentía, lo único que quería sentir, era la mujer que tenía entre sus brazos.
Sostuvo su esbelto y curvilíneo cuerpo sin dificultad y la hizo descender sobre él centímetro a centímetro. Se sintió envuelto en un calor húmedo que lo apretaba y le provocaba unas sensaciones inigualables.
Cada vez que estaba con Gina era como si fuera la primera.
Y no quería admitirlo, ni siquiera ante sí mismo. Gina era mucho más de lo que había esperado. Su risa lo llenaba. Su genio vivo era un reto. Su pasión exacerbaba la suya propia.
Adam, con las manos en sus nalgas, soportaba su peso y la hacia subir y bajar sobre su gruesa erección. Cada movimiento era delicioso, cada embestida, una victoria y cada retirada, una agonía. La llenaba y ella se adaptaba y lo contenía como si estuviera hecha a medida para él.
Gina echó la cabeza hacia atrás, arqueándose y acercándose más a él. Podría contemplarla toda la noche. Escuchar sus suspiros. Inhalar el aroma dulce y levemente cítrico de su piel. Miraba cada uno de sus movimientos y veía cómo la luz de la luna daba a su carne un resplandor plateado que hacía que pareciera iluminada desde dentro. Cuando enderezó la cabeza para mirarlo, esa misma luna bailaba en sus ojos.
Subió una mano por su espalda, puso otra mano en su nuca y atrajo su boca, tensándose de expectación. Una y otra vez, ella se movió sobre él, meciéndose, girando las caderas, excitándolo más que nunca; y aun así no bastaba.
Le faltaba algo.
La necesitaba a ella.
Sus lenguas se enzarzaron y sus alientos se fundieron en uno. Ella se estremeció con los primeros espasmos del clímax y gimió en su boca, él se tragó el gemido. La quería entera. Necesitaba todo su ser. Sabía, en el fondo del alma, que nunca se cansaría de ella.
Entonces el pensamiento se acabó y por fin se rindió al liberador estallido de placer. Mientras se vaciaba en ella, se preguntó si ésa sería la noche en la que crearían el bebé que pondría fin a lo que había entre ellos.
Seguía sin estar embarazada.
Gina se había preocupado un poco después de aquella noche en el jardín, hacía dos meses. Pero el destino parecía estar de su parte, porque su periodo no se había retrasado.
Así que seguía casada y buscando la manera de convencer al hombre al que amaba de que él también la amaba a ella.
– Estás pensando en Adam -dijo su madre-. Lo leo en tu cara.
Gina la miró desde su lugar habitual, ante la mesa de la cocina de los Torino. Le habían asignado esa silla cuando era una niña y seguía yendo directa hacia ella cada vez que iba a casa.
El sol entraba a través de las anchas y límpidas ventanas. El reloj dio las doce. En el jardín trasero, el perro de su padre le ladraba a una ardilla. Una olla de sopa burbujeaba en el fogón, perfumando el aire con olor a carne y orégano.
Gina pensó que en esa habitación nunca cambiaba nada. Por supuesto, cada dos años recibía una nueva capa de pintura, del mismo tono amarillo brillante, y se renovaban alfombras, visillos y sartenes, pero aparte de eso seguía siendo igual que siempre. El corazón del hogar de los Torino.
La cocina era donde siempre habían desayunado y comido. Allí sus hermanos y ella habían protestado, reído y, a veces, llorado sobre lo que ocurría en sus vidas. Sus padres habían escuchado, aconsejado y castigado según fuera conveniente. Y todos los hijos visitaban la casa siempre que podían, era como tocar base, recuperar el contacto con sus orígenes.
Por supuesto, si querían ocultar algo a sus padres, lo mejor era mantenerse alejados. Sobre todo de su madre. No se le escapaba nada.
– Entonces debo de parecer muy feliz, ¿eh? -bromeó Gina con una sonrisa exagerada.
– No, no lo pareces -su madre llevó un plato con un sándwich y ensalada de pasta a la mesa. Sirvió dos vasos de té con hielo y se sentó frente a su hija-. Me preocupo por ti, Gina. Llevas dos meses con Adam. No pareces feliz. ¿Crees que no lo veo en tus ojos?
– Mamá…
– Ya -dijo su madre, agarrando su vaso de té-. Quieres un bebé. Lo entiendo. ¿Cómo no iba a entenderlo? Yo quería lo mismo. Pero debería ser de un hombre al que ames. El bebé se merece tener un padre que lo quiera como suyo.
– Yo lo quiero -dijo Gina. Dio un mordisco al sándwich de ternera asada porque sabía que su madre no la dejaría marcharse hasta que se lo comiera. Masticó y tragó-. Adam quería a su hijo. También querrá al nuestro. No podrá evitarlo.
Teresa se persignó rápidamente al oír la mención del hijo fallecido de Adam.
– Es verdad que quería a ese niño. Fue una tragedia. Pero sabes, como todo el mundo, que Adam cambió cuando perdió a su familia.
– Es bastante natural, ¿no? -Gina se removió en la silla y empujó la ensalada con el tenedor.
– Sí, lo es. Pero él no quiere avanzar, Gina. La oscuridad de su interior es espesa y pesada, y no quiere que se levante y lo deje.
– Eso no puedes saberlo.
– Tú te niegas a verlo -rezongó su madre.
– Ya hemos hablado de esto -Gina suspiró y dejó el tenedor en el plato.
– Y volveremos a hacerlo -Teresa Torino dejó el vaso en la mesa y le dio una palmadita en la mano a su hija-. Hasta que consiga hacerte entender que estás cometiendo un error que sólo te causará dolor.
– Mamá…
La mujer se recostó, cruzo los brazos bajo su generoso pecho y arrugó la frente.
– Veamos. Te quedas embarazada y después, ¿qué? ¿Te marchas? ¿Dejas al padre de tu bebé? ¿Crees que puedes hacer eso? ¿Sin que te duela?
Sólo pensar en ello ya le dolía, pero admitirlo habría sido un error. Además, Gina seguía confiando en no tener que irse. En que Adam no se lo permitiría.
– Adam y yo hicimos un trato.
– Sí -su madre resopló con disgusto-. Eso me repite tu padre todo el tiempo. Un trato. ¿Qué forma es ésa de iniciar un matrimonio?
– Ejem -Gina alzó el tenedor para pinchar un poco de la ensalada de pasta de su madre, la mejor del mundo-, perdona, pero ¿no fue papá a Italia a verte porque vuestros padres se conocían y creían que haríais buena pareja?
– Te crees muy lista, ¿verdad? -Teresa frunció sus enormes ojos marrones y miró a su hija.
– Bastante lista -aceptó Gina con una sonrisa-. O, al menos, conozco la historia de mi familia.
– Sí, pero también sabes el resto -Teresa se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en el mantel de cuadros amarillos y blancos-. Mi padre me dijo que sería bueno que me casara con Sal Torino y me trasladara a América. Discutí con él. Le dije que no me casaría con un hombre a quien no amara. Después, miré a tu padre y me enamoré en un instante -alzó una mano y agitó el índice ante Gina-. Una mirada y lo supe. Supe que era lo correcto. Que el matrimonio duraría y sería bueno. ¿Puedes decir tú lo mismo?
– He querido a Adam desde que era niña, mamá -Gina se enfrentó a la mirada preocupada de su madre-. Una mirada y lo supe.
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