– ¿En serio? -dio unos pasos hacia atrás con aire dramático y se llevó una mano al pecho-. ¿No lo es? Vaya. ¡Eso explica muchas cosas!
– Si no estás dispuesta a hablar de esto como una persona racional…
– ¿Qué harás? -preguntó Gina golpeando el suelo de cemento con la punta de la bota-. ¿Contratar a alguien para que hable por mí? No, espera. Será mejor que contrates a alguien que hable por ti. Así ni siquiera tendrías que mirarme hasta que llegara la hora de ir a la cama y cumplir tu tarea para con la dinastía y el rancho King.
– ¿Piensas que hago el amor como si fuera una tarea? -Adam rechinó los dientes.
– ¿Acaso no lo es para ti? -Gina deseó haberse mordido la lengua. Era mejor no preguntar si uno temía que no iba a gustarle la respuesta.
Pero ya era demasiado tarde.
Adam parecía disfrutar haciéndole el amor, pero ella podía estar equivocándose también en eso. Tal vez sólo estuviera cumpliendo con su parte del trato. Cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiera llegado a él en la cama. Si era el caso, mejor saberlo. Y para eso tenía que presionarlo.
– Hicimos un trato -lo acusó, deseando con toda su alma que negara lo que estaba pensando-, y vienes a mí cada noche para tachar el sexo de tu lista de cosas que hacer en el día.
– Lo que has dicho es una insensatez -dejó escapar una risa desdeñosa.
– ¿Sí? Entonces dime que me quieres, Adam. Dime que hacerme el amor es algo más que una tarea. Más que el cumplimiento de tu parte del trato -se acercó a él y sintió el calor de su cuerpo-. Demuestra que me equivoco, Adam -lo retó-. Si soy más que eso para ti, demuéstramelo.
Pasaron los segundos mientras ella seguía mirándolo. Vio chispas surgir de las profundidades de sus ojos de color chocolate y Gina se preguntó si lo había presionado demasiado.
Entonces él la agarró, la apretó contra sí y atrapó su boca con fiera agresividad que derritió cada hueso de su cuerpo.
Por lo visto, había presionado lo justo.
Adam no podía respirar.
La ira que lo había estado ahogando se estaba perdiendo en un mar de deseo. La rodeó con ambos brazos y se entregó a la necesidad que lo atenazaba. Ella abrió la boca y él introdujo la lengua en su interior. La saboreó como si su vida dependiera de ello.
Gina era pura contradicción en muchos sentidos. Dulce pero también desafiante. Sexy y cálida, pero con mucho genio. Ella descontrolaba su vida. Llevaba caos al orden. Arrastraba a desconocidos a su propiedad. Le hacía sentir demasiado. Desear demasiado.
Enredó las manos en su cabello y echó su cabeza hacia atrás, tomando cuanto ella le ofrecía. Era como una droga que se hubiera introducido en su sistema. Llenaba cada célula y despertaba cada terminación nerviosa.
Era peligrosa.
Ese pensamiento lo sacó de su hechizo e interrumpió el beso como un hombre que emergiera a tomar una última bocanada de aire antes de ahogarse. La soltó y ella se tambaleó un segundo. Después se llevó una mano a la boca y lo miró con ojos vidriosos.
Adam se esforzó para llenar sus pulmones de aire. Luchó para ignorar el latido que sentía en la entrepierna, la frenética exigencia de llegar al final que clamaba en su interior.
– No eres una tarea, Gina. Pero tampoco eres permanente. No puedes serlo -dijo cuando recuperó el aliento.
Vio un destello de pánico en los ojos de ella y se endureció. No dejaría que lo afectara. Mantendría el rumbo que se había fijado cuando aceptó el trato que había dado al traste con la pacífica soledad de su vida.
– ¿Por qué, Adam? -su voz sonó suave y tan dolida como sus ojos-. ¿Por qué estás empeñado en no sentir nada? Estuviste casado antes. Querías a Monica.
– No sabes nada de mi matrimonio -dijo él. El fuego que había surcado sus venas se transformó en hielo. Deseó que Gina dejara el tema.
– Sé que se ha ido. Sé que el dolor que sentiste al perder a tu esposa y a tu hijo nunca desaparecerá.
– No sabes nada.
– ¡Entonces háblame! -gritó ella-. ¿Cómo puedo saber lo que piensas si te niegas a hablar conmigo? Déjame acceder a ti, Adam.
Él movió la cabeza, sin palabras. No quería darle acceso. Sólo quería el trato impersonal que habían sellado. Su pasado le pertenecía. Él no tomaba decisiones basándose en la culpabilidad, el dolor o cualquier otra emoción que pudiera nublarle el juicio.
Adam dirigía su vida como dirigía el rancho King: con frío y sereno raciocinio. Algo a lo que, obviamente, Gina no estaba acostumbrada.
– He visto las fotos de tu familia en la escalera y en toda la casa -sus ojos dorados lo miraron suplicantes-. Son de ti y de tus hermanos. Tus padres. Tus primos. Pero… no hay ninguna foto de Monica ni de Jeremy. ¿Por qué, Adam?
Él hizo acopio de todas sus fuerzas y mantuvo la voz serena y sus sentimientos ocultos.
– ¿Preferirías que llenara la casa con sus fotos? ¿Crees que quiero ver fotos de mi hijo y recordar su muerte? ¿Eso te parece divertido, Gina? Te aseguro que a mí no.
– Claro que no -agarró su antebrazo con ambas manos. Él sintió que su calor lo traspasaba hasta el hueso-. ¿Pero cómo puedes negar lo ocurrido? ¿Cómo puedes negarte a recordar a tu propio hijo?
Adam sí recordaba. En ese momento la imagen de Jeremy apareció en su mente. Pequeño, con pelo rubio como su madre y ojos marrones como los de él. Siempre sonriente, así lo recordaba Adam. Pero eso era privado. No lo compartía.
Lentamente, liberó su brazo y dio un paso hacia atrás.
– Que no me rodee de recuerdos físicos no implica que pueda o desee olvidarlo. Pero los recuerdos no dirigen mi vida, Gina. Mi pasado no se interpone en mi presente. Ni en mi futuro -se obligó a mirarla y a distanciarse de la decepción y desilusión que brillaba en sus ojos.
Ella había sabido desde el principio que él no buscaba amor; si había llegado a tener la esperanza de conseguirlo, él no tenía la culpa.
– Tenemos un trato de negocios, Gina -siguió, al ver que ella no respondía-. Nada más. No esperes de mí lo que no puedo dar y al final los dos obtendremos lo que deseamos.
Capítulo 11
Gina dio vueltas durante días a la conversación que había mantenido con Adam en el establo. Se obligaba a recordar no sólo el fuego de su beso, sino también los dardos de hielo de sus ojos.
Se preguntaba si llevaba meses engañándose. Aferrándose a un sueño infantil que no tenía base real. Tal vez hubiera llegado la hora de admitir la derrota y proteger su corazón antes de que quedara destrozado del todo.
Tiró de las riendas de Shadow, obligándola a seguir por el sendero que llevaba al cementerio de la familia King. Cuando llegaban, las nubes de tormenta, que llevaban viéndose en el horizonte todo el día, empezaron a moverse, cruzando el cielo como un ejército invasor.
La temperatura descendió en un instante y la luz del sol se apagó. Se levantó un frío viento y todo se volvió grisáceo. Shadow movió las patas inquieta, como si presintiera que se acercaba una tormenta y deseara volver a la cálida comodidad del establo.
Pero Gina tenía una misión y no regresaría a la casa antes de completarla. Se preguntaba cómo Adam había apartado de sí el recuerdo de su familia muerta. Con precisión quirúrgica, había extirpado esa parte de su pasado. No entendía qué clase de hombre podía hacer algo así.
El verano estaba dando paso al otoño. Pronto, los árboles que guardaban el cementerio se cubrirían de tonos dorados y rojos y sus hojas, mecidas por el viento, caerían al suelo creando una alfombra de color. Los días empezaban a acortarse.
Shadow relinchó, sacudió la cabeza y volvió a intentar salirse del sendero. Pero Gina quería enfrentarse al pasado que Adam había enterrado.
La verja de hierro que rodeaba el cementerio parecía desgastada por el tiempo, pero aún fuerte. Como si hubiera sido creada para durar generaciones, igual que la familia King.
Las buganvillas se enredaban por los barrotes y las flores fucsia y lavanda revoloteaban al viento. El pequeño cementerio, de principios del siglo XIX, estaba lleno de lápidas. En algunas, las letras grabadas se habían medio borrado por efecto del paso del tiempo y del clima. Las más recientes estaban rectas como palos, con la piedra aún brillante y el grabado profundo y claro, apenas estropeadas por el viento y la lluvia.
Gina desmontó, ató las riendas de Shadow a la verja y abrió la puerta. El chirrido del metal y el viento la pusieron nerviosa. Se sentía como si algo o alguien le estuviera advirtiendo que se alejara del hogar de los muertos y volviera al de los vivos.
Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia helada, mojando su camisa y deslizándose por su cuello y espalda. Las hojas de los árboles crujieron, sonando casi como un grupo de gente susurrando y preguntándose qué iba a hacer.
Caminó con cuidado por la hierba mojada y se dirigió a la última fila de lápidas, la más reciente.
Los padres de Adam estaban allí, lado a lado, desde hacía más de diez años, cuando el avión privado en el que iban a San Francisco se estrelló. Había flores frescas sobre sus tumbas: rosas del jardín del rancho.
Pero Gina no había ido a ver a los padres de Adam. Quería ver las otras dos tumbas: Monica Cullen King y Jeremy Adam King.
También tenían flores. Rosas para Monica y margaritas para Jeremy. La lluvia creaba regueros sobre las superficies de granito y las placas de bronce. Gina sintió que el silencio la ahogaba. Allí yacía la familia que Adam no podía olvidar y no se permitía recordar. Allí estaba la razón de que viviera la vida a medias. El pasado que, de alguna manera, le ofrecía más de lo que podía ofrecerle un futuro con ella.
– ¿Cómo puedo hacer que me quiera? -preguntó, mirando una lápida y luego la otra-. ¿Cómo puedo hacerle ver que tener un futuro no implica eliminar el pasado?
Por supuesto, no hubo respuestas. Y de haberlas habido Gina habría salido del cementerio corriendo y gritando. Pero tuvo la sensación de que alguien escuchaba sus preguntas y entendía.
Apoyó una rodilla en el suelo, ante las tumbas gemelas, y sintió cómo el agua empapaba la tela vaquera. Apartó unas ramitas sueltas.
– Sé que os quería. Pero creo que también podría quererme a mí.
Miró la lápida de Jeremy y la inscripción del breve periodo que había vivido. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar al sonriente niño.
– No es que quiera que os olvide. Sólo quiero…
Su voz se apagó y miró hacia el horizonte.
– Me he estado engañando, ¿verdad? No volverá a arriesgarse. No se arriesgará a amar porque ya ha pagado un precio muy alto.
El cielo se había vuelto negro y tenebroso y la lluvia empezó a caer a mares, empapándola por completo. El frío viento la rodeó, helándola hasta los huesos. Sin embargo, Gina supo que no todo se debía a la tormenta. También influía haber comprendido que lo que había anhelado no sucedería. Había llegado la hora de rendirse. No seguiría con un hombre sólo por la esperanza de que algún día llegara a quererla.
Era hora de librarse del diafragma.
Se puso en pie lentamente.
Adam estaba en el establo, ensillando su caballo, cuando Gina llegó al rancho, empapada y con un aspecto terrible. Se estaba preparando para salir a buscarla, aunque incluso él sabía que sería inútil. En un rancho del tamaño del suyo, podría haber tardado días en encontrarla. Pero iba a ir a buscarla porque no saber dónde estaba, si a salvo, herida o perdida, lo estaba volviendo loco.
Al verla sintió una mezcla de alivio y furia. Sin preocuparse por la lluvia, salió del establo y fue rápidamente hacia ella. La bajó del caballo y sujetó sus hombros con fuerza brutal.
– ¿Dónde diablos has estado? -le gritó, mirándola a los ojos-. Llevas horas fuera.
– Montando -dijo ella, soltándose. Se tambaleó un poco y miró a su alrededor, como si intentara recordar dónde estaba y cómo había llegado-. Estaba montando. Llegó la tormenta…
Su voz se apagó y se perdió entre el golpeteo de la lluvia y el ulular del viento. Se miró como si le sorprendiera estar empapada. El agua caía a mantas y no se veía nada a más de un metro.
Adam luchó por recuperar la legendaria calma que era habitual en su vida. Había estado volviéndose loco de preocupación. Llevaba dos horas observando el avance de la tormenta y buscando su silueta en el horizonte. Se sentía como si llevara todo el día corriendo. Exhausto y al borde del límite.
– Maldición, Gina, no salgas a montar sin decirle a alguien adonde vas -le apartó el pelo empapado de la frente-. Es un rancho muy grande. Podría ocurrirte algo, incluso siendo una jinete experta.
– Estoy bien -murmuró ella, limpiándose el agua de la cara con las manos. Encogió los hombros-. Deja de gritarme.
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