– Gina ha perdido al bebé.
– ¿Qué? -susurró la palabra y el bolígrafo cayó de sus dedos inertes-. ¿Cuándo?
– Ayer -dijo Sal con expresión de dolor.
«Ayer». Adam se preguntó cómo podía haber ocurrido algo así sin que él lo percibiera. Lo intuyera de algún modo. Gina había estado sola y él había estado encerrado en su mundo. Ella lo había necesitado y él no había estado allí.
– ¿Y Gina? ¿Cómo está Gina? -Adam pensó que era una pregunta estúpida. Sabía cómo estaría. Había deseado mucho ese bebé. Estaría devastada. Destrozada. Con el corazón roto.
Un momento después comprendió, para su sorpresa, que sentía esas mismas emociones. Una profunda sensación de pérdida para la que no estaba preparado y que lo dejó sin habla.
– Se recuperará con el tiempo -le dijo Sal con suavidad-. Ella no quería que te enterases, pero a mí me pareció que lo correcto era decírtelo.
– Por supuesto que sí.
Claro que tenía que saberlo. El bebé que habían concebido había muerto. Aunque no había llegado a respirar, Adam sintió su pérdida con tanta intensidad como había sentido la de Jeremy, años antes. No era sólo la muerte del bebé. Era la muerte de sueños, esperanzas y futuro.
– También quería decirte que Gina se quedará en Colorado -añadió Sal, cuando Adam lo miró.
– Ella. Se quedará. ¿Qué? -Adam sacudió la cabeza, intentando concentrarse a través de la niebla de dolor que paralizaba su cerebro.
– No va a volver a casa -dijo Sal-. A no ser que algo consiga hacerle cambiar de opinión.
Adam no se percató de la marcha de Sal. En su mente destellaban imágenes de Gina y un dolor insoportable atenazaba su corazón. Llevaba semanas pensando sólo en ella, a pesar de que intentaba aislarse del mundo y volver a la solitaria existencia a la que se había acostumbrado.
Por más que lo había intentado, ella invadía su mente. Tentándolo y torturándolo. Llevándolo a preguntarse cómo estaba, dónde vivía y qué le diría a su hijo de él.
Pero ya no había bebé. Gina estaba sufriendo, sintiendo aún más dolor que él y estaba sola. A pesar de su familia, estaba tan sola como él. De repente, Adam supo qué era lo que más deseaba en el mundo: quería abrazarla, secar sus lágrimas, consolarla y dejarse envolver por su calidez.
Quería dormirse abrazándola y despertarse y ver sus ojos. Se puso en pie y miró por la ventana. Los árboles centenarios que bordeaban el camino de entrada se movían al viento y sus hojas, ya doradas, se soltaban y volaban por el aire. El otoño ya estaba allí, pronto los días serían fríos y, las noches, demasiado largas.
Igual que su vida sería larga, fría y vacía sin Gina.
– Esperanza tiene razón -masculló, llevando la mano al teléfono-. Al menos a medias. Soy un idiota, pero eso se acabó.
Gina rió al ver al niño botar en la silla. Estaba tan emocionado siendo un «vaquero» que no había dejado de sonreír desde que lo había montado en el caballo.
Por suerte, aunque su hermano Nick era entrenador de fútbol, tenía un pequeño rancho en las afueras de la ciudad. Pensó que se podía sacar al chico del rancho, pero era imposible sacar el rancho del chico. Y estar allí, trabajando en la pequeña propiedad de Nick y de su esposa la había ayudado mucho. Había pasado tiempo con sus sobrinos y su sobrina y se había mantenido tan ocupada que sólo había podido pensar en Adam cada cinco minutos.
Sin duda eso podía considerarse un progreso.
– Estás pensando en él otra vez.
– Sólo un poco -se dio la vuelta y sonrió a su hermano mayor.
– Anoche hablé con Tony -dijo Nick, apoyando los antebrazos en la valla del corral-. Si te sirve de algo, dice que Adam tiene un aspecto horrible.
No era un gran consuelo, pero Gina lo aceptó. Apoyó la espalda en la valla.
– ¿Estaría mal decir «me alegro»?
– No. En absoluto. Tony está dispuesto a ir a darle una paliza. Sólo tienes que dar la orden.
– Sois dos tipos geniales.
– Siempre te lo hemos dicho -sonrió y sus ojos chispearon.
Ella le devolvió la sonrisa. En ese momento un coche llegó por el sendero. No reconoció la furgoneta amarilla, así que su corazón no se aceleró hasta que el conductor descendió.
– ¿Quién iba a decirlo? -farfulló Nick.
– Adam -suspiró Gina, enderezándose y deseando estar mejor vestida. Era una tontería, pero su parte femenina no podía evitar sentirse irritada por lucir vaqueros ruinosos y botas sucias en el momento de la visita sorpresa de Adam.
– Nick, ¿podrías vigilar a Mikey?
– Desde luego -afirmó su hermano-. Si me necesitas para librarte de Adam, dame un grito.
Gina no quería librarse de él. Quería disfrutar con sólo mirarlo. Era penoso. Pero él estaba impresionante, incluso más guapo que en las imágenes que veía cada vez que cerraba los ojos.
Se obligó a ir hacia él con pasos cortos, aunque su instinto le gritaba que corriera a sus brazos y no lo dejara marchar nunca. Gina se preguntó cuánto tiempo tenía que pasar para que el amor se desvaneciera. Meses, años…
– Gina -la saludó. Ella tuvo la sensación de que su voz grave le reverberaba en el pecho.
– Adam. ¿Qué haces aquí?
– Tenía que verte -se frotó la nuca con una mano-. Vine en uno de los jets de la familia. Alquilé un coche en el aeropuerto… -miró la furgoneta con desagrado.
– Ya veo. Bonito color.
– Era lo único que tenían.
– No te he preguntado cómo has venido -Gina sonrió-. Sólo por qué estás aquí.
– Para verte. Para decirte…
Sus ojos brillaban de emoción, más de la que Gina había visto nunca en ellos. Gina se preguntó qué ocurría. Sintió un destello de esperanza, pero lo contuvo de inmediato. No tenía sentido crear una burbuja que Adam haría estallar de un momento a otro.
– ¿Estás bien? -Adam la miró de arriba abajo, con preocupación-. ¿Deberías estar en pie?
– ¿Qué? -se rió de él-. Estoy bien, Adam. ¿Puedes decirme qué ocurre?
– Te he traído algo -sacó un papel doblado del bolsillo y se lo ofreció-. Esto es tuyo.
Ella sólo necesitó un vistazo para saber que era la escritura que él tanto había deseado.
– ¿Qué? -sacudió la cabeza-. No entiendo.
– Es sencillo. Estoy rompiendo el trato. La tierra vuelve a ser tuya.
Gina miró el papel y luego a él.
– Lo que dices no tiene sentido.
– Tu padre me lo ha dicho.
Gina sintió un cosquilleo de inquietud. Se preguntó qué habría hecho su entrometido padre esa vez.
– ¿Qué te ha dicho exactamente?
– Que habías perdido al bebé -Adam le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos.
Ella se tambaleó, pero él siguió hablando.
– Lo siento mucho, Gina. Sé que eso no basta. Sé que un «lo siento» no significa nada en un momento como éste, pero es lo único que puedo ofrecerte -llevó las manos a su rostro y acarició sus mejillas con los pulgares-. Siento mucho no haber apreciado el milagro que creamos juntos.
Su padre le había mentido. Y creyendo que estaría sufriendo, Adam había corrido a su lado. La burbuja de esperanza volvió a alzarse en su interior. Tomó aire y, por primera vez desde que dejó California, Gina sintió calor.
– Adam…
– Espera. Deja que acabe -la atrajo hacia él y acarició su espalda como si quisiera convencerse de que realmente estaba allí. Con él.
Gina no se lo impidió. Se entregó a la maravilla de estar en sus brazos de nuevo.
– Me preguntaste por qué no tenía fotos de Monica y Jeremy en la casa -dijo él con voz queda y rasgada. Ella se tensó, pero Adam la abrazó con más fuerza-. No los he olvidado. Pero hay algo que no sabes, Gina -se echó hacia atrás para mirar su rostro-. Monica iba a dejarme. Era un esposo terrible y no mucho mejor padre.
– Oh, Adam -eso explicaba muchas cosas-. Te culpas por…
– No -movió la cabeza con tristeza-. No me siento culpable del accidente, aunque si hubiera sido mejor marido tal vez no habría ocurrido. No, Gina. Lo que siento es arrepentimiento por no haber podido o querido ser lo que necesitaban.
A ella se le encogió el corazón, pero Adam no había terminado. En sus ojos, además de dolor, había determinación y esperanza.
– Quiero ser un marido para ti, Gina. Quiero un matrimonio verdadero. Por eso te devuelvo esa estúpida tierra. No la quiero. Quédatela tú, o dásela al siguiente niño que concibamos juntos. Dame la oportunidad de compensarte.
– Oh, Adam… -gimió.
Aquello era con lo que había soñado durante tanto tiempo. Todo estaba allí, al alcance de su mano. Por fin veía en sus ojos lo que siempre había deseado ver y sabía que su vida juntos sería la que había anhelado.
– Te echo de menos -dijo él, mirándola con adoración-. Es como si me faltara un brazo o una pierna. Una parte de mí se marchó contigo. Nada tiene significado desde que no estás. Gina, quiero que vuelvas a casa. Que seas mi esposa de nuevo. Permíteme ser el marido que debería haber sido. Te quiero, Gina. Ya no me da miedo admitirlo. ¿Podrías aceptarme de nuevo? ¿Querrías darme la oportunidad de intentar concebir otro bebé?
– Yo también te quiero, Adam -dijo ella, poniendo la mano en su mejilla.
– Gracias a Dios -musitó él. La atrajo y la besó con la desesperación y pasión que Gina conocía tan bien. Cuando por fin se separaron y se sonrieron, Gina tuvo oportunidad de hablar.
– Volveré a casa contigo, Adam, y nuestra vida será maravillosa. Pero…
– ¿Pero? -repitió él, inquieto.
– No hará falta intentar concebir otro bebé de momento -le dijo. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre. Esbozó una sonrisa deslumbrante -mirándolo a los ojos-. El primero sigue estando en camino.
– ¿Sigues…? -la miró confuso.
– Sí.
– ¿Entonces tu padre…?
– Sí -Gina sonrió, se puso de puntillas y se abrazó a su cuello.
– El viejo tramposo -rezongó Adam, devolviéndole la sonrisa. La alzó del suelo y la hizo girar en el aire-. Recuérdame que invite a tu padre a un trago cuando lleguemos a casa.
– Trato hecho -dijo Gina.
– Pues sellémoslo de la manera correcta -propuso Adam, besándola con todo su corazón.
MAUREEN CHILD
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