A pesar de que una parte de ella se dolía por esa falta, las intensas sensaciones de su cuerpo la compensaban con creces. Se perdió en las profundidades oscuras de los ojos de Adam, viendo la pasión que llameaba en ellos y que sabía que ella había provocado.

La tensión creció y creció. Sintió una convulsión y, cuando volvió a descender sobre él, llegó el primer estallido.

– ¡Adam! -se aferró a sus hombros, intentando mantener el equilibrio en un mundo de repente caótico.

– Déjate ir -ordenó él con voz ronca-. Déjate ir, Gina.

Ella no pudo evitarlo. Ni siquiera lo intentó. Se rindió a las increíbles sensaciones que surcaban su cuerpo en oleadas de temblores y escalofríos.

Cuando Gina creyó que no podría seguir ni un momento más, Adam deslizó la mano hacia el punto en el que sus cuerpos se unían. Volvió a frotar el tierno botón que parecía formado por multitud de terminaciones nerviosas y eléctricas. Instintivamente, clavó las caderas contra él.

– Adam… -susurró con placer.

– Otra vez -dijo él, llevándola a lo más alto de nuevo. La mente de Gina estalló en mil pedazos y, cuando se sintió caer en el vacío, el gruñido ronco de Adam le indicó que la acompañaba en esa interminable caída libre.


El corazón de Adam estaba desbocado y su cuerpo se sentía más relajado que en muchos años. Giró la cabeza en la almohada para mirar a la mujer que yacía a su lado. Tenía los ojos cerrados, con un brazo estirado sobre la cabeza y el otro tendido hacia él por encima del colchón.

Su piel era más suave que la seda y, su cabello, un amasijo de rizos que no se cansaba de acariciar. Sus suspiros, su placer, lo tentaban a tomarla una y otra vez. Incluso en ese momento, sólo con mirarla, su cuerpo se endurecía por ella.

– Estás observándome.

– Tienes los ojos cerrados -dijo él-. ¿Cómo lo sabes?

– Lo siento -dijo ella, y giró la cabeza para mirarlo. Una sonrisa curvó su deliciosa boca y Adam sintió otra llamarada de deseo. Pensó que tal vez el trato no fuera tan buena idea; en una hora con ella había sentido más que en los últimos cinco años.

– Ahora estás frunciendo el ceño -dijo Gina, poniéndose de costado. La luna hacía resplandecer su piel lisa y bronceada-. Los ceños no están permitidos.

– No sé si podré complacerte -dijo él.

– Adam, no tienes por qué estar preocupado -suspiró ella, echándose la masa de rizos por encima del hombro.

– ¿Qué te hace creer que estoy preocupado?

La risa cristalina de Gina llenó la habitación.

– Por favor. Sé exactamente lo que estás pensando.

– ¿En serio? -se apoyó sobre un codo y la miró-. ¿Qué estoy pensando? -sonrió.

– Es fácil. Te preocupa haber cometido un error al aceptar este trato.

Él abrió la boca para discutir; odiaba que supiera leerlo tan bien. Pero ella volvió a hablar.

– Te preocupa que tenga ideas románticas, que tenga la esperanza de que te enamores de mí.

Él frunció el ceño aún más porque era verdad. Pero no estaba dispuesto a admitirlo.

– Te equivocas. Sé que no harás nada tan estúpido -al menos esperaba que no lo hiciese-. Al fin y al cabo, el trato fue idea tuya.

– Cierto -sonrió y se tumbó sobre el estómago, acercándose más a él. Lo bastante como para que él no pudiera resistirse a acariciar la línea de su columna y la curva de su trasero, preguntándose por qué diablos no había marcas de bañador y si tomaba el sol desnuda.

– ¿Por qué? -preguntó Adam.

– ¿Por qué, qué? -los ojos dorados brillaron en la oscuridad.

– ¿Por qué me ofreciste el trato? Sé que quieres un bebé, eso lo entiendo. Lo que quiero saber es por qué me elegiste a mí.

Ella se estiró perezosamente y el movimiento sinuoso del cuerpo moreno en las sábanas blancas hizo que a Adam volviera a hervirle la sangre.

– La explicación es sencilla, Adam. Querías la tierra, así que eso me daba cierta ventaja…

– Sí… -Adam quería oír más.

– Te conozco de toda la vida, Adam. Me gustas. Y creo que yo te gusto a ti.

Él asintió. Gina le gustaba, pero no le había prestado atención a lo largo de los años. Era más joven que él, así que no habían pasado mucho tiempo juntos de niños. Cuando crecieron, él había tenido otras prioridades.

– Así que era la solución perfecta para ambos -alzó una mano y acarició su pecho-. Además… creo que tendremos un bebé precioso.

Una punzada fría y oscura taladró la mente de Adam. Una vez se había jurado que no tendría más hijos, que no volvería a arriesgarse. Desechó la idea porque la situación era especial. Había hecho un trato y lo honraría. El niño que concibieran Gina y él no sería parte de su vida. No lo conocería, ni lo amaría, ni lo perdería. Lo mejor era no pensar en ese tema.

– Lo siento -murmuró Gina.

– ¿El qué?

– Hablar del bebé que deseo debe de hacerte recordar a tu hijo.

Adam se quedó paralizado. Sus rasgos se tensaron. Los recuerdos asaltaron su mente, pero los rechazó. Lo hacía con tanta facilidad como pulsaba el botón del mando a distancia de la televisión. Había tenido mucha práctica.

– No hablo de él. Nunca -Adam pensó que era mejor dejar claro que el hijo que había perdido cinco años antes era un tema tabú.

Los ojos de ella brillaron compasivos y eso lo irritó. No quería que tuviese lástima de él.

– Lo entiendo.

– Eso es imposible.

– De acuerdo, tienes razón -dijo Gina tras unos segundos de silencio-. No lo entiendo. Espero no tener que sufrir nunca la clase de dolor que tú…

Él agarró su mano y la apretó con fuerza para hacerla callar. No sabía cómo diablos había surgido el tema de su familia perdida. Su trato se limitaba al sexo, nada más.

– ¿Qué parte de «no hablo de él» no has entendido?

Ella liberó su mano, se incorporó en la cama y se inclinó hacia él. Escrutó sus ojos como si buscara algo, algún atisbo de calidez oculta en su interior. Adam podría haberle dicho que no se molestara en buscar.

– Comprendido, Adam -lo besó con suavidad-. Ese tema está prohibido.

– Bien.

– Además, no quiero hablar -Gina acarició su mejilla y se acercó más a él.

– Eso está mejor que bien.

Una sola caricia había hecho que su cuerpo volviera a estar listo para ella. Llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Había sido un recluso durante cinco años, con sólo alguna aventura ocasional para sofocar necesidades apremiantes.

Eso explicaba su respuesta ante Gina. Era biológica, nada más. No tenía que ver con ella, era sexo, puro y duro.

Siguió repitiéndose eso mientras inhalaba su aroma y enredaba la mano en su cabellera. Lo repitió cuando tomaba su boca y paladeaba la inigualable dulzura de Gina.

No permitiría más que eso.

Ella intentó girar hacia sus brazos, pero él la mantuvo boca abajo para besar su espalda de arriba abajo. Piel suave de color miel tostada, líneas fluidas y curvas generosas. Oyó su suspiro cuando acarició sus nalgas. La miró y vio que tenía los ojos cerrados y los puños sobre los almohadones.

– Tenemos toda la noche, Gina -dijo. Quería disfrutar cada segundo. Quería sentirla sobre él y bajo él. Saborear y explorar cada glorioso centímetro de su cuerpo, y volver a empezar.

Una llamarada de fuego calentó su sangre y supo que tenía que hacerla suya. No era momento de pensar ni de preocuparse por el día de mañana ni por el siguiente. No perdería más tiempo.

Le dio la vuelta y sonrió al ver cómo abría los brazos para recibirlo. Aceptó su abrazo, cubrió su cuerpo con el suyo y ella alzó las caderas para que la penetrara hasta lo más profundo. Para retenerlo envuelto en su calor. Adam cerró su mente a todo lo que no fuera eso.

Se movieron juntos, con un ritmo que los dejó sin aliento. Sus cuerpos hicieron música, sus mentes se vaciaron y, cuando Gina se rindió al primer espasmo de placer, Adam la sujetó, observando sus ojos nublados de pasión, y se entregó al paraíso que también lo esperaba a él.

Capítulo 7

Gina estaba segura de que había engordado tres kilos en cuatro días, gracias a Esperanza Sánchez, el ama de llaves de Adam. La mujer estaba tan contenta de verlo casado de nuevo que no había dejado de guisar en toda la semana. Y cada vez que Gina intentaba ayudar en la cocina, ordenar la sala o limpiar el polvo, la echaba de la habitación y le decía que fuera a pasar tiempo con su nuevo esposo.

Eso no era tan fácil como sonaba.

Esperanza estaba empeñada en que Gina se sintiera como en casa, pero Adam no parecía igualmente dispuesto. Gina, ante el espejo del dormitorio que compartía con Adam, contemplaba el reflejo de la enorme cama que había tras ella. Ése era el único lugar en el que se sentía como si Adam se alegrara de su presencia.

– Al menos le gusta tenerme en su cama -masculló, intentando centrarse en lo positivo.

Al menos había pasión y conectaban de vez en cuando, aunque sólo fuera de forma física.

– Lamentable, Gina, lamentable -movió la cabeza y echó un vistazo a su imagen. Admitió que no parecía una mujer fatal. Con vaqueros gastados, botas y camiseta rosa, parecía una vaquera más que una recién casada. Llevaba el pelo recogido atrás en una larga trenza.

Había tenido grandes esperanzas con respecto a su trato, pero Adam estaba resultando más difícil de manejar de lo que había creído. Parecía empeñado en mantener las distancias y en que su relación fuera lo más superficial posible, a pesar de que estaban casados y vivían juntos.

Gina abrió las puertas que daban a la terraza y salió. El cielo matutino era de un color azul intenso, pero se veían nubes de tormenta acumulándose sobre el océano. Pensó que era una metáfora perfecta para describir su matrimonio.

Hacía casi una semana desde su regreso de Las Vegas y era como si la breve «luna de miel» no hubiera tenido lugar. Apoyó ambas manos en la barandilla y curvó los dedos sobre el hierro templado por el sol. En cuanto llegaron al rancho, Adam se había encerrado en sí mismo. Ella se había sentido como si fueran una pareja durante el par de días y noches que pasaron en Las Vegas. Pero era como si Adam hubiera pulsado el botón de apagado y volviera a ser el recluso de los últimos cinco años. Apenas lo veía durante el día y siempre estaba distante, aunque cortés. Sólo se abría a ella durante la noche.

Entonces era el hombre con el que siempre había soñado. Se entregaba y recibía. Cada vez era mejor que la anterior. De hecho, el sexo era increíble. Gina nunca había disfrutado igual. Pero si lo único que compartían era el sexo, tal vez no hubiera nada más entre ellos por lo que mereciera la pena luchar.

– Sigue así, Gina -masculló-. Deprímete.

Entrecerró los ojos contra el sol y observó a Adam caminar con pasos largos hacia el establo. Una vez se lo tragaron las sombras, Gina suspiró, preguntándose qué estaría haciendo, qué pensaría. No hablaba con ella. No compartía sus planes para el día. No le permitía saber lo que le pasaba por la cabeza. Era como si ella fuera una huésped en el rancho, una invitada que pronto se iría.

Se le escapó otro suspiro. Apoyó los codos en la barandilla y estudió la banda de oro que lucía en el dedo. No era una invitada, era su esposa. Al menos, de momento.

Hasta que se quedara embarazada.

Ésa era la razón de que siguiera utilizando su diafragma. Un pinchazo de culpabilidad la aguijoneó. Admitió para sí que lo que estaba haciendo no era justo, técnicamente hablando. Pero estaba dispuesta a arriesgarlo todo por la oportunidad de alcanzar el amor verdadero. Incluso si eso implicaba que Adam descubriera su estratagema algún día. Si llegaba el caso, confesaría y esperaría que lo entendiera.

Todas las noches él se esforzaba por dejarla embarazada, sin duda para poner fin al matrimonio y enviarla de vuelta a casa. No tenía ni idea de que estaba saboteando el trato que ella misma había propuesto.

– Gina, esto podría ser mucho más difícil de lo que habías previsto -pensó que, incluso podría ser imposible. Pero no iba a rendirse tan pronto.

Ya antes de la boda había tomado la decisión de seguir utilizando el diafragma. Quería un bebé, el bebé de Adam. Pero también quería la oportunidad de que Adam deseara seguir con ella cuando acabara el trato. Necesitaba tiempo para que se acostumbraran el uno al otro. Tiempo para que él comprendiera que podía haber algo muy especial entre ellos.

Tiempo para que se enamorase de ella.

Era un riesgo, sin duda. Pero si conseguía su objetivo, habría merecido la pena.

Mientras su mente recorría esos caminos ya tan trillados, vio un deportivo rojo acercarse hacia la casa. Antes de que pudiera preguntarse quién sería el visitante, otro vehículo tomó la carretera que llevaba al rancho: un enorme remolque para caballos.

– ¡Están aquí! -entusiasmada, entró al dormitorio.