– Sin mencionar nombres, por favor -aconsejó Tom-. Ella comprenderá.

– De acuerdo. Debo regresar, tío. No quiero abusar de la amabilidad de Catalina.

– Antes cuéntame rápidamente cómo le va a Banon.

– Le simpatiza a los reyes, pero, como mamá, siente nostalgia por sus tierras y está ansiosa por retornar a Otterly -anunció Philippa. Besó al tío en la mejilla y salió corriendo hacia el otro extremo de la galería.

Thomas Bolton estaba exhausto, sentía el peso de sus cuarenta y nueve años en cada parte de su cuerpo. Respiró hondo, con sorpresa descubrió que la corte ya no lo apasionaba tanto como antes. Quería estar en su casa de Otterly, junto al fuego protector, lejos del crudo invierno de Cumbria. Si bien le interesaba buscar alianzas para Philippa y Banon, mucho más lo entusiasmaba el comercio de la lana que había emprendido con Rosamund. ¿Cómo supervisaría sus asuntos comerciales en Londres? Rosamund estaba en Claven's Carn, esperando el nacimiento de su hijo. Le preocupaba que su estado le impidiera ocuparse correctamente de los asuntos comerciales.

– ¿Lord Cambridge? -William Smythe apareció como un fantasma de un rincón oscuro de la galería. Estaba vestido con una casaca de terciopelo negro algo gastada y polvorienta, que le llegaba a la mitad de las pantorrillas.

– ¡Oh, señor Smythe!

– No quise molestarlo mientras hablaba con su sobrina, milord -dijo William Smythe prodigándole una sonrisa.

– Muy amable de su parte -replicó. Tom pensó que era un hombre verdaderamente encantador y le devolvió la sonrisa.

– He estado pensando en lo que me dijo la última vez que nos vimos. ¿Entendí mal, milord, o usted sugirió que podría ofrecerme una tarea interesante?

– Con la condición de que esté dispuesto a residir en el norte y a viajar de vez en cuando. El comercio de la lana se está expandiendo. Mi prima y yo ya no podemos administrarlo sin ayuda, pero, por supuesto, necesitamos una persona refinada y experta en el arte del comercio. Deberá trasladarse a Otterly, William. Al principio, vivirá en mi residencia y luego, si decide continuar, le daré una casa en la aldea. Le daré cincuenta guineas de oro por año, que recibirá puntualmente el Día de San Miguel.

Una mirada de asombro iluminó el rostro impasible de William Smythe.

– Es una oferta muy generosa, milord. Mucho más de lo que hubiera imaginado.

– Tómese su tiempo para evaluar mi propuesta. Es un honor servir al rey, supongo que tendrá que consultar a su familia también.

– Ya no queda nadie en mi familia. Tampoco soy uno de los más allegados al rey. Sé lo que valgo, milord. Soy un hombre inteligente con escasas posibilidades de desplegar todo mi talento, Pero, gracias a Dios, usted supo apreciar mis virtudes y está dispuesto a brindarme una gran oportunidad. -Toda la arrogancia que había manifestado en el encuentro anterior había desaparecido-. No necesito evaluar nada. Me sentiré feliz y orgulloso de servirlo, milord, y trabajaré arduamente para usted. -Se arrodilló, aferró la mano de Thomas Bolton y la besó.

– Obtenga el permiso del rey, William. Todavía no sé cuándo partiremos a Otterly, pero me gustaría que comenzara a trabajar lo antes posible. -Sacó la bolsa de su vistoso jubón, tomó una moneda y se la tendió al joven-: Pague sus deudas, no quiero problemas mientras esté a mi servicio.

El secretario se puso de pie y acotó, nervioso:

– Debo pedirle un favor, milord. Tengo una gata que ha sido mi más fiel compañera durante muchos años. ¿Podría llevarla conmigo?

– ¡¿Una gata?! -Lord Cambridge lanzó una estruendosa carcajada-. ¡Por supuesto que puede traerla! Apuesto que simpatizará con mi sobrina más joven, Bessie Meredith. Además, a mí también me gustan los gatos. ¿Es hábil para cazar ratones?

– ¡Oh, sí, milord! Pussums es una excelente cazadora.

– Cuando esté listo, le enviaré mi barca para que lo traslade. A usted y a Pussums -se corrigió lord Cambridge. Luego se despidió y siguió caminando por la galería.

Se sentía exhausto. Sin embargo, la visita a la corte había dado un giro inesperado, comenzaba a resultarle bastante entretenida.


Philippa había vuelto a ocupar su lugar junto a la reina.

– ¿Está todo en orden, pequeña? -preguntó Catalina.

– Sí, señora. Mi tío acaba de comunicarme que tiene un candidato Para mí. Lord Cambridge solicita a Su Majestad que me otorgue permiso para visitarlo en su casa pasado mañana.

– ¿Y puedes decirme cómo se llama el caballero en cuestión?

– Mi tío espera que Su Majestad comprenda la importancia de ser discretos hasta tanto no haya un acuerdo firme -replicó Philippa con nerviosismo. Había dicho que no a la reina, algo que jamás se había atrevido siquiera a imaginar.

– Comprendo perfectamente la situación. Quieres proteger al caballero y a ti misma -admitió la reina, para sorpresa de la joven. Y luego agregó con una sonrisita cómplice-: Ni al rey se lo diré.

Esa noche Philippa se acostó en la cama que compartían con su hermana. Banon estaba excitadísima porque el padre de Robert Neville hablaría con lord Cambridge para formalizar el compromiso entre su hijo y la joven Meredith.

– El tío Thomas estará de acuerdo -aseguró Banon-. Robert no será el primogénito, pero es un Neville.

– Como tu abuela, querida. No creo que eso impresione a Tom.

Philippa estaba un poco celosa de que su hermana se comprometiera antes que ella.

– ¿Has visto el lago que limita con Otterly? Pertenece a los Neville, y el padre de mi Robert prometió obsequiárselo. También le entregará una porción de sus tierras. Todo eso pasará a formar parte de Otterly si nos casamos.

– Lord Neville no pierde nada con ese gesto que te parece tan admirable. Al fin y al cabo, si Robert te desposa, todo Otterly será suyo. -Otterly será de nuestro hijo mayor.

– Que se apellidará Neville, y no Bolton o Meredith. Los Neville acrecentarán sus posesiones gracias a tu bendito matrimonio.

– Pero yo seré feliz. ¿Por qué te gusta complicar las cosas? Estás molesta porque voy a comprometerme y tú no. -Dio la espalda a su hermana y tiró del cobertor para taparse los hombros.

– El tío Thomas ha encontrado un candidato para mí, no tendré que irme del palacio si me caso con él.

– ¿Quién es? -preguntó Banon sin cambiar de posición.

– Todavía no puedo revelar su nombre a nadie, ni siquiera a la reina. Pronto lo conoceré.

– Seguro que no es un Neville.

– No. Es alguien que ama la corte tanto como yo, hermanita. Y ruega a Dios que ese hombre y yo nos llevemos bien, pues mamá no permitirá que te cases antes que yo. Soy la mayor y debo desposarme primero.

Banon se sentó en la cama y fulminó a su hermana con la mirada.

– ¡Si llegas a arruinar mi felicidad, jamás te perdonaré, Philippa Meredith!

– A ti te agrada Robert Neville, Bannie. Bueno, a mí también tendrá que gustarme este caballero. No me casaré solo para facilitarte las cosas -la desafió Philippa chasqueando la lengua.

– ¡A veces eres tan odiosa y malvada!

– Empieza a rezar, hermanita -la azuzó. Luego, dio media vuelta y se quedó profundamente dormida, mientras su hermana yacía tendida con los ojos abiertos y llena de rabia.

Dos días más tarde, Philippa se encaminó hacia el muelle donde debía abordar la barca que la conduciría a la casa de lord Cambridge. Llevaba un vestido de brocado de terciopelo marrón y oro, con un corpiño bien ceñido al cuerpo. El escote era bajo y cuadrado, cubierto con una finísima tela plisada de color natural, los puños de las mangas estaban forrados en piel de castor. Una faja de seda bordada con hilos de oro y cobre rodeaba su delgada cintura; en la cabeza lucía una cofia con velo de gasa dorada. También llevaba una capa de terciopelo marrón y ribeteada en piel de castor para cubrir sus hombros.

– ¡Vaya, vaya! El hombre quedará muy impresionado, señorita Philippa -evaluó Lucy con picardía.

– ¿A qué hombre te refieres? -preguntó Philippa nerviosa.

– Al caballero que le quiere presentar lord Cambridge. Es por eso que va a su casa, ¿verdad? Me lo dijo la señorita Banon.

– Es cierto, pero todavía no se ha hablado de matrimonio. Decidimos encontrarnos fuera de la corte para evitar las habladurías.

– Bien hecho, señorita Philippa, aquí hay demasiados fisgones.

– No se te ocurra abrir la boca, Lucy -la reprendió, y su doncella asintió.

Por fortuna, había tomado la precaución de ponerse varias enaguas abrigadas debajo del vestido. El día era frío y lúgubre; una helada aguanieve calaba los huesos. En medio del río, muerta de frío, Pese a la manta de piel que cubría sus piernas y los ladrillos calientes que calentaban sus pies, miles de pensamientos se agolpaban en su mente.

¿Cómo sería ese conde de Witton que la doblaba en edad? ¿Le seguiría gustando la vida palaciega? ¿La dejaría ir a la corte o pretendería que se quedara en la casa pariendo un heredero tras otro? Tenía que casarse lo antes posible, pronto cumpliría dieciséis años. Cecily aún no había regresado a la corte, y estaba esperando un bebé, según le había escrito. Ella y su esposo permanecerían en Everleigh hasta el nacimiento del niño, pues Cecily quería estar cerca de su madre. Hasta la arpía de Millicent Langholme estaba preñada. Sir Walter había visitado la corte en la Noche de Reyes para hacer alarde de su virilidad de toro. Bessie Blount también estaba embarazada, aunque era un tema delicado del que se hablaba poco, le había dicho a Philippa que el niño nacería en junio. Muy pronto, antes de la Cuaresma, se marcharía de la corte. El golpe de la barca contra el muelle de la casa de lord Cambridge la sacó de su ensimismamiento.

Un lacayo la ayudó a descender.

– Lord Cambridge la está esperando en el salón, señorita -dijo mientras la conducía por los jardines. Lucy caminaba detrás de ella. Luego de ingresar a la residencia, el muchacho le quitó la capa y, sin perder un segundo más, Philippa enfiló hacia el salón.

– ¡Tío! -gritó. La estancia era tan cálida y acogedora que olvidó de inmediato el tiempo horrible que hacía afuera. Extendió los brazos hacia lord Cambridge.

– ¡Tesoro mío! -Thomas Bolton se acercó a la joven, tomó sus manos y la besó en ambas mejillas-. Ven, quiero que conozcas a alguien. -La condujo hacia el rincón de la chimenea donde un alto caballero los estaba aguardando junto al fuego-. Philippa Meredith, te presento a Crispin St. Claire, conde de Witton. Milord, ella es la sobrina de quien le he hablado. -Soltó las manos de la joven.

Philippa saludó al hombre con una graciosa reverencia.

– Milord -dijo, bajando los ojos, pero deseosa de observarlo mejor. No había tenido tiempo de decidir si era apuesto o no.

"De cerca, es todavía más bella"-pensó el conde. Levantó con delicadeza la mano de Philippa, la llevó a sus labios y le dio un beso muy suave.

– Señorita Meredith -saludó.

Su voz era profunda y algo ronca. Philippa sintió que un leve escalofrío le recorría la columna vertebral. Echó una rápida ojeada al hombre que retenía su mano y preguntó:

– ¿Podría devolverme mis dedos, milord?

– No sé si quiero devolvérselos -respondió el conde con atrevimiento.

– Muy bien, queridos míos, veo que pueden prescindir de mi grata presencia. Los dejaré solos para que conversen tranquilos y se conozcan -murmuró lord Cambridge y se retiró del salón, convencido de que todo saldría de maravillas.

– ¡Ah, tiene unos hermosos ojos color miel! -exclamó el conde cuando se encontraron sus miradas-. En el baile de la corte, estaba muy lejos como para distinguir el color. Pensé que serían marrones como los de la mayoría de las pelirrojas.

– Heredé el pelo de mi madre y los ojos de mi padre.

– Son preciosos.

– Gracias -replicó Philippa sonrojada.

El conde advirtió enseguida que esa niña nunca había sido cortejada. Sin soltarle la mano, la condujo a uno de los asientos junto a la ventana que daba al Támesis.

– Bien, señorita Meredith, aquí estamos, en una situación un tanto incómoda. ¿Por qué será que quienes buscan nuestro bienestar no comprenden que al hacerlo nos colocan en una situación difícil?

– Usted desea Melville -lanzó Philippa sin rodeos.

– Es cierto. Durante años he llevado a los ganados a pastar en esas tierras. Las necesito, pero no tanto como para aceptar un matrimonio en el que yo o mi esposa seamos infelices. Por el amor de Dios, míreme a los ojos, ha querido observarme desde que entró al salón. No soy el rey; puede mirarme. Tengo treinta años, y soy sano de cuerpo y mente, creo. -Soltó la mano de Philippa y se puso de pie-. ¡Mire de frente al conde de Witton, señorita Meredith!

Philippa lo observó. Era alto y delgado, no se destacaba por su belleza, pero no era desagradable. Tenía una nariz demasiado larga y filosa, un mentón puntiagudo y una boca enorme. Pero poseía unos hermosos ojos grises y unas largas y tupidas pestañas oscuras. El cabello era de color castaño y estaba vestido con elegante sencillez. Llevaba una casaca plisada de terciopelo azul hasta las rodillas, con mangas acampanadas y ribeteadas en piel. La muchacha vislumbró una fina cadena de oro prendida en su jubón de brocado azul. Era el atuendo de un caballero, aunque no necesariamente el de un cortesano. Sin embargo, sus modales denotaban una excesiva seguridad en sí mismo. El hombre, por alguna razón, la irritaba.