Lo había arrinconado. Él no había esperado que conociera la propuesta de su padre, y menos que saliera con una propia. La idea de que en unos meses podría devolver al rancho de la familia King su extensión inicial era muy tentadora.
Tenía que quitarse el sombrero ante Gina. Le ofrecía un trato interesante. Además, el que ella obtuviera algo a cambio le hacía sentirse menos desalmado.
Sin embargo, ni siquiera se había planteado una nueva paternidad. Un dolor que se negaba a reconocer latió en su interior. Sólo duró un momento. Llevaba años aprendiendo a distanciarse de la angustia emocional.
Se dijo que no sería un matrimonio real, ni una familia genuina. Sería algo muy diferente. Gina lo conocía. Ella no deseaba un esposo más de lo que él deseaba una esposa. Ella quería un bebé, él quería su tierra. Un trato favorable para ambos. Sólo tendría que estar casado unos meses con una mujer muy deseable.
No podía ser tan malo.
– ¿Y bien, Adam? -inquirió ella con voz suave-. ¿Qué me dices?
Él se puso en pie y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse. Cuando ambos estuvieron de pie, estrechó su mano.
– Gina, acabas de hacer un buen trato.
Capítulo 5
Todo fue muy rápido después de eso.
Unos días después, Adam obtuvo la licencia matrimonial; por lo visto, ser uno de los hombres más ricos de California tenía sus ventajas. Adam tenía prisa por cerrar el trato, así que no hubo tiempo para celebrar la gran boda con la que siempre había soñado la madre de Gina.
En vez de eso, Adam, Gina y sus padres fueron a Las Vegas en uno de los jets de los King.
– No es exactamente la boda con la que sueñan las niñas de pequeñas -susurró Gina para sí, mirando el lujoso jardín interior en el que se estaba celebrando la ceremonia.
Las paredes estaban pintadas de color azul cielo, salpicado de algodonosas nubes blancas. Había altos pedestales con elegantes ramos de flores de seda y la alfombra blanca que llevaba hasta el altar aún dejaba entrever las pisadas de la pareja que acababa de casarse. Por los altavoces sonaba música clásica. Gina apretó con fuerza el ramo de novia, cortesía de la casa.
Se alegró de haber insistido en hacer algunas compras previas en San José. Se sentía muy guapa con el vestido amarillo intenso que lucía y eso le daba fuerzas y confianza en sí misma.
– ¿Estás segura de esto, Gina?
Ella volvió la cabeza hacia su padre y tragó saliva antes de contestar:
– Sí, papá. Estoy segura.
Por supuesto que lo estaba. Llevaba enamorada de Adam King desde siempre. Hacía años que soñaba con ese día. Cierto que, en esos sueños, Adam también la amaba a ella. El novio sonreía feliz, rodeado por sus hermanos, y miraba a Gina con ojos llenos de deseo.
Así que la realidad era un poco decepcionante. Aun así, iba a casarse con Adam. Miró hacia el altar, donde esperaba el novio.
Era un trato de negocios, desde luego. Adam iba a conseguir su tierra y, ella, el bebé que anhelaba. Pero en los últimos días había empezado a imaginar un final algo distinto. Si estaba dispuesta a arriesgar su corazón, tal vez pudiera conseguir lo que siempre había deseado.
Sólo tenía que encontrar la manera de derrumbar las defensas de Adam. Se le encogió el estómago al pensarlo. Habiendo llegado tan lejos, tenía sentido ir un paso más allá. Sólo necesitaba tiempo. Estaba segura de que, una vez estuvieran casados, él vería la verdad que ella siempre había sabido: que podían ser una gran pareja.
Tragó aire cuando ese pensamiento cruzó su cerebro, provocándole una descarga de adrenalina.
– No tienes buena cara, cielo -dijo su padre.
– Estoy bien, papá. En serio. ¿Ves? -le ofreció una sonrisa esplendorosa que, por suerte, a su padre no le pareció forzada-. Acabemos con esto, ¿de acuerdo?
– Sí -dijo él-. Tu madre parece angustiada.
Gina la miró de reojo y pensó que era verdad. Tenía aspecto de querer echarle a Adam un sermón sobre cómo tratar a su hija. Mejor evitarlo. Teresa Torino ya estaba bastante irritada con la idea de que Gina se casara con un hombre que, en su opinión, no la quería.
El cuarteto de cuerda empezó a tocar la Marcha nupcial. Gina, con el estómago hecho un nudo, inició el camino hacia el altar, del brazo de su padre.
Cada paso la alejaba de la vida que conocía y la acercaba a la que siempre había deseado.
Los ojos chocolate oscuro de Adam contemplaron su avance. Tenía el rostro tenso y sus labios no se curvaron con la sonrisa que ella había esperado. Su mirada era firme, pero inexpresiva. Gina deseó que la de ella tampoco desvelara sus emociones y pensamientos.
Ya en el altar, Sal puso la mano de Gina en la de Adam y se retiró para reunirse con su esposa.
Adam le ofreció una leve sonrisa que no palió en absoluto la indiferencia de sus rasgos.
El pastor empezó a hablar, pero ella sólo oía el tronar de su corazón. Sin embargo, captó las palabras más importantes. Las que cambiarían su vida, al menos, por un tiempo.
– Sí, quiero -dijo Adam. Gina se estremeció con el impacto de esas dos palabras.
Luego llegó su turno. Notó la enorme mano de Adam sobre la suya y se concentró en el pastor. Era su última oportunidad de dar marcha atrás. O el principio de la apuesta más grande de su vida.
El pastor dejó de hablar y siguió una larga pausa. El silencio en la capilla le pareció atronador. Notó que Adam la observaba, esperando su respuesta.
– Sí, quiero -dijo por fin. Fue como si la sala tomara aire y lo soltara de golpe, con alivio.
Adam le puso un anillo en el dedo y, mientras el pastor finalizaba la breve ceremonia, Gina miró su mano. Una ancha banda de oro brilló ante sus ojos. No había piedras engarzadas ni ningún detalle grabado que proclamase un vínculo compartido por dos personas.
Era una alianza sencilla.
Impersonal.
Como su matrimonio.
Entonces Adam le puso la mano en los hombros, la atrajo y le dio un beso rápido y firme, sellando el trato que Gina deseó no acabara convirtiéndose en una pesadilla para ambos.
Por primera vez en demasiado tiempo, Adam se sentía como si hubiera perdido el control de una situación. Y no le gustaba nada.
Sin embargo, allí estaba, en la suite presidencial de Dreams, el hotel más nuevo y opulento de Las Vegas, esperando a que su esposa se reuniera con él.
– Esposa -movió la cabeza y se sirvió una copa del champán que había refrescándose en una cubitera de plata, sobre la mesa del balcón privado de la suite. Si había un momento en el que un hombre necesitara un trago, era ése.
Tomó un sorbo y miró la panorámica. En la distancia se veía la sombra púrpura de las montañas, coronadas por las primeras estrellas que se encendían en el cielo nocturno. El ocaso aún teñía de anaranjado el horizonte. En las calles, montones de luces de colores brillaban como joyas en un cofre del tesoro.
Vista desde una trigésima planta, Las Vegas era una belleza. Adam sabía que de cerca era mucho más fácil percibir los fallos y fealdades de la ciudad. Algo muy parecido a lo que sucedía con su matrimonio. Tomó un largo sorbo del frío y burbujeante vino. Desde la distancia, la gente asumiría que Gina y él se habían entregado a la pasión. Sólo ellos sabrían la fría y dura verdad.
– Que eres un tipo duro y desalmado -masculló para sí-. Dispuesto a utilizar a una mujer para conseguir lo que deseas. Dispuesto a crear un nuevo ser y alejarte de él sin pensarlo dos veces.
Sorprendentemente, ese toque de realidad molestó a Adam más de lo que había esperado. Se frotó la mandíbula y dejó que su vista se perdiera en la noche, recordándose que la idea había sido de Gina. Ella no era una víctima, sino una parte interesada.
Sonó su teléfono móvil y Adam lo agarró, agradeciendo tener algo que lo distrajera de sus pensamientos. Resopló al mirar la pantalla.
– ¿Qué ocurre, Travis? -preguntó.
– ¿Qué ocurre? -repitió su hermano-. ¿Estás de broma? Acabo de hablar con Esperanza y me ha dicho que estabas en Las Vegas, casándote.
Adam suspiró. Su ama de llaves era una bocazas.
– Es cierto.
– Con Gina.
– Correcto.
– ¿Acaso mi invitación se perdió en el correo? -exigió Travis.
Adam dejó la copa sobre la barandilla de piedra y metió la mano libre en el bolsillo.
– Ha sido una ceremonia íntima.
– ¿Sí? He oído que sus padres estuvieron allí.
– Ya no están. El jet los llevó de vuelta a casa esta tarde.
– Ya. ¿Alguna razón para que no desearas que asistiera tu familia?
– No es lo que piensas.
– ¿En serio? Porque lo que pienso es que te has casado con una cría a la que conocemos de toda la vida sin molestarte en decírselo a tus hermanos.
– No es una cría -aseveró Adam-. Hace mucho que dejó de serlo. ¿Desde cuándo os informo a Jackson y a ti de mis movimientos?
– No lo haces -contraatacó Travis-. Pero algo me huele mal, Adam. Esta boda tuya, ¿no tendrá nada que ver con esa maldita parcela?
Siguió un largo silencio, mientras Adam intentaba controlar un arranque de mal genio.
– Eres un auténtico bastardo, ¿es eso? -masculló Travis.
– Ella sabía lo que hacía -Adam llevaba repitiéndose eso mismo desde el momento en que aceptó la propuesta de Gina.
– Lo dudo.
Adam sacó la mano del bolsillo y se mesó el cabello. Miró a su espalda para comprobar que Gina no hubiera salido del cuarto de baño.
– La verdad, Travis, nadie diría que tú eres un paladín del buen trato a las mujeres.
– Eso no viene al caso -le espetó su hermano.
– Claro que viene al caso. Yo no te digo que dejes de lucirte con jovencitas por ahí, ni que evites a los malditos paparazzi que te siguen a todas partes. Así que no te metas en mi vida, hermanito.
– Si le haces daño a Gina, su padre convertirá tu vida en un infierno -le advirtió Travis.
– ¿Esa vida que ahora es un lecho de rosas?
– Maldición, Adam -suspiró su hermano-. ¿Cuándo diablos te volviste tan frío?
– ¿Cuándo no lo fui? -Adam cerró el teléfono antes de que Travis volviera a hablar. Después lo apagó para que Jackson no pudiera llamarlo. No necesitaba escuchar lo que pensaban sus hermanos. Lo sabía. Y le importaba muy poco.
Gina y él eran adultos. Su matrimonio, fuera como fuera, era sólo asunto suyo.
– Vaya -dijo Gina, a su espalda-. Tienes aspecto de querer morder a alguien.
Él se dio la vuelta, asumiendo la expresión serena e inescrutable que utilizaba con todo el mundo, excepto con sus hermanos. Pero, aunque luchó por distanciarse, verla provocó una llamarada de lujuria en su bajo vientre.
Iluminada por la tenue luz del balcón, parecía casi de otro mundo. El camisón era corto, le llegaba a medio muslo. El tejido de satén, de color rojo oscuro, se pegaba a su piel, dibujando cada curva y exponiendo unas piernas interminables. La parte superior era de encaje y recogía sus senos como las manos de un amante. El cabello colgaba suelto sobre sus hombros, en una cascada de rizos revueltos. Olía a gloria, a melocotones y flores, y la sonrisa que le ofreció fue incitante y nerviosa al mismo tiempo.
– Estás bellísima -dijo.
– Me siento ridícula -su sonrisa se ensanchó.
Se puso una mano sobre el estómago, como si intentara apaciguar un revoloteo interno, y Adam se preguntó si estaría arrepintiéndose de haber hecho la oferta que los había llevado allí.
Le sirvió una copa de champán y se la ofreció. Sus dedos se rozaron y él sintió que le abrasaban la piel. Decidió ignorar la sensación.
– ¿Por qué ridícula?
Ella encogió los hombros y señaló el camisón.
– Me compré esto especialmente para esta noche y supongo que fue una tontería. No es que sea una noche de bodas normal, ¿verdad?
– No -concedió él. No podía dejar de mirarla. La curva de sus senos. La forma de sus pezones, apretándose contra el encaje-. No lo es. Pero sí es el principio de nuestro trato.
– Cierto -tomó un sorbo de champán. Después se lamió el labio inferior y Adam sintió que todo él se tensaba.
– Y, por lo que a mí respecta, te aseguro que aprecio tu talento haciendo compras.
Los ojos de ella se agrandaron y sonrió.
– Gracias -salió al balcón y admiró la vista-. Es una maravilla, ¿verdad?
– Sí que lo es -dijo él. Pero no miraba el desierto iluminado por luces de neón y las montañas en el horizonte. La miraba a ella. Tomó otro sorbo de champán, a ver si el vino helado le refrescaba la sangre un poco. No tuvo suerte.
– Gracias por traer a mis padres hasta aquí y devolverlos a casa -dijo ella, volviendo la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
Él hizo un gesto de indiferencia. No le había importado llevar a Sal y a Teresa con ellos, pero tampoco verlos marchar. Sobre todo a Teresa. La mujer lo había taladrado con la mirada durante todo el día.
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