– No, pequeña. No diré nada hasta que esté seguro de que es tuya. No quiero ocasionarte una nueva desilusión. William Smythe, uno de los secretarios del rey, dice que hay otro interesado en la compra de Melville. Todavía no sé si es cierto o si Smythe me lo dijo para subir el precio y así ganar un poco más de dinero, además del generoso soborno que ya tiene en su bolsillo. Esos funcionarios de bajo rango suelen ser codiciosos y despiadados. No deseo que me engañen ni me tomen tonto, porque eso podría afectar de manera negativa los negocios que llevo adelante desde hace años con tu madre. Mañana me encontraré con él y trataré de concluir la negociación.

– Gracias, tío. Nunca nadie ha sido tan bueno conmigo. Mamá siempre dice lo mismo de ti.

– Es que son mi única familia. Me sentiría perdido sin ustedes revoloteando a mi alrededor.

Inmediatamente después de la misa y antes del desayuno, el señor de Otterly se reunió con el secretario del rey. Había otro hombre con él, vestido con sobriedad, con el rostro bronceado de quien suele trabajar al aire libre. Por un instante, el desconocido se quedó boquiabierto mirando a lord Cambridge, ataviado con magnificencia.

– Buenos días, señor Smythe. Supongo que está listo para comenzar la negociación -dijo Thomas Bolton alegremente mientras saludaba al otro hombre.

– Le presento a Robert Burton, secretario y agente del conde de Witton, milord. Él también hará una oferta por la propiedad de lord Melvyn. ¿Le molestaría comenzar con su propuesta, milord? -El secretario sonrió y eso sorprendió a lord Cambridge. Era la primera vez que veía sonreír a un secretario del rey.

– Ciento cincuenta guineas -expuso Thomas Bolton. Consideraba que era un precio más que generoso y no estaba en sus planes tratar de ahorrar en esta compra.

– Doscientas guineas -contra ofertó el agente.

– Trescientas guineas -replicó lord Cambridge.

Robert Burton sacudió la cabeza y agregó:

– No puedo ofrecer más de lo que tengo, señor.

– Entonces, la propiedad queda en manos de lord Cambridge. ¿Puedo ver su dinero, milord?

Thomas Bolton extrajo una gran cartera de cuero y se la alcanzó al secretario.

– Cuéntelo, y tome diez guineas para usted. Pensaba pagar más, si era necesario, pero el conde de Witton, por suerte, no pensaba lo mismo. Esperaré hasta que haga la cuenta y terminemos con la compra.

– Milord, ¿puedo preguntarle para qué desea esa propiedad? -inquirió Robert Burton con delicadeza.

– Es un regalo para un familiar -dijo lord Cambridge en voz baja.

El agente asintió.

– Mi amo va a estar muy desilusionado -repuso. Luego, con una ligera reverencia, procedió a retirarse del cuarto.

– Me gustaría hablar con usted en privado, señor Burton -lo llamó Thomas Bolton. Mientras cerraba la puerta, el agente alzó su mano para indicar que lo había escuchado-. ¿Qué sabe usted de ese conde de Witton? -preguntó lord Cambridge al secretario Smythe.

– Casi nada, milord. Sé que ha estado al servicio de Su Majestad, pero no conozco ningún detalle más. Para mí, es un absoluto desconocido. -Terminó de apilar varias columnas de monedas que había extraído de la bolsa de cuero. Luego, lentamente, contó las diez guineas adicionales. Con sumo cuidado, cerró la cartera y se la devolvió a Thomas Bolton, junto con un billete de compra y la escritura de la propiedad.

Lord Cambridge tomó todos los papeles con una sonrisa,

– ¿Está satisfecho con su puesto al servicio del rey, Smythe?

– Es difícil para una persona de mi posición progresar todo lo que desearía. No soy uno de los hombres del cardenal. Lord Willoghby, el hombre que desposó a María de Salinas, una amiga de la reina, me recomendó hace varios años para este puesto. Pero no conozco a nadie con el poder suficiente como para ayudarme a mejorar mi situación.

– Smythe, no ha contestado mi pregunta. ¿Está satisfecho de estar al servicio del rey? ¿O preferiría un empleo en otra parte donde tuviera más responsabilidad y reconocimiento? -insistió lord Cambridge.

– Si existiera un puesto así y me lo ofreciera un amo respetable, podría abandonar sin ningún cargo de conciencia el servicio de Su Majestad. No soy una figura importante.

– Yo tampoco soy un hombre importante. Pero soy un caballero rico que se dedica al comercio y a quien le vendría muy bien alguien como usted. Debemos volver a conversar, William Smythe, antes de que regrese al norte. ¿Le molestaría vivir en Cumbria?

– En absoluto, milord -dijo el maestro Smythe y sonrió por segunda vez en el día. Estaba sorprendido de que lord Cambridge recordara su nombre de pila, y de pronto pensó que, pese a sus aires de dandy, Thomas Bolton era uno de los hombres más inteligentes y astutos que conocía.

Lord Cambridge se despidió; salió del cuarto del secretario y se dirigió al corredor donde se encontró con Robert Burton.

– Gracias por esperarme. Vayamos a algún lugar donde podamos hablar en privado. -Encontraron un cuarto alejado con una ventana que daba a un patio interior-. Bien, señor Burton, cuénteme algo sobre su amo, el conde de Witton. ¿Ha servido al rey en alguna ocasión? ¿Y por qué deseaba las tierras de lord Melvyn?

Robert Burton titubeó. Había esperado a Thomas Bolton por mera curiosidad, pero, a la vez, estaba ansioso por comunicarle a su amo el resultado de la negociación.

– Vamos, señor Burton -lo animó lord Cambridge en voz baja-. Sabré cómo mitigar su desilusión si me da las respuestas correctas. ¿El conde está casado?

– No, señor -respondió de inmediato.

– ¿Cuántos años tiene? -la pregunta escapó de sus labios.

– No sabría decirle, señor, pero obtuvo el título de conde el año pasado, después de la muerte de su padre a causa de la fiebre. MÍ amo no es un anciano, pero tampoco es joven.

– ¿Y por qué no está casado?

– ¡Por Dios! No tengo idea. Soy un simple secretario.

– ¡Pero los sirvientes saben más que sus amos! -bromeó Thomas Bolton con una sonrisa-. ¿Acaso no ha vivido en las propiedades del conde desde su nacimiento? ¿No recuerda cuándo nació su amo?

– Sí, yo tenía doce años cuando nació mi señor.

– ¿Y cuántos años tiene usted ahora?

– Cumplí cuarenta y dos en septiembre, milord.

– Entonces su amo tiene treinta, Robert Burton. Es una buena edad. Ahora, dígame, ¿sabe si su señor está comprometido con alguna mujer?

– No, milord. Pero está buscando una buena esposa o al menos eso es lo que dice mi hermana, que trabaja a su servicio en la casa.

– Bien, excelente. Ahora otra pregunta, Robert Burton. ¿Es su amo sano de cuerpo y mente? ¿Es un hombre apuesto?

– Es un amo bueno y justo, milord, y las muchachas dicen que es apuesto.

– ¿Y por qué su señor quería comprar Melville?

– Durante años hemos alquilado los campos de pastoreo de lord Melvyn, milord. Cuando él murió sin dejar herederos, nos pareció un buen momento para comprar sus tierras. ¿Quién más las querría? Pero, ¡ay!, usted las quiso. El conde va a sentir una enorme desilusión.

– Tal vez pueda aliviar sus penas. Dígale a su amo que venga a verme. Quizás exista una manera de que él pueda ser el dueño de Melville. Mi nombre es Thomas Bolton, lord Cambridge. Mi casa está en el río, cerca de Richmond y Westminster. Cualquier lugareño sabrá indicarle dónde queda.

– Gracias, milord, le comunicaré a mi amo todo cuanto me ha dicho. Creo que vendrá a verlo, porque deseaba ser dueño de Melville. Si el nuevo dueño destinara tas tierras a su uso personal en lugar de alquilarlas, nos quedaríamos sin pasturas para alimentar a nuestro ganado. -Hizo una reverencia y salió deprisa. Thomas Bolton consideró que, si el conde de Witton era una persona razonable, todos sus problemas terminarían por solucionarse.

Robert Burton arribó a Brierewode, la tierra del conde de Witton, pocos días más tarde. Le entregó su caballo al mozo de cuadra y se dirigió a la casa para hablar con el conde, que se hallaba en la biblioteca.

Crispin St. Claire miró a su secretario mientras entraba en la habitación.

– ¿Cuánto nos costó, Rob? Robert Burton sacudió la cabeza. Nada. La hemos perdido, milord.

– ¿Qué? -El conde de Witton estaba estupefacto-. ¿No te dije que podías ofrecer hasta doscientas guineas?

– Hubo tres ofertas, milord. La primera empezó con ciento cincuenta guineas. Luego, ofrecí doscientas, pero lord Cambridge subió a trescientas -el secretario se encogió de hombros-. Milord, ¿qué más podía hacer?

– Esa propiedad no vale todo ese dinero -refunfuñó el conde.

– Mientras el secretario real contaba el dinero, me pidió que lo esperara. Y así lo hice.

– ¿Y qué te dijo? -inquirió el conde con curiosidad.

– Me hizo muchas preguntas acerca de su persona, señor. Y me dijo que si milord fuera a verlo, tal vez podría convertirse en el dueño de la propiedad.

– Probablemente pretende beneficiarse con la venta de la propiedad -se irritó el conde-. Quizás esté confabulado con el secretario del rey en este negocio. ¡No quiero que me estafe un cortesano intrigante! ¡Maldición!

– Dudo que lord Cambridge sea un estafador, milord. Su vestimenta es soberbia y se podría decir que es un dandy. Pero sus modales son francos y directos. Es difícil reconciliar esas dos imágenes, pero debo decirle que me parece un hombre de bien. No creo que sea deshonesto.

– Muy interesante, Rob. Siempre has sido bueno para juzgar a las personas -acotó el conde-. Entonces, ¿me aconsejas que vaya a encontrarme con este lord Cambridge?

– Sin dudarlo, milord. Todavía es invierno y la tierra está sin cultivar. El ganado se halla en los establos, así que en este momento hay poco trabajo. ¿No es en invierno cuando los nobles visitan la corte? ¿Qué daño le podría hacer conversar con lord Cambridge? Me parece que nada puede empeorar su situación.

– Admito que siento una enorme curiosidad. Por otra parte, tú te encargarás de la propiedad durante mi ausencia, Rob. Pero esta vez, te juro que no regresaré a casa hasta que consiga una esposa.

– Es más probable que la encuentre en el palacio y no aquí. Ninguno de nuestros vecinos tiene hijas casaderas.

– No quiero desposar a una muchacha malcriada que solo piense en vestidos y en cómo gastar mi dinero. Un hombre debe tener una mujer con quien pueda conversar de vez en cuando. Esas niñas de la corte no sirven más que para bailar. Se ríen como tontas, coquetean y besan en los rincones oscuros al primer caballero que se les cruza en el camino. Sin embargo, no hay que perder las esperanzas. Tal vez haya alguna mujer para mí. Una muchacha dócil que se ocupe de llevar la casa y criar a mis hijos sin quejas ni lamentos. Y que no malgaste mi dinero en naderías.

– Nunca la encontrará, milord, si no va a la corte -insistió Robert Burton-. Sin duda, el rey lo acogerá, ya que estuvo a su servicio durante ocho años.

– Es cierto. Ser un diplomático que representa a Enrique Tudor no es una tarea fácil, Rob. Pero yo hice mi trabajo con esmero y fidelidad en San Lorenzo, cuando echaron al idiota de Howard, y también en Cleves.

– Nos habríamos sentido todos muy felices si hubiese regresado a casa con una novia, aunque fuera una dama extranjera.

– En San Lorenzo, las damas eran demasiado liberales en sus costumbres para que resultaran de mi agrado. Y en Cleves eran muy pacatas. No, por favor, necesito una buena esposa inglesa. Espero tener la suerte de encontrarla.

– Permanezca en la corte lo que resta del invierno, milord. Pero antes que nada, vaya a visitar a lord Cambridge para averiguar qué le ofrece. Y, además, fíjese si encuentra una bella joven que satisfaga sus deseos, señor -sonrió Robert Burton. Hacía años que servía al conde y se había ganado la libertad de hablar abiertamente con él.

Bueno, entonces debo ir a Londres aunque más no sea para ver qué me dice lord Cambridge. Y tal vez lo convenza de que me entregue las tierras que deseo.

Pocos días más tarde, el conde de Witton partió hacia el palacio. Cuando llegó a Londres, la corte se había retirado de Greenwich y se había instalado de nuevo en Richmond. Lo primero que hizo fue presentarse ante el mayordomo del cardenal Thomas Wolsey para pedirle alojamiento. Había sido el cardenal quien le había asignado las misiones diplomáticas en representación del rey. El conde de Witton dudaba de que el rey se acordara de él, pero estaba seguro de que Wolsey lo recordaría. Le dieron un pequeño cubículo donde podía dejar sus pertenencias y dormir durante la noche. Pero el alimento debía procurárselo por su cuenta. Podía comer en el salón del cardenal, si encontraba algún lugar Ubre. El conde de Witton le agradeció las atenciones al mayordomo y le insistió en que aceptara unas monedas por las molestias ocasionadas.

A la mañana siguiente, se vistió con esmero, pero de manera sobria y le pidió a un remero que lo llevara a la casa de Thomas Bolton. El marinero asintió y comenzó a remar río arriba y con la marea creciente. Ya habían pasado Richmond cuando comenzaron a acercarse a la costa. En medio de un bello parque se erigía una casa de varios pisos y techo de pizarra. Atracaron en el muelle; el conde salió de la barca y le lanzó una moneda de valor al marinero.