Sintió la ya familiar descarga eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que la observaba. Su sexo se puso duro como el granito. Llevaban meses casados y seguía sin haberse inmunizado a su presencia.
Irritado por ese pensamiento, bajó la vista al montón de papeles que tenía ante él.
– No sabía que eras tú, Gina. Estoy ocupado ahora mismo. ¿Necesitas algo?
– No -respondió ella con suavidad, cruzando la espesa alfombra oriental hacia el escritorio de roble que había pertenecido a su padre-. Ya me has dado cuanto necesito.
– ¿Qué? -alzó la vista de nuevo. Su tono solemne le había llamado la atención. Se fijó en la sonrisa triste que curvaba su boca y en el brillo húmedo de sus ojos-. ¿De qué estás hablando? -preguntó, poniéndose en pie-. ¿Algo va mal?
Ella negó con la cabeza, se limpió una lágrima solitaria que había escapado de un ojo y se deslizaba por su mejilla y sacó un papel doblado del bolsillo trasero.
– No, Adam. Nada va mal. De hecho, todo va de maravilla.
– ¿Entonces…?
Ella le entregó el papel y observó cómo lo desdoblaba cuidadosamente. Lo primero que vio Adam fue una palabra impresa en color negro: Embarazo.
Sus dedos se tensaron sobre el papel, haciendo que crujiera. Eso sólo podía significar… la miró de nuevo.
– ¿Estás embarazada?
Ella le ofreció una sonrisa que no llegó a brillar en sus ojos.
– Lo estoy. Me hice una prueba de embarazo en casa y ayer fui al médico a confirmarla -inspiró profundamente-. Estoy de unas seis semanas. Parece que todo va bien.
Gina. Embarazada de él. Una emoción que no deseaba y que se negó a reconocer destelló en su mente. Bajó la mirada hacia su vientre plano, como si pudiera atravesar la piel y ver el diminuto ser que crecía en su interior. Un niño. Su hijo. Esperó que llegara la cuchillada de dolor, pero no llegó y no supo cómo interpretarlo.
– Enhorabuena, Adam -Gina interrumpió sus pensamientos con su voz queda y, en cierto modo, desgarrada-. Hiciste un buen trabajo. Cumpliste tu parte del trato. Ahora tienes la tierra que querías y el pacto queda cumplido.
– Sí -Adam pasó los dedos sobre el papel y supo que debería sentir una gran satisfacción. Plenitud.
Llevaba cinco años entregado a recuperar los últimos trozos de su rancho. Y lo había conseguido. Tenía en sus manos la escritura de la última parcela y sentía… nada.
– He hecho el equipaje -estaba diciendo Gina. Adam arrugó la frente y alzó la vista de nuevo.
– ¿Te marchas? ¿Ya?
– No tiene sentido quedarme más tiempo, ¿no? -su voz se agudizó y subió de volumen.
– No -Adam miró de nuevo el papel. Gina se marchaba. El matrimonio había terminado-. No tiene sentido.
– Adam, hay una cosa más -tomó aire y lo soltó de golpe-. Algo que deberías saber antes de que me vaya. Te quiero, Adam.
Él se desequilibró un poco, como si esas tres palabras hubieran sido un puñetazo. Lo quería y se marchaba. Se preguntó por qué era incapaz de hablar. Por qué no podía siquiera pensar.
– Siempre te quise -admitió ella, y se limpió otra lágrima con gesto impaciente-. No tienes que decir ni hacer nada, así que no lo intentes, ¿vale? No creo que ninguno de los dos pudiera soportarlo -sonrió débilmente, pero Adam captó el temblor de su labio inferior.
Empezó a rodear el escritorio, sin saber qué iba a decir o hacer, pero con la certeza de que debía actuar. Ella lo detuvo alzando una mano y retrocediendo.
– No, por favor -movió la cabeza-. No me toques y no seas amable -soltó una risa que sonó como cristales rompiéndose-. Dios, no seas amable. También quería decirte que no me quedaré en Birkfield. Me voy. Mañana.
– ¿Te vas? ¿Adónde? ¿Cuánto tiempo? ¿Por qué?
– Me traslado a Colorado -esbozó otra sonrisa poco convencida-. Voy a vivir con mi hermano Nick y su familia hasta que encuentre un lugar que me interese -mientras hablaba, retrocedía hacia la puerta sin dejar de mirarlo, como si temiera que intentase retenerla-. No puedo quedarme aquí, Adam. No puedo criar a mi hijo tan cerca de un padre que no lo quiere. No puedo estar cerca de ti sabiendo que nunca te tendré. Necesito algo nuevo, Adam. Mi bebé se merece ser feliz. Y yo también.
– Gina, me estás lanzando todo esto demasiado deprisa. ¿Qué diablos se supone que debería hacer al respecto?
– Nada, Adam -cerró la mano sobre el pomo de la puerta-. Esto no tiene que ver contigo. Así que… adiós.
Gina iba a cambiar toda su vida por culpa de él. Se sentía como un canalla, pero no era capaz de decirlo en voz alta. Ella no tendría que verse obligada a marcharse. Abandonar el hogar que amaba por culpa de él.
– Gina, maldita sea…
– Es como tiene que ser, Adam -movió la cabeza-. Te deseo lo mejor. Espero que te vaya muy bien en la vida.
Se marchó y Adam se quedó solo.
Justo como había querido.
Capítulo 12
– ¡Eres un tonto! -clamó Esperanza.
Adam ni siquiera alzó la cabeza cuando Esperanza le sirvió el desayuno, junto con su opinión. El sol de la mañana caía sobre él, sentado a la cabecera de la larga mesa de cerezo del comedor. Un hombre en una mesa para doce.
El resumen de su vida.
Su café estaba frío, pero tenía la clara impresión de que pedir otro no le llevaría muy lejos. Miró el plato y vio que los huevos revueltos estaban algo líquidos; odiaba los huevos poco hechos y Esperanza lo sabía muy bien. El beicon estaba quemado por un lado y crudo por el otro, y la tostada, ennegrecida.
Básicamente el mismo desayuno que le había servido cada mañana desde la marcha de Gina.
Quejarse no serviría de nada. Esperanza llevaba demasiado tiempo con la familia. Cuando una mujer le había dado una azotaina a uno de niño, era imposible tener autoridad sobre ella.
– Gracias -dijo. Levantó el tenedor y se preguntó si podría comerse sólo la parte de arriba del huevo. Maldición, él no le había dicho a Gina que se fuera. Había sido idea de ella y la había puesto en práctica sola. Pero ese hecho no parecía importarle a su ama de llaves.
Tampoco le importaba a él. No por primera vez desde su partida, Adam se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. ¿Estaría sentada desayunando con su hermano? ¿Riendo, hablando, disfrutando? ¿O estaría echándolo de menos? ¿Pensaría en él alguna vez?
– ¿Vas a quedarte sentado sin hacer nada, mientras la madre de tu hijo está por ahí? -Esperanza estaba a un lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, golpeando el suelo con la punta del zapato. Sus ojos chispeaban con furia y tenía los labios tan apretados que casi habían desaparecido.
Adam apartó sus pensamientos sobre Gina, aunque no demasiado lejos. Mordisqueó un trozo de huevo antes de hacer una mueca de asco y rendirse. Su ama de llaves y él llevaban manteniendo esa conversación tres semanas. En cuanto tenía oportunidad, Esperanza lo amenazaba, arengaba e insultaba por haber permitido que Gina lo abandonara.
– Está bien, en Colorado -apuntó.
– Pero no es aquí.
– Cierto -Adam dejó el tenedor en el plato y se resignó a pasar hambre un día más. Pensó en conducir hasta el pueblo para tomar un desayuno decente, pero desechó la idea enseguida. En el pueblo habría gente. Gente que querría hablar con él y decirle cuánto lamentaba el fin de su matrimonio. Gente que intentaría sonsacarle más información de la que estaba dispuesto a dar.
– Tienes que ir tras ella.
– Esperanza, Gina se marchó. Quería irse. Teníamos un trato, ¿recuerdas? El trato acabó.
– Trato -dijo la palabra con tanto disgusto que vibró en el aire-. Lo que teníais era un matrimonio. Lo que vais a tener es un hijo al que nunca verás. ¿Es eso lo que quieres, Adam?
Él miró la silla en la que solía sentarse Gina y pensó que no, no lo era. Recordó su risa, el tacto suave de su mano cuando le daba una palmadita en el brazo. Ni siquiera se había dado cuenta de hasta qué punto había llegado a contar con verla cada día. Oírla, hablar y discutir con ella.
En las últimas semanas la vida en el rancho King había vuelto a ser «normal». Los caballos Gypsy estaban de vuelta en el rancho Torino hasta que Gina se instalara definitivamente y pidiera que los enviasen a Colorado. Las continuas visitas de gente interesada en comprarlos habían cesado. Ya no había flores frescas en su dormitorio porque Gina no estaba allí para cortarlas. No había películas ni cuencos de palomitas por la noche porque Gina se había marchado.
Ya no había vida en el rancho.
Su mundo era de nuevo en blanco y negro. Antes le había gustado, pero en ese momento lo odiaba. Odiaba la monotonía, la quietud, la eterna rutina de su existencia. Era como los desayunos que Esperanza le había estado sirviendo: insípida.
Pero no podía cambiarla. Gina se había ido. Iba a crearse una nueva vida sin él, y era lo correcto. Mejor para ella, para su bebé y para él. Estaba casi seguro.
– Ya hace tres semanas que se fue -le recordó Esperanza.
«Tres semanas, cinco días y once horas», corrigió él mentalmente.
– Debes ir a buscarla. Traerla aquí, donde debería estar.
– No es tan sencillo.
– Sólo un hombre diría eso -replicó ella. Agarró el plato del desayuno intacto y se fue con él a la cocina.
– ¡Yo soy un hombre! -le gritó él.
– ¡Uno muy idiota! -gritó ella de vuelta.
– ¡Estás despedida!
– ¡Ja!
Adam se derrumbó en la silla y movió la cabeza. Despedirla no serviría de nada. Esperanza no se iría. Seguiría allí los siguientes veinte años, probablemente amargándole la vida siempre que tuviera oportunidad.
Lo cierto era que no se merecía nada mejor. Había dejado a Gina marcharse sin protestar porque no había sido capaz de arriesgarse a quererla. Ni a querer a su hijo.
Eso lo convertía en un cobarde.
Y todo el mundo sabía que los cobardes morían mil muertes.
Unas horas después, Adam había irritado, enfadado y molestado a todos sus empleados y empezaba a asquearse a sí mismo. Así que se encerró en su despacho, hizo algunas llamadas telefónicas y empezó a buscar nuevos proyectos. Al fin y al cabo, tenía la preciada tierra que tanto había deseado. Necesitaba un nuevo objetivo.
– ¿Qué pasa? -rugió, cuando alguien golpeó la puerta del despacho con los nudillos.
Sal Torino abrió la puerta y le dedicó una mirada tan intensa que Adam sintió que se helaba por dentro. Se levantó de la silla de un salto. Sólo podía haber una razón para que Sal estuviera allí.
– ¿Se trata de Gina? ¿Está bien?
El padre de Gina entró en la habitación, cerró la puerta a su espalda y estudió a Adam un momento antes de hablar.
– He venido porque deberías saberlo.
El hielo que tenía en las venas se movió lentamente hacia su corazón. Adam cerró los puños y apretó los dientes, intentando no perder el control de sus nervios.
– Dímelo. Gina… ¿está bien?
– Gina está perfectamente -dijo Sal, recorriendo el enorme despacho, como si fuera la primera vez que lo veía.
Adam sintió un alivio tan intenso que empezaron a temblarle las rodillas. Se sentía como si llevara corriendo una hora en el sitio. Su corazón galopaba, tenía la respiración entrecortada y, las piernas, de goma. Se preguntó qué diablos pretendía Sal.
– Maldición, Sal. ¿A qué ha venido eso? -gritó-. ¿Querías ver si podías reírte de mí?
– Era una especie de prueba -admitió Sal, deteniéndose frente a él-. Para saber si amabas a mi Gina -entrecerró los ojos-. Ahora lo sé.
Adam se pasó una mano por el pelo y después por el rostro. Amor. Era una palabra en la que había evitado pensar durante las últimas semanas. Incluso cuando yacía insomne planeando bien volar a Colorado para secuestrar a Gina, bien enterrarse en trabajo hasta el cuello, se había prohibido pensar en esa palabra.
No entraba en su plan.
Había probado el amor antes y no se le daba bien. El amor confundía a las personas. Arruinaba vidas. Acababa con algunas de ella. No quería repetir. Aunque el corazón estuviera otra vez vivo y dolido.
– Siento decepcionarte. Por supuesto, me he preocupado por ella. Pero si está bien no entiendo la razón de esta visita -volvió a sentarse, alzó un bolígrafo y miró los papeles que tenía delante-. Gracias por venir.
Pero Sal no se marchó. Se inclinó, apoyó las manos en el borde del escritorio y esperó a que Adam volviera a mirarlo antes de hablar.
– Tengo algo que decirte, Adam. Algo que tienes derecho a saber.
– Entonces dilo y acabemos de una vez -masculló Adam, preparándose para recibir la noticia que hubiera ido a llevarle.
Tal vez Gina ya se había enamorado de otro; la idea le dolió como una puñalada, a pesar de que la rechazó enseguida. Aunque pareciera que Gina faltaba hacía años, sólo habían pasado unas semanas.
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