– Ni siquiera he empezado -le advirtió él, aún atenazado por la emoción que había sentido al verla llegar. Podría haberle ocurrido algo.
Una serpiente de cascabel podría haber asustado a su caballo. Podría haberla atacado un gato salvaje que bajara de la montaña buscando comida. Su yegua podía haber tropezado y haberse roto una pata, dejando a Gina aislada a kilómetros de distancia. Tenía el corazón acelerado y el cerebro en llamas. La ira que había controlado desde que descubrió que había salido sola se desbocó por completo.
La agarró por los brazos y la sacudió hasta que echó la cabeza atrás y sus grandes ojos dorados lo miraron a la cara.
– ¿Qué demonios era lo bastante importante para salir a montar avecinándose una tormenta?
– Es igual -ella parpadeó; la lluvia se deslizaba por su rostro como una cascada de lágrimas-. No lo entenderías.
– Vamos -se dio la vuelta y tiró de ella, en dirección a la casa. Habría sido mejor que le diera una bofetada, que negarse a decirle qué había hecho. No iba a seguir allí empapándose.
– Tengo que ocuparme de Shadow -protestó ella, forcejeando. No consiguió liberarse.
– ¿Ahora te preocupas por la yegua? -movió la cabeza-. Uno de los hombres se ocupará de ella.
– ¿Quieres soltarme, Adam? -discutió ella, clavando los talones en el suelo-. Puedo andar sola. Yo cuido de mí misma. Y de mi yegua.
– ¿Sí? -la miró de arriba abajo-. Parece que estás haciendo un gran trabajo, Gina -miró por encima del hombro y señaló con la mano-. Sam ya tiene a Shadow. La secará y le dará de comer. ¿Satisfecha?
Ella echó un vistazo. Observó cómo guiaban a su yegua al establo seco y caliente. La poca fuerza que le quedaba se desvaneció. Se tambaleó y a Adam le dio un vuelco el corazón. Había revolucionado su vida y acababa de hacerle gritar como un poseso cuando él no gritaba nunca.
– Vamos -masculló. Volvió a agarrarla y tiró de ella sin detenerse hasta llegar a la puerta. Abrió, se quitó el barro que pudo de los zapatos y entró en la casa-. ¡Esperanza!
La mujer mayor salió de la cocina al vestíbulo y corrió hacia Gina.
– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Está bien, señorita Gina?
– Sí -dijo Gina, aún intentando librarse de la sujeción de Adam-. Lamento este desastre -añadió, señalando el agua y el barro que se deslizaban por el antes reluciente suelo.
– No importa, no importa -Esperanza miró a Adam con dureza-. ¿Qué le has hecho?
– ¿Yo?
– No -interrumpió Gina rápidamente-. No fue Adam. Me pilló la tormenta.
Aun así, Esperanza lanzó a Adam una mirada fulminante que decía con claridad: «Podrías haber evitado esto si lo hubieras intentado». A él le dio igual. No iba a quedarse allí parado defendiéndose mientras Gina se helaba hasta morir.
– Voy a llevarla arriba -dijo Adam, yendo hacia la escalera-. Nos vendrá bien algo caliente dentro de, digamos una hora. Tal vez un tazón de tu sopa de tortilla, si hay.
– Sí, sí -dijo Esperanza-. En una hora -chasqueó la lengua cuando Adam alzó a Gina en brazos y empezó a subir los escalones de dos en dos.
– Puedo andar -protestó ella.
– No digas una palabra más, ¿me oyes? -rugió él.
Cuando llegó arriba, echó un vistazo y vio que Esperanza estaba limpiando el desastre que habían dejado a su paso. Hora de volver a subirle el sueldo a su ama de llaves.
– Maldición, Adam, no soy una inválida -dijo Gina, golpeándole el pecho con una mano.
– No. Sólo estás loca -dijo él, yendo hacia el dormitorio. Entró y fue directo al cuarto de baño. Era una habitación enorme, alicatada con azulejos blancos y verdes, con lavabo doble, una ducha lo bastante grande para celebrar una orgía y un jacuzzi junto al mirador que daba a los espectaculares jardines traseros. En ese momento, con la lluvia chorreando por los cristales, la vista era una borrosa mezcla de gris y negro.
– Desnúdate -ordenó, dejándola en el suelo.
– No pienso hacerlo -replicó ella.
– Bien. Entonces lo haré yo por ti. Como si no supiera manejar tu cuerpo -llevó las manos a los botones de su camisa, pero Gina le dio un palmetazo. No muy fuerte, porque tiritaba y le castañeteaban los dientes-. Te valdría más esperar a tener algo de fuerza si quieres pelear -dijo él, cortante, inclinándose para abrir los grifos de la bañera. Puso el tapón y se volvió hacia ella-. Estás medio congelada -abrió la camisa de un tirón y se la quitó. Luego le desabrochó el sujetador. Gina se puso un brazo sobre los pechos, en un inútil ejercicio de modestia-. Es un poco tarde para los ataques de timidez, ¿no crees?
– No te quiero aquí -afirmó ella. Sus palabras habrían tenido más fuerza si no le temblara la voz.
– Peor para ti -se arrodilló ante ella y empezó a quitarle una bota-. ¿Qué diablos estabas pensando? ¿Por qué has salido hoy? Sabías que venía tormenta. Oíste el parte meteorológico.
– Creí que tendría tiempo -dijo ella poniendo una mano en la encimera para equilibrarse mientras él le alzaba un pie y luego el otro-. Necesitaba…
– ¿Qué? -la miró desde el suelo. Aún debatiéndose entre la furia y el alivio, gruñó-. ¿Qué necesitabas?
– Ya no importa -ella movió la cabeza.
Lo irritó que no le dijera lo que estaba pensando. Dónde había estado. Qué había puesto esa expresión devastada en sus ojos y su rostro. Quería… hacer que se sintiera mejor, maldita fuera. Se preguntó cuándo había empezado a preocuparle lo que ella pensaba, cómo se sentía. Y también cómo podía dejar de hacerlo.
Sacudiendo la cabeza, le quitó los calcetines y empezó a ocuparse de los pantalones. La tela vaquera estaba tan empapada que era difícil de manejar. Tuvo que esforzarse para conseguir bajárselos. Ella volvió a tiritar y Adam curvó los dedos para no acariciarla, para no calentarla con sus manos.
– Estás helada hasta los huesos -siseó.
– Creo que sí.
A sus espaldas, el agua caliente iba llenando la gigantesca bañera y el vapor empañaba los cristales, dejando fuera la noche y el mundo exterior.
– Métete -ordenó Adam.
– Antes vete de aquí.
– Ni lo sueñes -respondió él.
La alzó en brazos como si pesara menos que una pluma y la metió en la bañera. Gina tragó aire cuando el agua caliente tocó sus piernas heladas, pero un instante después se sentó y dejó que el calor la rodease, esperando que llegase también a su corazón.
Gina cerró los ojos y recostó la cabeza, centrándose en la deliciosa sensación del agua caliente alrededor de su cuerpo cansado, dolido y helado. Oyó a Adam pulsar el botón de los chorros de hidromasaje; un segundo después, notó cómo el agua masajeaba su maltratado cuerpo.
Sin duda era irritante, mandón y, en ese momento, el último ser del planeta con quien deseaba estar a solas, pero había tenido razón en lo del baño. Quiso agradecerle que hubiera encendido los chorros, pero cuando abrió los ojos vio que Adam se estaba desnudando.
– ¿Qué estás haciendo?
Él la miró con furia, se bajó los vaqueros y los dejó en el suelo, junto a la camisa mojada y las botas. Gotas de agua caían de su pelo y corrían por su torso desnudo.
– ¿A ti qué te parece?
– Sé bien lo que me parece -dijo ella, alejándose hasta el otro extremo de la bañera.
Su cuerpo empezaba a encenderse sólo con verlo. Era un imperativo biológico: ver a Adam desnudo y sentir un excitante cosquilleo.
Se preguntó si eso duraría para siempre.
Pensó que si podía aguantar sin verlo durante diez o quince años, seguramente llegaría a controlar la reacción. Pero en ese momento empezaba a sufrir el embate de sus hormonas, a pesar de las advertencias y predicciones negativas que le gritaba su cerebro.
Él entró en la bañera y se sentó frente a ella.
– Estaba preocupado -dijo.
Gina sintió una punzada de algo cálido y dulce durante un instante. Unas semanas antes, incluso unos días antes, habría adorado oír esas palabras de boca de Adam. Le habrían dado esperanza, haciéndole pensar que aún había una oportunidad para ellos.
Pero eso se había terminado.
Gina lo miró a los ojos y sólo pudo pensar que ya no era suficiente. La preocupación y el miedo a que estuviera herida habrían sido iguales en el caso de un vecino. O un conocido.
Ella quería más.
Y no iba a conseguirlo.
– Sigues teniendo frío -dijo él.
– Sí -admitió Gina. Era un frío intenso. El mayor que había sentido en toda su vida. Pensó que más le valía acostumbrarse a sentirlo.
– Eso puedo solucionarlo.
Adam se echó hacia delante, agarró sus brazos y tiró de ella, atrayéndola y estirando sus largas piernas en la bañera. La rodeó con los brazos y apoyó su cabeza en su pecho. Ella se acurrucó, escuchando el firme latido de su corazón.
– No vuelvas a hacerme algo así -dijo él.
Los chorros de agua caliente le golpeaban la espalda mientras Adam acariciaba su piel. Tuvo la fugaz sensación de que él le había besado la cabeza, pero la rechazó, convencida de que eran imaginaciones suyas.
– No lo haré -contestó.
No tendría muchas más oportunidades de preocuparlo. Su tiempo en el rancho King estaba llegando a su término. Y cuando se marchara, Adam no volvería a pensar en ella. Tendría lo que quería: el terreno que devolvería al rancho King su tamaño original.
Pasados unos meses, ella no sería más que un recuerdo inconveniente. Tal vez cuando paseara por ese terreno que tanto le había costado conseguir pensaría en ella. Tal vez se preguntaría qué estaba haciendo o dónde estaba. Pero luego desecharía el pensamiento y lo aparcaría lejos de su memoria, igual que había hecho con el recuerdo de Monica y Jeremy.
– Al menos llévate el teléfono móvil la próxima vez -dijo Adam, deslizando sus manos curtidas por su espalda, creando un contrapunto ideal a los chorros de agua caliente-. Casi me vuelvo loco cuando te llamé y oí el teléfono sonar aquí arriba.
– Lo haré.
Lo cierto era que no había estado pensando a derechas cuando salió del rancho, o le habría dicho a alguien dónde iba. Sabía que podía haber un accidente en cualquier momento, y encontrar a alguien en aquel rancho llevaría semanas de búsqueda. No se había llevado el móvil porque no había querido que nadie interfiriera en su viaje al pasado de Adam.
– Maldición, Gina… -esa vez sonó casi como un gruñido. Gina captó la necesidad en ella, sintió el pálpito de su erección bajo su cuerpo.
Él se tensó, su corazón se aceleró y, segundos después, las caricias de sus manos transmitieron más deseo que ternura.
– Podría haberte pasado algo -murmuró, alzando su rostro. Inclinó la cabeza y la besó larga y profundamente. Su lengua acarició el interior de su boca y su aliento le acarició la mejilla. Ambos gimieron al mismo tiempo.
Gina se acercó más a Adam. Él estaba duro y dispuesto. Se le aceleró la respiración cuando ella deslizó una pierna por encima de su vientre. Llevó las manos a su cintura y la colocó sobre él. Sus ojos se encontraron y Gina sintió cómo se introducía lentamente en ella. La llenó y se deleitó con la sensación. Intentó grabarla a fuego en su memoria, para no olvidar nunca la sensación de sus manos en su piel mojada. Su olor. El sabor de su beso.
Sabía que sin el obstáculo del diafragma pronto estaría embarazada. Sabía que, mientras la tocaba, mientras sus cuerpos se fundían en uno, en realidad empezaban a separarse.
Sabía que cada caricia a partir de esa noche equivaldría a un silencioso adiós.
Dos meses después, Adam estaba en su despacho revisando los informes de sus corredores de Bolsa y las proyecciones de varias pequeñas empresas en las que el rancho King tenía participación de negocio. Se encerraba allí al menos un día a la semana, revisando las montañas de papeles que generaba una corporación tan inmensa como la suya.
El despacho no había cambiado mucho desde los tiempos de su abuelo. Las paredes eran de color verde bosque. Había estanterías de suelo a techo en dos de las paredes y un ventanal que daba a la ancha pradera que había ante la casa. En un rincón había un mueble bar de caoba y un cuadro, copia de uno de Manet y favorito de su madre, ocultaba tras él un televisor de plasma de cincuenta pulgadas. Había dos sofás enfrentados, listos para que alguien se sentara en ellos y mantuviera una conversación, además de dos enormes sillones de cuero rojizo. También había una enorme chimenea de piedra.
Era su santuario. Nadie entraba allí excepto Esperanza, y sólo para limpiar. Absorto en las columnas de cifras y sugerencias, ni siquiera notó que la puerta del despacho se abría lentamente.
Pero sí la oyó cerrarse.
– No tengo hambre, Esperanza -dijo, sin alzar la cabeza-. Pero me iría bien algo de café, si hay.
– Lo siento -dijo Gina-, no nos queda.
Sorprendido, Adam alzó la cabeza y la vio echar un vistazo a la única habitación de la casa en la que nunca había estado. Llevaba unos vaqueros gastados, una camiseta roja de manga larga y botas que parecían tan viejas como el rancho. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo baja y ni una pizca de maquillaje. Sin embargo, sus ojos dorados parecían llenos de fuego y emoción; Adam supo que nunca había visto una mujer tan bella en su vida.
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