– ¿No quiere que lo espere, milord? -preguntó el remero.

Como el conde vio dos barcas amarradas al otro lado del muelle, dijo;

– No, gracias. Supongo que mi anfitrión me llevará de regreso en cuanto lo necesite.

Caminó a través del sendero de grava que conducía a la residencia y, cuando se hallaba a mitad de camino, un sirviente se acercó para ver quién era el extraño que andaba por el parque.

– Soy el conde de Witton y vengo a ver a lord Cambridge -dijo a modo de presentación.

– Pase, milord. Mi amo lo está esperando. Por favor, sígame.

El conde se sorprendió al entrar en una maravillosa sala que parecía ocupar toda la longitud de la casa. En una de las paredes había enormes ventanales que daban al río. La habitación estaba totalmente revestida en madera y el techo era artesonado. El piso de madera estaba cubierto por las más exquisitas alfombras orientales. Al fondo, dos grandes mastines de hierro flanqueaban el gigantesco hogar donde rugía un poderoso fuego. El fino mobiliario de roble brillaba y había cuencos con distintas fragancias que aromatizaban el ambiente. Sobre un amplio aparador había una bandeja de plata con su correspondiente juego de copas de vino y jarras de cristal.

De pronto, se abrió una de las puertas y apareció un caballero. Llevaba un jubón de terciopelo color borravino con cuello de fina piel. De las mangas abiertas asomaba una sofisticada seda negra que remataba en un gracioso encaje.

– Mi querido lord St. Claire -dijo el caballero, mientras le extendía su mano colmada de anillos-. Le doy la bienvenida. Mi nombre es Thomas Bolton, lord Cambridge. Por favor, sentémonos junto al fuego. ¿Tiene sed? Puedo ofrecerle unos vinos españoles excelentes. Pero no, mejor los bebemos más tarde, cuando celebremos nuestro acuerdo.

El conde aceptó la mano y se sorprendió por la firmeza de su apretón. Luego se sentó, francamente abrumado por la presencia de lord Cambridge.

– Dígame, milord. ¿Por qué acuerdo vamos a brindar? -se animó a preguntar.

Thomas Bolton sonrió.

– El único que le permitirá poseer las tierras de lord Melvyn, que es lo que desea. Y, a cambio, usted me dará lo que yo deseo. Es realmente muy simple, milord.

– No sé si podré reunir el dinero necesario para pagarle lo que pretende por Melville.

– Querido, esa tierra no vale el precio que pagué por ella -rió Tom.

– ¿Entonces, por qué ofreció una suma tan ridícula? -preguntó desconcertado.

– Porque quería comprarla, por supuesto. Me alegro de que su agente lo haya convencido de venir a verme. Parece ser un buen hombre y un fiel servidor. Y desde que su secretario partió, me he dedicado a hacer averiguaciones sobre su persona.

– ¡No me diga! -dijo el conde con asombro. Era la conversación más extraña que había tenido en su vida.

– Usted es el cuarto conde de Witton. Su linaje es antiguo y su familia fue siempre leal a quien estuviera en el trono. Una manera inteligente de actuar, debo agregar. Estuvo al servicio de Enrique Tudor en el continente como embajador y negociador durante mucho tiempo. Su madre murió cuando apenas tenía dos años. Su padre falleció hace un año y es por eso que usted regresó a su hogar. Tiene dos hermanas mayores, Marjorie y Susanna. Las dos están casadas con hombres respetables, pero no de gran alcurnia, obviamente, ya que sus dotes son más bien modestas. Se dice de usted que es un hombre honesto, inteligente y escrupuloso en sus transacciones. Nunca se ha casado y ni siquiera estuvo comprometido con mujer alguna.

– Es que no tuve tiempo -dijo el conde como a la defensiva, y luego se preguntó por qué se sentía en la obligación de disculparse.

– ¿Me he olvidado de algo? -preguntó lord Cambridge en voz alta. Y él mismo se respondió-: No, creo que no.

El conde no pudo evitar reír.

– ¿Y qué quiere usted de mí, milord?

– Deseo darle las tierras de lord Melvyn, querido muchacho. ¿No es eso acaso lo que quiere? -dijo Thomas Bolton sonriendo al conde de Witton,

– ¿Y qué desea usted a cambio, milord? ¿Qué podría desear con tanto anhelo para pagar una suma tan exorbitante por Melville?

– Usted necesita una esposa, mi querido conde. ¿Aceptaría casarse con una joven a cambio de las tierras de lord Melvyn? Por pura coincidencia, las propiedades ahora son parte de la dote de mi sobrina, Philippa Meredith.

El conde de Witton estaba atónito por las palabras de lord Cambridge. No sabía qué trato le iba a ofrecer, pero de ninguna manera se imaginó algo así. Con desconfianza le preguntó:

– ¿Qué problema hay con esa joven?

– Ninguno. Tiene quince años. Es pelirroja, inteligente, casta, y su dote, además de Melville, es abultada en monedas de plata y oro, joyas, vestimentas, ropa blanca y todo lo que se espera de una joven casadera.

– Estimado señor, le reitero la pregunta. ¿Qué pasa con esa niña? ¿Alguien la ha seducido y ha arruinado su reputación? No me casaré con una ramera. ¡Por Dios! -Obviamente, el conde no esperaba una propuesta tan escandalosa, pero parecía dispuesto a considerar la oferta.

– Philippa Meredith es la heredera de una gran propiedad en Cumbria y debía casarse con el segundo hijo del conde de Renfrew -empezó a explicar Thomas Bolton-. Pero resulta que, luego de estar en París y Roma, el joven decidió dedicar su vida a Dios.

El conde volvió a reír.

– Pobre muchacha. Pero si tiene tantas tierras en el norte, ¿para qué le compró Melville?

– Philippa renunció a ser la heredera de Friarsgate, aunque su madre todavía se niega a aceptarlo. Solo porque adoro a mi prima Rosamund y a sus hijas, le busqué una propiedad cerca de la corte a Philippa y elegí las tierras de lord Melvyn. Pero mi sobrina necesita también un marido y usted desea esas tierras, aunque no tiene dinero para comprarlas. Creo que el matrimonio es la solución para todos sus problemas. Usted tiene un nombre de alcurnia y Philippa es una rica heredera. Parece ser una combinación perfecta. Sé que tanto Rosamund como su esposo, el señor de Claven's Carn, estarán de acuerdo. Me tienen absoluta confianza en estos asuntos.

– ¿La joven es medio escocesa? No, entonces mi respuesta es no, querido amigo.

– No, Logan Hepburn es el padrastro de Philippa. Su difunto padre era sir Owein Meredith, un caballero que estuvo al servicio de los Tudor desde la infancia. Su madre es Rosamund Bolton, dama de Friarsgate. Enrique VII fue el tutor de Rosamund durante un tiempo y la madre del rey, la Venerable Margarita, arregló el matrimonio de mi prima con sir Owein. Rosamund es íntima amiga de Catalina y de la reina de Escocia, pues se crió con ellas. Es por eso que Philippa tiene un lugar en la corte de la reina.

– La familia de la joven no es aristocrática como la mía; sin embargo, su propuesta es muy tentadora, milord. Me gustaría conocer a su joven sobrina. Debemos congeniar y llevarnos bien; por muy rica que sea, no quiero discordia en mi hogar, sino una mujer dócil que me obedezca.

– Le prometo que Philippa será una buena esposa. Es inteligente, milord, y educada como la mayoría de las damas de honor de la reina. Aunque no siempre estará de acuerdo con usted, pero ¿qué mujer lo estaría, muchacho?

– De acuerdo. ¿La joven está ahora aquí?

– No, está en la corte con la reina. Es una fiel servidora de Catalina, como su padre lo fue de los Tudor.

– Eso habla bien de su sobrina. ¿Cuándo podré conocerla?

– Tengo una barca lista para partir en cuanto usted lo desee. Si no le molesta esperar a que me cambie de atavío para ir la corte, navegaremos juntos hasta Richmond, milord. Mis sirvientes, entretanto, le traerán algo para comer. ¿Dónde se aloja en Londres?

– En un cuarto de la casa del cardenal Wolsey. Pero la comida es un problema, así que agradecería que me sirvieran algo de comer. ¿Y por qué necesita cambiarse? La ropa que lleva es muy elegante.

– Querido, ¡no puedo aparecer en la corte con ropa de entre casa! -se escandalizó lord Cambridge-. Tengo que cuidar mi reputación, como pronto se dará cuenta usted también. Mis criados le traerán comida y vino mientras me acicalo. ¿Seguimos hablando en el camino al palacio? -Thomas Bolton se puso de pie y se retiró por la misma puerta por la que había entrado. Crispin St. Claire estaba perplejo y a la vez le divertía toda la situación.

Luego hicieron su aparición los sirvientes, provistos de una bandeja donde había un plato de huevos poché en una sabrosa salsa a base de vino de Marsala, jamón de campo, pan casero recién salido del horno, mantequilla dulce y dulce de cerezas. Le acercaron una mesita recubierta con un mantel de lino blanco. Apoyaron la bandeja y a su derecha pusieron una copa de cristal.

– ¿Vino o cerveza, milord? -preguntó con cortesía uno de los criados.

– Cerveza -respondió. Estaba hambriento, pues no había probado bocado esa mañana. Las atenciones de lord Cambridge habían causado una fuerte impresión en Crispin St. Claire. Si su sobrina era una anfitriona tan excelente como su tío, tal vez sería también una buena esposa y una eficiente condesa de Witton. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba considerando la posibilidad de desposar a una vulgar terrateniente del norte. La familia del conde había llegado a Inglaterra varios siglos atrás, en los tiempos del rey Guillermo de Normandía, y tenía incluso sangre de los Plantagenet, ya que uno de sus ancestros se había casado con una de las hijas bastardas del rey Enrique I.

Pero la joven en cuestión poseía las propiedades que él codiciaba. Y, además, parecía un buen partido. ¿Acaso había otra dama con la que preferiría casarse? La triste verdad era que no. No había ninguna mujer en su vida. Y él necesitaba una esposa. Sus hermanas se lo recordaban cada vez que lo veían. Era el último varón de la familia St. Claire, pero no había hecho el menor esfuerzo por buscar una pareja. Tal vez esa jovencita fuera la respuesta a sus problemas. Su familia era respetable; sus contactos, buenos. Tenía la tierra con la que él había soñado y era la heredera de una pequeña fortuna. ¿Qué más podía pedir un hombre de una mujer? Y si además era bella, se sentiría en la gloria, aunque no era una condición necesaria. No tenía nada más que hablar con lord Cambridge. El hombre era astuto y sabía que, si le daba tiempo para aplacar su orgullo, el conde de Witton no podría rechazar su propuesta. El conde limpió su plato con el último trozo de pan y bebió hasta la última gota de vino. Empujó la silla hacia atrás y suspiró satisfecho. Iba a ser un gran día. Se abrió la puerta que comunicaba con la habitación principal e hizo su aparición lord Cambridge.

– ¿Ha comido bien, muchacho? -preguntó solícito.

– Sí -contestó el conde, mirando atónito a Thomas Bolton.

Lord Cambridge rió al ver la expresión del joven.

– Luzco magnífico, ¿verdad, milord?

Su casaca corta plisada era de un brocado de terciopelo azul oscuro, forrado y ribeteado con piel de conejo gris. El cuello de la camisa también estaba adornado con delicados pliegues. El jubón era de color celeste, con toques de hilos dorados. Las calzas de lana tenían rayas en distintos tonos de azul. Además, llevaba una liga dorada en su pierna izquierda. La bolera estaba bordada con piedras preciosas. Los zapatos, de punta cuadrada, estaban forrados con el mismo brocado de terciopelo de la casaca. Y alrededor de su cuello, colgaba una gran cadena de oro rojo.

– Nunca imaginé que un hombre pudiera lucir tan bien. Ni siquiera el rey viste así. Pero, por favor, no vaya a repetir estas palabras a Su Majestad.

– Y usted, milord, no vaya a repetir que el rey suele consultarme sobre su guardarropa. Ahora, si está listo, querido Crispin, le propongo partir hacia el palacio para que inspeccione a Philippa Meredith. Estoy seguro de que la aceptará como esposa.

CAPÍTULO 07

– Allí están mi heredera y su hermana mayor; es la que sentada a los pies de la reina, a quien mucho le simpatiza. Quizá Philippa le recuerde su juventud, cuando ella y la leal Rosamund compartieron momentos de dicha y también de tristeza -susurró lord Cambridge.

– ¿Es la muchacha vestida de verde? -quiso confirmar el conde.

– Sí, de verde Tudor -bromeó Tom-. Todavía no tiene dieciséis años y ya es una perfecta dama de la corte. ¿Qué opina? Le ofrezco riqueza, la tierra que desea y una hermosa jovencita por esposa.

Crispin St. Claire trataba de no mirarla con insistencia. Era una criatura encantadora, de rasgos delicados y, si bien no era noble, solo un insensato la consideraría una persona vulgar.

– Es muy bella, pero busco algo más que belleza en una mujer.

– Es culta y refinada.

– ¿Y es inteligente, milord?

Thomas Bolton sintió una ligera irritación y dijo con aspereza: