– ¿Por qué te parece tan poco razonable? -preguntó Sal, rodeando el sofá para situarse junto a Adam ante la ventana-. ¿Es una locura que un padre busque la felicidad de su hija? ¿O la felicidad del hijo de un hombre que fue su amigo? Eres un buen hombre, Adam, pero llevas mucho tiempo solo. Has perdido demasiado.

– Sal… -sonó como una advertencia.

– De acuerdo -alzó las manos-. No hablaremos del pasado, sino del futuro -se giró hacia la ventana y su vista se perdió en el horizonte-. Mi Gina necesita algo más que sus adorados caballos. Tú necesitas algo más que tu rancho. ¿Es tan aventurado pensar que podríais construir algo juntos?

– ¿Quieres que tu hija se case con un hombre que no la ama? -Adam lo miró con fijeza.

– El amor puede surgir y crecer.

– No para mí.

– Nunca digas «nunca jamás», Adam -Sal lo miró de reojo-. La vida es larga y no está hecha para vivirla a solas.

La vida no siempre era larga y Adam había descubierto que era mejor vivirla a solas. Sólo tenía que preocuparse de sus propios intereses, vivía como quería y no se excusaba ni pedía disculpas por ello. No tenía ninguna intención de cambiar su vida.

La irritación se exacerbó en su interior. Quería esa tierra. Para él se había convertido en una especie de Santo Grial. El último trozo de terreno que completaría las extensivas propiedades de la familia King. Casi había paladeado la satisfacción de acabar con la tarea que se había propuesto. De repente, parecía que saborearía el fracaso y eso lo quemó por dentro.

– Gracias, Sal. Pero no estoy interesado -dijo. Quería la tierra, pero no estaba dispuesto a volver a casarse. Lo había intentado una vez. E incluso antes del desastroso final, no había funcionado ni para él ni para su esposa. Simplemente, no estaba hecho para el matrimonio.

– Piénsalo -insistió Sal, señalando la ventana.

Adam miró y vio a Gina y a su madre en el prado. Teresa se alejó y dejó a su hija sola, rodeada de pequeños y fuertes caballos.

El sol caía sobre Gina como un haz de luz. Su cabello largo y oscuro revoloteaba alrededor de sus hombros; cuando echó la cabeza hacia atrás y se rió, resultó tan intrigante que Adam tuvo que apretar los dientes.

– Mi Gina es una mujer extraordinaria. Sería una gran elección.

Adam desvió la mirada de la mujer, sacudió la cabeza y miró al hombre mayor que tenía al lado.

– Puedes olvidar esa idea tuya, Sal. ¿Por qué no piensas de forma realista y buscas un precio para ese terreno que nos satisfaga a los dos?

La situación se le había ido de las manos y Adam se sentía como si un muro se cerrara a su alrededor. Era obvio que Sal estaba loco, aunque no lo pareciera. Nadie ofrecería a su hija como parte de un trueque en los tiempos que corrían.

– ¿Qué diablos crees que diría Gina si oyera tu proposición? -preguntó Adam, jugando su última carta.

– Ella no tiene por qué enterarse -Sal sonrió y encogió los hombros.

– Vives peligrosamente, Sal.

– Sé lo que les conviene a mis hijos -rezongó él-. Y lo que te conviene a ti. Es el mejor trato que harás en tu vida, Adam. Así que eres tú quien debe pensarlo seriamente antes de decidir.

– La decisión está tomada -le aseguró Adam-. No me casaré con Gina ni con ninguna otra mujer. Pero si cambias de opinión y quieres hablar de negocios en serio, llámame.

Adam tenía que salir de allí. La sangre le bullía en la venas y tenía la sensación de que le ardía la piel. Maldijo al hombre por soltarle algo así de sopetón. Cruzó la habitación con unas zancadas y abrió la puerta justo cuando Teresa Torino entraba. Ella dio un respingo.

– Adam.

– Teresa -la saludó con la cabeza, lanzó una última mirada incrédula a Sal y salió, cerrando la puerta a su espalda.

De inmediato, sintió que podía respirar de nuevo. El aire fresco traía el aroma de los caballos y del lejano mar. Casi sin pensarlo, Adam volvió la cabeza hacia el prado en el que Gina Torino departía con sus caballos.

Incluso en la distancia, sintió una atracción que hacía tiempo que no sentía. La última vez que había visto a Gina había sido en el funeral de su esposa y de su hijo. Ese día había estado demasiado ausente para fijarse y desde entonces se había concentrado únicamente en el rancho.

En vez de encaminarse hacia su coche, se sorprendió yendo hacia el prado cercado.


Gina observó el avance de Adam y ordenó a sus hormonas que se echaran a dormir. Pero no escucharon. Empezaron a bailar, excitando cada una de sus terminaciones nerviosas.

– Ay, Shadow -susurró, acariciando el cuello aterciopelado de la yegua-. Soy una idiota.

– Buenos días, Gina.

Ella se cuadró y se volvió hacia él. Con una sola mirada a sus ojos oscuros, Gina supo que nunca podría «cuadrarse» lo bastante. Se preguntó por qué ese hombre la encendía por dentro, como una traca de fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Su corazón anhelaba a Adam King y a nadie más.

– Hola, Adam -dijo, felicitándose por el tono sereno de su voz-. Has salido temprano esta mañana.

– Sí -su expresión se torció e hizo un esfuerzo obvio por controlarla-. He tenido una reunión con tu padre.

– ¿Sobre qué?

– Sobre nada -dijo rápidamente.

Tan rápido que Gina supo que ocurría algo. Y conociendo a su padre, podía ser cualquier cosa.

Pero era obvio que Adam no iba a hablar del tema, así que decidió reservar su curiosidad para después. Se lo sacaría a su padre. Adam se acercó, apoyó los antebrazos en el travesaño superior de la valla y entrecerró los ojos. La dirección del viento cambió de pronto y ella recibió una ráfaga de aire impregnado con su aroma. Olor a hombre y a jabón. Gina notó que le costaba seguir respirando.

– Parece que hay un nuevo miembro en tu yeguada -dijo él, señalando al potrillo.

– Llegó anoche -Gina sonrió y miró al potrillo mamando-. Bueno, de madrugada. Estuve levantada hasta las cuatro de la mañana, por eso hoy parezco la novia de Frankenstein.

Se llamó idiota en cuanto acabó de hablar. No lo veía desde el funeral de su familia y sólo se le ocurría llamarle la atención sobre su horrible aspecto. Fabuloso.

– Yo te veo muy bien -dijo él, casi como si le molestara admitirlo.

– Sí. Seguro -Gina rió, acarició a Shadow una última vez y trepó sobre la valla.

Supo de inmediato que debería haber caminado hacia la puerta. Estaba demasiado cansada para que fuera una maniobra grácil y fluida.

La punta de su bota se enganchó en el travesaño inferior. Tuvo un segundo para pensar.

«Perfecto. Estoy a punto de caer de bruces en el barro, delante de Adam. ¿Podría ser peor?».

La mano de Adam aferró su brazo y la sujetó hasta que recuperó el equilibrio.

– Gracias… -sacudió la cabeza para apartarse el cabello del rostro y miró sus ojos de color chocolate. Se le secó la boca.

El calor de la mirada de Adam la desconcertó. Era como someterse a un lanzallamas. Con la sangre bullendo en las venas, la respiración agitada y el estómago hecho un nudo, se limitó a mirarlo. Sentir su mano en la piel incrementaba aún más el calor que sentía.

– Ven a cenar conmigo -dijo Adam, justo cuando ella se preguntaba cómo iba a justificar haberse quedado paralizada como una estatua.

Capítulo 3

Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Una vez dichas, Adam se preguntó: «¿Por qué diablos no?».

Se había sorprendido a sí mismo y, a juzgar por la expresión de Gina, a ella también. Lo cierto era que no había esperado sentir una oleada de algo caliente y pulsante recorrer su cuerpo al mirarla. Lo había pillado desprevenido.

Gina Torino era deliciosa. No lo había notado la última vez que la vio. Pero en ese momento, verla le hizo sentir algo contra lo que se había creído inmunizado. Y era lo bastante hombre como para disfrutar de la corriente de lujuria que invadió su cuerpo.

Mientras ella lo miraba con sus ojos dorados, él volvió a oír la oferta que le había hecho su padre. Con el deseo tronándole en las venas, se dijo que quizá debería pensarse mejor lo de rechazarla automáticamente. No sería tanto castigo hacer a Gina Torino su esposa.

Le costaba creer estar considerando la posibilidad pero, al fin y al cabo, no tenía que ser algo eterno. No tenía por qué haber un bebé. Sólo tendría que casarse con Gina para conseguir la tierra que tanto deseaba. Después se divorciaría de ella, dándole una compensación adecuada, y todos contentos.

Tal vez estuviera tan loco como Sal. Pero, por otro lado, Adam siempre había sido capaz de evaluar una situación desde todos los ángulos y, después, de actuar de forma que saliera vencedor. Esa vez no tenía por qué ser distinto.

No era como si pretendiera engañar al viejo Sal. Era él quien había sugerido el alocado plan. Sólo quedaba Gina por considerar.

Y, diablos, cuando la miró de arriba abajo y vio sus brillantes ojos dorados, su sonriente y carnosa boca, los generosos senos oprimiendo la tela de la camisa vaquera, las caderas redondeadas y las largas piernas embutidas en vaqueros gastados… A cualquier hombre se le haría la boca agua. El efecto que estaba teniendo en él bastaba para hacerle considerar la propuesta de Sal.

– Pareces sorprendida -dijo, al comprender que llevaban varios minutos en silencio.

– Lo estoy -se frotó las palmas en los muslos, más por nervios que para limpiárselas-. Ni siquiera he hablado contigo en los últimos cinco años, Adam.

Cierto. Él no era un hombre sociable, al contrario que sus hermanos. Y en los últimos años se había alejado aún más de sus vecinos.

– He estado ocupado -dijo.

Ella se rió y la musicalidad del sonido pareció atravesarlo como una cuchillada. Adam se preguntó qué le estaba ocurriendo. Podía manejar la lujuria y utilizarla en su provecho, pero no buscaba sentirse intrigado o cautivado por ella.

Lo cierto era que la deseaba. Y tras años de no sentir nada, esa oleada de lujuria era más que agradable. Sólo tenía que recordarse el objetivo final: la tierra. Se casaría con Gina, disfrutaría y, cuando acabara con ella, se divorciarían; su lujuria quedaría satisfecha y tendría su tierra.

– Ocupado -ella sonrió-. Durante cinco años.

– ¿Y tú? -inquirió él, encogiendo los hombros.

– ¿Yo, qué?

– ¿Qué has estado haciendo?

Ella enarcó las cejas y ladeó la cabeza.

– Cinco años de noticias van a necesitar cierto tiempo.

– Pues que sea durante la cena.

– Antes tengo que hacerte una pregunta.

– Claro -Adam pensó que las mujeres siempre tenían preguntas.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué invitarme a cenar? -se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Arqueó la espalda y sus senos tensaron el tejido de la camisa-. ¿Por qué ahora, de repente?

Adam arrugó la frente. Comprendió que iba a hacerle esforzarse para obtener su cita.

– Mira, no es importante. Te he visto y hemos hablado. Te lo he pedido. Si no quieres aceptar, no tienes más que decirlo.

Ella lo contempló unos segundos y Adam supo que no iba a rechazarlo. Estaba intrigada. Y más aún, sentía la misma corriente eléctrica que estaba sintiendo él. Lo veía en sus ojos.

– No he dicho eso -dijo ella. Él comprobó que aún sabía leer a la gente-. Sentía curiosidad.

– Tenemos que cenar -encogió los hombros con indiferencia-. ¿Por qué no hacerlo juntos?

– Vale. ¿Adónde vas a llevarme?

Adam pensó que nada iba según sus planes. Había ido al rancho Torino buscando un trato. Parecía que acabaría obteniéndolo, aunque no sería el que había buscado.


Gina bailaba por dentro. No podía creer que Adam King se hubiera fijado por fin en ella. Durante un instante se concentró sólo en eso, después volvió a la cruda realidad. Tenía que preguntarse a qué se debía. Conocía a Adam desde siempre y hasta cinco minutos antes ni siquiera había reconocido su existencia excepto con algún que otro «hola».

Desde la muerte de su familia, cinco años antes, Adam había sido casi un recluso. Se había alejado de todo excepto de su rancho y sus hermanos. ¿Por qué de repente se convertía en Don Encanto? Un nudo de suspicacia se asentó en su estómago, pero eso no impidió que su corazón siguiera repiqueteando bullicioso.

– ¿Qué te parece el Serenity? -sugirió él.

Era un restaurante de la costa en el que casi era imposible conseguir reserva. Adam se estaba esmerando de verdad.

– Suena bien -dijo ella, aunque en realidad pensaba: «Suena fabuloso, lo estoy deseando, ¿por qué has tardado tanto?».

– ¿Mañana por la noche? ¿A las siete?

– De acuerdo. A las siete -en cuanto accedió vio un destello satisfecho en los ojos de color chocolate y la sospecha ascendió de su estómago a su mente, agitando los brazos para reclamar su atención. Con éxito-. Pero me gustaría saber a qué se debe la inesperada invitación.