– Si perteneciera a la familia más noble, ¿sería usted tan quisquilloso? Las muchachas de sangre azul suelen morir jóvenes y no son muy fértiles. Si quiere que su familia se perpetúe, deberá casarse con una mujer que no pertenezca a su entorno natural. No obstante, si no le interesa desposar a mi sobrina, no tiene más que decirlo y nos despediremos como buenos amigos.

– Necesito una esposa con quien pueda mantener una conversación inteligente, milord -alegó St. Claire-. Prefiero quedarme soltero y causar la desaparición de los condes de Witton a casarme con una dama cuyo único tema de conversación sea el bordado, la casa y los niños. Y creo que a usted tampoco le interesaría una mujer así.

Lord Cambridge no pudo contener la risa.

– No, señor, no me interesaría una mujer así. Si ese es su temor, no debe preocuparse. Philippa es capaz de opinar sobre cualquier cosa. Puede volverlo loco, pero aburrirlo, jamás. Lo enfurecerá, lo hará reír, pero nunca sentirá una pizca de tedio con ella, se lo garantizo, muchacho. Entonces, ¿desea que se la presente o prefiere que nos separemos?

– Sus palabras son muy convincentes -admitió St. Claire-. Estoy intrigado. De acuerdo, quiero conocerla.

– ¡Excelente! Hablaré con mi sobrina y arreglaremos un encuentro en un lugar menos público y bullicioso.

– ¿Por qué no ahora mismo? -preguntó el conde sorprendido y también algo desilusionado.

– En asuntos tan delicados como este, es mejor actuar con cautela y preparar bien el terreno. Philippa quedó muy enojada y dolorida por el desaire de Giles FitzHugh, me temo que ha perdido la confianza en los hombres.

– ¿Amaba tanto a ese joven?

– ¡No, en absoluto! Pero ella estaba convencida de que lo quería, pese a que apenas se conocían -explicó lord Cambridge-. Ahora, pienso que mi sobrina hubiese preferido ver muerto a ese joven que ser abandonada por la Santa Iglesia.

– ¿Todavía sigue enojada?

– Aunque lo niegue, yo creo que sí. Pero ya pasaron ocho meses desde ese infortunado incidente y es hora de que Philippa prosiga con su vida, ¿verdad, milord?

El conde asintió.

– ¿Cuándo la conoceré, entonces?

– En unos pocos días. Usted se alojará en mi casa, milord. Dejará de inmediato ese horroroso cuartucho en la residencia del cardenal Wolsey. Philippa no debe pillarnos desprevenidos. Ella y su hermana viven en la corte como damas de honor. Viene a casa a menudo para buscar ropa, pues aquí no tiene suficiente espacio.

– De acuerdo, agradezco su hospitalidad. Si continuara al servicio del rey, seguramente me habrían ofrecido un cuarto mejor. Me hospedaron a regañadientes, ni siquiera hay una chimenea y, por supuesto, jamás me invitan a la mesa del cardenal.

Lord Cambridge se estremeció de indignación.

– Será un hombre inteligente y un gran cardenal, mi querido, pero en definitiva su procedencia lo delata. No tiene modales ni sentido común. Sus palacios de York Place y Hampton Court son más grandes y fastuosos que los del propio rey. Un día Enrique Tudor dejará de tratarlo con tanta consideración. Nadie, ni siquiera un cardenal, debe ubicarse por encima del soberano. En algún momento, Wolsey cometerá un error y sus enemigos no tardarán en prevenir a Su Majestad. No es un hombre querido aunque al rey le resulte útil; su ascenso ha sido vertiginoso, pero su caída será terrible.

– Sin embargo, es extremadamente astuto e inteligente. Cuando servía al rey, él me daba las instrucciones. Según dicen, Wolsey gobierna y el rey juega, aunque, conociendo a los dos, tengo mis dudas. Enrique lo utiliza como a un sirviente cualquiera y mientras él se lleva toda la gloria, el cardenal se lleva todo el desprecio.

– ¡Ah, estoy sorprendido, mi querido conde! Es usted más sagaz de lo que pensaba. Me complace. Ahora, debo ir a conversar con unos amigos. Si desea marcharse antes que yo, tome mi barca y dígale al remero que luego venga a buscarme. -Lord Cambridge se despidió con una reverencia y se perdió en la multitud sonriendo y saludando a diestra y siniestra.

"¡Qué hombre interesante!"-pensó el conde de Witton. Excéntrico, pero interesante. Se retiró a un rincón tranquilo y paseó la mirada por el salón en busca de Philippa. Se había apartado de la reina y bailaba una alegre danza tradicional con un joven. Cuando su vigoroso compañero la levantaba en el aire y la hacía girar, la muchacha echaba la cabeza hacia atrás y reía. El conde sonrió al ver cómo se divertía. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Era joven y hermosa. Sintió cierto recelo cuando comenzó la siguiente danza y el rey se acercó a ella. Enrique solo bailaba con aquellas mujeres de la corte que consideraba expertas bailarinas. Por eso, sus potenciales parejas eran escasas, las jóvenes tenían terror de bailar con él y más aun de disgustarlo. Pero a Philippa no la asustaba en lo más mínimo Enrique Tudor. Su gracia y simpatía deslumbraron al monarca mientras bailaban al compás de una bella melodía. Cuando concluyó la danza, el rey besó la mano de la niña y ella le devolvió la gentileza con una reverencia. Luego, volvió a ocupar su lugar junto a la reina. Estaba ruborizada, un largo rizo color caoba se había desprendido del elegante rodete francés, y el conde la encontró sumamente encantadora.

Antes de retirarse, Thomas Bolton quiso ver a su sobrina.

– ¿Puedo robársela un momento, Su Majestad?

– Por su puesto, lord Cambridge -accedió la reina sonriente.

Lord Cambridge ofreció el brazo a Philippa y abandonaron la espaciosa antecámara donde el rey y sus cortesanos disfrutaban de la fiesta. Mientras caminaban por una galería de magníficos tapices, lord Cambridge dijo:

– Mi tesoro, somos las personas más afortunadas del mundo.

– ¿Conseguiste la propiedad que buscabas, tío?

– Sí, pero eso no es todo. Había otro individuo interesado en la propiedad, un caballero cuyas tierras lindan con Melville. Se trata del conde de Witton, es soltero y está buscando esposa -dijo Tom con efusividad.

Philippa lo hizo callar.

– Sé adónde apuntas, tío, y no me gusta nada.

– Podrías ser la condesa de Witton, querida. ¡Imagínate casada con un conde de una antigua familia ilustre!

– ¿Y por qué un hombre de tan noble estirpe aceptaría desposar a la humilde hija de un caballero del rey? Algún defecto grave ha de tener -replicó Philippa con suspicacia.

– Su nombre es Crispin St. Claire y ha estado al servicio del rey como diplomático. Su padre murió el año pasado y ha vuelto a Inglaterra a asumir sus responsabilidades. No tiene ningún defecto.

– Entonces, debe ser un anciano, tío. ¿Quieres condenarme a vivir al lado de un vejestorio? -exclamó con una mirada de temor.

– Tiene treinta años, querida, jamás diría que es un vejestorio. Es un hombre maduro y preparado para el matrimonio. ¿No te das cuenta de lo afortunada que puedes ser? Él quiere ser dueño de Melville, que es una parte de tu dote.

– En otras palabras, está tan desesperado por esas tierras que no le queda más remedio que casarse conmigo.

– ¡No, no! -replicó Thomas Bolton. Sintió ganas de arrojarle un balde de agua fría a esa niña con tan elevada opinión de sí misma- Siempre le interesaron esas tierras, y como supe que estaba buscando esposa, simplemente le comenté que Melville era parte de tu dote,

– ¡Tío, hiciste muy mal! -se enfureció Philippa-. ¡Le tendiste una trampa a ese pobre hombre!

– No, tan solo me aproveché de la situación. Tu madre aprobaría plenamente mi conducta.

– ¡Tu desfachatez, querrás decir! ¿Qué pensará de ti ese conde de Witton? ¡Y de mí! No puedo creer que hayas caído tan bajo, tío.

– No digas bobadas, querida -espetó Tom, inmune a las críticas de su sobrina-. El conde de Witton pertenece a una familia antigua y honorable aunque no muy próspera. No es un hombre pobre, pero tampoco es rico. Si te casas con el conde, obtendrás un título y tus hijos serán auténticos nobles. El conde recibirá a cambio las tierras que tanto ansía añadir a las que ya posee y una esposa con gran dote en oro. Será un matrimonio perfecto.

– ¿Y qué lugar tiene el amor en esta historia, tío? Si he de desposar a este hombre, ¿no debería haber algo más que dinero y tierras? -La preocupación embellecía su rostro, sus ojos color miel lo miraban pensativos.

– Al menos, intenta conocerlo. Jamás te obligaría a casarte por la fuerza. Primero, averigüemos si tú y el conde congenian, de lo contrario tendrá que buscarse otra esposa. Quiero tu felicidad tanto como tu madre. ¡Pero piensa, Philippa! Se trata de un verdadero conde y no del segundo hijo de un conde. El único que se habría beneficiado con ese maldito matrimonio habría sido Giles FitzHugh. ¿Qué ventajas habrías obtenido? Ninguna. Confieso que, al principio, antes de que vinieras a la corte, me pareció un buen candidato, pero Witton es mil veces mejor. Además, gozas de los favores de los reyes. Te vi bailar con Enrique esta noche.

– ¿Sabes por qué? Porque no podía bailar con Bessie, ella le dijo que yo era una excelente bailarina.

– ¿Y qué impedía a la señorita Blount danzar con el rey? -preguntó lord Cambridge con gran curiosidad.

– No se siente bien. Últimamente está muy molesta por el embarazo -fue la ingenua respuesta de Philippa.

Tom dudó unos instantes y luego dijo:

– ¿Has oído el rumor, verdad?

Philippa se mordió el labio inferior y se sonrojó.

– ¿De que es la amante del rey? Sí, tío, lo escuché. Y si lo fuera, ¿qué debería hacer yo? Amo a la reina, pero también me simpatiza Bessie Blount.

– No hagas nada, pequeña, mantén la misma actitud de siempre. Debes respetar y amar a la reina, y al mismo tiempo ser afable con la señorita Blount. Serías una tonta si no lo hicieras, porque, sin duda, Bessie es la amante de Enrique. Y te diré algo más, jovencita: es muy probable que el hijo que está esperando sea del rey. Estoy seguro de que muy pronto Bessie desaparecerá de la corte, pues Enrique Tudor no querrá que mortifique a la reina paseando su enorme barriga por el palacio, sobre todo ahora que se sabe que Catalina no puede concebir.

– Estoy al tanto de esos rumores, pero no los creo. ¿Quién querrá casarse con Bessie Blount si cae en desgracia?

Thomas Bolton rió para sus adentros. A veces la ingenuidad de su sobrina lo conmovía y le recordaba cuan cándida era.

– El rey será generoso con la señorita Blount, sobre todo si da a luz a un varón. Como recompensa, recibirá un marido, una pensión, y la criatura gozará de ciertos honores, te lo aseguro.

– Me siento culpable de ser amiga de Bessie sabiendo la angustia que siente la reina.

– No cometas el error de tomar partido, es muy común entre los miembros de la corte. La realeza es voluble como el viento, mi ángel, y conviene más soplar a favor que en contra. Al rey le agrada la señorita Blount, y ella se comporta con respeto y discreción ante la reina. Tanto Enrique como Catalina actúan como si nada malo ocurriera entre ellos. ¿Acaso la reina muestra animosidad hacia la señorita Blount?

– No, pero varias damas de la reina la tratan con desprecio, y algunas son repugnantes.

– No sigas su ejemplo. Compórtate con la reina y con Bessie como siempre lo has hecho. Nadie sabe qué puede pasar el día de mañana. Ahora, ocúpate de tus asuntos. Dentro de unos días solicitaré el permiso de la reina para que nos visites. Invité al conde de Witton a hospedarse en mi residencia.

– Una condesa -murmuró Philippa-. Seré la condesa de Witton.

Millicent Langholme se pondrá verde de envidia. Acaba de casarse con sir Walter Lumley. Cecily se asegurará de informar a Giles y a sus padres. Quedarán muy impresionados. Espero que los Witton tengan mejores tierras que los Renfrew. Imagínate, el conde de Renfrew se ofreció a buscarme un candidato, ¡pero jamás podría encontrar uno tan bueno como el tuyo, tío querido! -a Philippa comenzaba a gustarle la idea.

– Todavía no está dicha la última palabra -le advirtió lord Cambridge-. Primero deberás conocerlo.

– Él desea Melville. ¿Acaso dudas de que le agrade a ese conde de Witton?

– Es cierto, pero es un hombre de honor y no se casará contigo solo por las tierras.

– Y yo tampoco, tío. -Tom le sonrió.

– Tesoro, estoy seguro de que Crispin St. Claire caerá rendido a tus pies. Será un golpe magistral, Philippa. ¡Imagínate, un conde, un diplomático! Un hombre que disfrutará de la corte tanto como tú. Pero cumplirás con tu deber y le darás un heredero.

Philippa se quedó callada.

– Hijos -murmuró-. No había pensado en los hijos, tío. Pero si en algo me parezco a mi madre es en el sentido del deber.

Lord Cambridge la miró con alegría y asintió.

– Sí, encantarás al conde, querida niña. Estoy completamente seguro.

– Iré a tu casa dentro de dos días. ¿Puedo contarle a la reina que me presentarás un candidato?