– ¿Crees que me dice esas cosas? -Teresa resopló con frustración y Gina sonrió. Su madre odiaba no estar al tanto de todo lo que ocurría.
– Bueno, mientras papá está en su reunión, tú puedes conocer al nuevo bebé.
– Caballos -masculló Teresa-. Tú y tus caballos.
– Ven -Gina rió y agarró a su madre de la mano.
Mientras iban hacia la verja, se oyó el motor de un coche acercarse por el camino, desde la carretera principal. El lujoso automóvil negro dejaba remolinos de polvo a su paso y algo se removió en el interior de Gina al reconocerlo. Intentó controlar la sensación, pero se quedó sin aliento y se le secó la boca.
No le hizo falta mirar la matrícula, KING I, para saber con certeza que lo conducía Adam King. Tenía una especie de radar interno que entraba en acción en cuando Adam se acercaba.
– Así que la importante reunión es con Adam King -musitó su madre-. Me preguntó por qué.
Gina también se lo preguntaba. Sabía que debía seguir con sus asuntos, pero no consiguió mover los pies. Se quedó allí parada, observando a Adam aparcar y bajar del coche. Cuando él miró a su alrededor, el corazón de Gina dio un bote. Se dijo que era una estupidez sentir algo por un hombre que ni siquiera sabía que existía.
Adam siguió mirando, como si estuviera catalogando el rancho de los Torino. Finalmente, vio a Gina. Ella se tensó. Incluso en la distancia notó el poder de su mirada oscura igual que si la hubiera tocado con una mano.
Saludó con la cabeza y Gina se obligó a alzar una mano para devolverle el saludo. Antes de que la bajara, Adam ya iba hacia la casa.
– Un hombre frío donde los haya -dijo Teresa con voz queda. Se persignó-. Hay oscuridad en él.
Gina también había sentido esa oscuridad, no podía negarlo. Pero había conocido a Adam y a sus hermanos toda la vida. Siempre había deseado ser la persona que iluminara esa oscuridad.
Era una estupidez. Se preguntó por qué parecía que todas las mujeres querían ser quienes «salvaran» a un hombre. Siguió allí parada, a pesar de que Adam ya había entrado en la casa.
– ¿Qué? -preguntó, al notar que su madre la observaba.
– Veo algo en tus ojos, Gina -susurró su madre con expresión preocupada.
Gina se dio la vuelta y fue hacia los caballos. Hizo un esfuerzo para que sus pasos fueran largos y firmes, aunque seguía temblorosa por dentro. Alzó la barbilla y se echó el pelo hacia atrás.
– No sé a qué te refieres, mamá.
Sin embargo, Teresa no se arredró por eso. Corrió tras su hija, le agarró el brazo y la obligó a detenerse. La miró a los ojos con firmeza.
– No puedes engañarme. Sientes algo por Adam King, y no debes rendirte a ello.
– ¿Disculpa? -Gina se rió, sorprendida-. ¿Eso lo dice la mujer que hace dos minutos me decía que me casara y tuviera bebés?
– No con él -replicó Teresa-. Adam King es el único hombre que no deseo para ti.
Era una lástima. Porque Adam King era el único hombre a quien Gina deseaba.
Capítulo 2
Adam llamó a la puerta delantera, esperó con impaciencia y se enderezó cuando un hombre mayor abrió y le sonrió.
– Adam -saludó Sal Torino, cediéndole el paso-. Llegas en punto, como siempre.
– Sal. Gracias por recibirme -Adam entró en la casa y miró a su alrededor. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí, pero el lugar no había cambiado nada.
La entrada era ancha y recibía luz a través de una claraboya que iluminaba de sol el reluciente suelo de pino. Las paredes del vestíbulo que conducía a la parte trasera de la casa estaban cubiertas de fotos familiares enmarcadas, de niños sonrientes y padres orgullosos. La sala de estar en la que entraron tampoco había cambiado. Las paredes seguían siendo de un amarillo suave y cálido, los muebles eran grandes y cómodos y la chimenea de piedra estaba decorada con una urna de cobre llena de flores frescas. Sal se sentó en el sofá y agarró la cafetera que había en una bandeja, sobre una ancha y rayada mesa de pino.
Mientras Sal servía café que Adam no deseaba tomar, éste recorrió la habitación y se detuvo ante el mirador curvado. El límpido cristal ofrecía una amplia panorámica de la pradera de césped bien cortado, rodeada por viejos robles. Sin embargo, Adam apenas se fijó. Su mente se centraba en la tarea que lo esperaba: convencer a Sal para que le vendiera el terreno que necesitaba.
– ¿Qué trae a Adam King a mi casa a primera hora de la mañana?
Adam se volvió hacia su vecino. Sal medía un metro setenta y cinco, tenía abundante cabello negro salpicado de canas, la piel curtida y bronceada como cuero viejo y agudos ojos marrones.
Adam aceptó la taza de café que Sal le ofrecía y tomó un sorbo por cortesía. Se sentó en un sillón frente a él y sujetó la taza con ambas manos.
– Quería hablarte de esa parcela de ocho hectáreas que tienes en el prado norte, Sal.
– Ah -el hombre esbozó una sonrisa comprensiva y se recostó en el sofá.
No era bueno dejar que el adversario supiera cuánto se deseaba algo, pero Sal Torino no era ningún tonto. La familia King había hecho ofertas por ese trozo de tierra varias veces en las últimas dos décadas. Sal siempre las había rechazado de plano. Sabía lo importante que era el tema para Adam y no tenía sentido simular lo contrario.
– Siempre he querido esa tierra, Sal, y estoy dispuesto a hacerte una oferta muy ventajosa.
Sal movió la cabeza, tomó un sorbo de café y dejó escapar un suspiro.
– Adam…
– Escúchame antes -Adam se inclinó hacia delante, dejó la taza de café en la mesa y apoyó los codos en los muslos-. No utilizas ese terreno como pasto. No le sacas ningún partido.
Sal sonrió y negó con la cabeza. Era testarudo y Adam lo sabía. Controló la impaciencia que lo reconcomía y dio un tono cordial a su voz.
– Piénsalo, Sal. Estoy dispuesto a hacerte una oferta sustanciosa por la propiedad.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
«Ahora empieza el juego», pensó Adam, deseando que fuera más sencillo. Sal sabía muy bien que Adam quería que el rancho King recuperase su extensión original, pero iba a obligarlo a dar razones.
– Es la última parcela que falta para completar la propiedad original de la familia King -dijo Adam, seco-. Como sabes muy bien.
Sal sonrió de nuevo. Adam pensó que parecía un duende benévolo. Por desgracia, no parecía un duende dispuesto a vender.
– Hablemos de negocios. No necesitas la tierra y yo la quiero. Es sencillo. ¿Qué me dices?
– Adam -Sal hizo una pausa para tomar otro sorbo de café-. No me gusta vender terreno. Lo que es mío, es mío. Lo sabes. Tú sientes lo mismo al respecto.
– Sí, y esa parcela es mía, Sal. O tendría que serlo. Empezó siendo tierra de los King. Debería volver a ser de los King.
– Pero no lo es.
Adam sintió una intensa frustración.
– No necesito tu dinero -Sal se inclinó hacia delante, dejó la taza en la mesa y empezó a pasear por la habitación-. Lo sabes y, aun así, vienes a convencerme arguyendo que sacaré beneficio.
– Obtener beneficio no es un pecado, Sal -contraatacó Adam.
– El dinero no es lo único en lo que piensa un hombre.
Sal se detuvo ante la chimenea, apoyó un brazo en la repisa y miró a Adam.
Adam no estaba acostumbrado a estar a la defensiva en una negociación. Tener que alzar la vista para mirar a Sal, desde el mullido sillón, hizo que se sintiera en desventaja, así que se puso en pie. Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y contempló a Sal, preguntándose qué intenciones tenía.
– He oído un «pero» implícito en tu frase -dijo Adam-. ¿Por qué no me dices qué tienes en mente? Así descubriremos si es posible llegar a un acuerdo.
– ¡Ay, la impaciencia! Deberías aprender a disfrutar más de la vida, Adam. No es bueno centrarlo todo en los negocios.
– A mí me va bien.
Adam no estaba interesado en escuchar consejos. Ni en que nadie le hablara de «disfrutar» de la vida. Sólo quería ese último pedazo de tierra.
– Hubo un tiempo en que no pensabas así -musitó Sal. Sus ojos se ablandaron comprensivamente y su sonrisa se borró.
Adam se tensó. Lo peor de vivir en un sitio pequeño era que todo el mundo se enteraba de los asuntos personales de uno. Sabía que Sal intentaba ser amable, así que controló el nudo de ira que atenazaba su estómago. La gente creía conocerlo y ser capaz de entender lo que sentía y pensaba. Pero la gente se equivocaba.
Le interesaba tan poco la comprensión como los consejos. No necesitaba la compasión de nadie. Su vida era como él deseaba que fuera. Sólo le faltaba esa maldita parcela.
– Mira, Sal. No he venido aquí a hablar de mi vida. He venido a hacer un trato. Si no te importa…
– Eres un hombre de ideas fijas, Adam -Sal chasqueó la lengua con desaprobación-. Aunque lo admiro, también es algo que dificulta la vida.
– Deja que sea yo quien me preocupe por mi vida, ¿de acuerdo? -el cosquilleo de impaciencia que había sentido antes empezaba a burbujear y bullir en su estómago-. ¿Qué me dices, Sal? ¿Va a ser posible que lleguemos a un acuerdo?
Sal cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó la cabeza, estudiando a Adam como si buscara algo concreto. Tardó unos minutos en contestar.
– Podríamos llegar a un acuerdo. Pero los términos que tengo en mente son distintos de los que esperabas.
– ¿A qué te refieres?
– Es sencillo -Sal se encogió de hombros-. Tú quieres la tierra y yo quiero algo a cambio. Y no es tu dinero.
– ¿Qué es?
El hombre asintió, volvió al sofá y se puso cómodo. Luego alzó la vista hacia Adam.
– Conoces a mi Gina.
– Sí… -corroboró Adam con suspicacia.
– Quiero verla feliz -dijo Sal.
– No lo dudo -Adam se preguntó qué diablos tenía Gina que ver con el asunto.
– Quiero verla casada. Asentada. Con una familia.
Adam se puso rígido y sintió un escalofrío. Todos sus sentidos se pusieron en alerta. Oyó el tictac del reloj en la repisa de la chimenea y a una mosca chocar contra la ventana. Inspiró profundamente y saboreó el aroma de la salsa de tomate que hervía en la cocina. Tenía la piel tensa y los nervios a flor de piel.
Inspiró de nuevo, movió la cabeza y miró a Sal fijamente, incapaz de creer lo que acababa de oír. El peso de lo que Sal parecía estar sugiriendo cayó sobre él como una tonelada de ladrillos. Pero el hombre lo miraba con determinación, esperando a que absorbiera sus palabras. Adam no podía creer que Sal hablara en serio.
Se había enfrentado a negociaciones difíciles y siempre había ganado. Ésa no sería diferente.
– No veo qué tiene que ver el matrimonio de Gina conmigo, ni con esta conversación.
– ¿No lo ves? -Sal sonrió-. Tú estás solo, Adam. Gina está sola…
Adam pensó que el asunto iba muy mal.
¿Gina casada con él?
Impensable.
Miró a Sal a los ojos y vio que era totalmente sincero, por increíble que pareciera. Adam apretó los dientes e inspiró un par de veces para calmarse. No funcionó.
– Seré claro -dijo Sal apoyando un brazo en el respaldo del sofá, como si estuviera perfectamente cómodo consigo mismo y con su entorno-. Te ofrezco un trato, Adam. Cásate con mi Gina. Hazla feliz. Dale un bebé o dos. A cambio te daré la parcela.
«¿Un bebé o dos?».
La furia se desbocó como un volcán y Adam vio rojo. Sus pulmones no recibían bastante aire. Tenía el cerebro nublado por la ira y le resultaba imposible pensar. Se dijo que era mejor así. Si consideraba las palabras de Sal seriamente, sólo Dios sabía lo que podía llegar a decir.
No recordaba haber estado nunca tan enfadado. Nadie lo manipulaba, él era el manipulador. Él era el tiburón a la hora de negociar. Nadie lo sorprendía y nunca se sentía perdido. Y, maldijo para sí, nunca se quedaba sin habla.
Al mirar a Sal comprobó que estaba disfrutando viéndolo confundido y eso lo enfureció aún más.
– Olvídalo -siseó Adam. Incapaz de quedarse quieto, fue hacia el mirador y contempló el paisaje un par de segundos antes de volverse hacia el hombre que seguía tranquilamente sentado-. ¿Qué diablos te pasa, Sal? ¿Estás loco? La gente no comercia con sus hijas hoy en día. No estamos en la Edad Media, ¿sabes?
El hombre se levantó, miró a Adam con los ojos entrecerrados y agitó el índice en el aire.
– La ganancia no sería para mí, sino para ti -apuntó Sal-. ¿Crees que aceptaría a cualquier hombre para mi Gina? ¿Crees que la valoro tan poco para hacer esto sin pensarlo? ¿Sin reflexión?
– Creo que estás loco.
– Si tanto quieres la tierra, ya sabes cómo conseguirla -Sal soltó una risa seca.
– Increíble -la proposición era una locura. Siempre le había caído bien Sal Torino; nunca habría pensado que le faltaba un tornillo.
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