La joven se paró enérgicamente.

– ¡No me dé órdenes, milord!

Una sonrisa se dibujó en el rostro del conde, y al instante se desvaneció.

– Es usted muy menuda -opinó-. ¿Su madre también es de contextura pequeña, señorita Meredith?

– Sí, milord, y engendró a siete hijos, seis de ellos viven y gozan de buena salud, y está a punto de parir al octavo. Yo también seré capaz de darle un heredero a mi esposo, señor.

– A algunas damas de la corte no les gustan los niños -señaló St. Claire.

– Soy la mayor de mis hermanos y le aseguro, señor, que me gustan los niños. Si llegáramos a casarnos, milord, no vacilaría en cumplir con mi deber.

– ¿Y quién criaría a nuestros hijos, señorita Meredith?

– Soy dama de honor de la reina, tendré que pasar parte de mi tiempo en la corte.

– Pero si se casa, dejará de ser dama de honor. ¿No consideró esa posibilidad? ¿Habrá alguna otra tarea para usted entre las damas de Su Majestad?

Esa posibilidad no se le había cruzado por la cabeza hasta que él la mencionó. De pronto, advirtió que ninguna de sus compañeras de la corte había regresado luego de contraer matrimonio.

– No lo había pensado… -no pudo contener las lágrimas.

St. Claire tomo rápidamente su mano para consolarla.

– Jamás la alejaría de la corte si se convirtiera en mi esposa. Solo le pediría que pasara el tiempo suficiente en Brierewode para cuidar a los niños. Muchos hombres de mi condición social aceptan que sus hijos sean criados por sirvientes, pero no es mi caso. Podríamos ir a la corte en otoño, durante la temporada de caza, y regresar para las fiestas navideñas. Pasaríamos el invierno en Oxford, nos reuniríamos con Sus Majestades durante la primavera y regresaríamos a casa a comienzos del verano. Mientras esté en la corte, usted podría ofrecer sus servicios a la reina, pero también, si quisiera, podría simplemente divertirse. Después de todo, se lo merece.

– El panorama que me presenta es muy agradable, milord.

– Así es -replicó el conde.

– Ser su esposa sería una gran ventaja para mi familia, pero debo aclararle mi posición, milord, aunque algunos la encuentran ridícula: no me casaré sin antes conocer bien a mi futuro esposo.

– Estoy completamente de acuerdo con usted. Yo también deseo conocer a mi esposa antes de tomar los votos matrimoniales. No obstante, creo que este ha sido un buen comienzo, señorita Meredith.

– Y yo creo, milord, que dadas las circunstancias, debería empezar a tutearme y llamarme Philippa.

– ¿Por qué te pusieron ese nombre? Supongo que será por algún miembro de la familia.

– Mi abuela se llamaba Philippa Neville. Nunca la conocí porque murió junto con mi abuelo y su hijo cuando mamá tenía tres años.

– Neville es un apellido prestigioso en el norte -señaló St. Claire.

– Pero nosotros pertenecemos a una rama menos conocida de la familia -replicó Philippa. No quería que el conde pensara que ella pretendía mostrarse mejor de lo que era.

– Eres honrada, Philippa, una cualidad que admiro tanto en hombres como en mujeres.

– Las mujeres podemos ser honorables, milord -repuso con cierta crudeza.

La conversación se estaba tornando difícil. Ambos se mostraban demasiado formales y corteses. ¿Siempre sería así el conde de Witton? ¿Sabría comportarse de otra manera? Después de todo, tenía treinta años. En la corte había muchos hombres de su edad o incluso mayores que sabían divertirse. El rey, sin ir más lejos, era más viejo y sabía cómo entretenerse.

– ¿Qué estás pensando, Philippa?

– Que estamos demasiado serios.

– ¿Siempre eres tan franca en tus respuestas? -Notó que la mano de la joven estaba fría-. Es una situación difícil. Somos dos extraños a quienes pretenden casar-dijo frotando la mano para calentarla-. Hace mucho tiempo que no cortejo a una mujer, Philippa, y temo que lo hago con bastante torpeza; a decir verdad, nunca fui un gran seductor.

– ¿Por eso aún no te has casado?

El conde rió.

– Lo primordial en mi vida era servir al rey. Sé que comprendes el significado del deber, pues también sirves con lealtad a la reina, como lo hizo tu padre, según me han dicho.

Advirtió que la mano de la joven estaba más caliente.

– Cuéntame de tu familia -Philippa quiso saber un poco más de ese misterioso hombre.

– Mis padres murieron. Tengo dos hermanas mayores. Ambas están casadas y convencidas de que saben qué es lo mejor para mí.

La muchacha echó a reír.

– Las familias son muy extrañas, milord. Nunca dejaremos de amarlas, pero, a veces, quisiéramos que guardaran silencio y se evaporaran para poder estar solos y vivir nuestra vida en paz.

– Eres demasiado jovencita para tener esas ideas.

– ¡No soy jovencita! Cumpliré dieciséis a fines de abril.

– ¿En serio? Entonces casémonos ya mismo o serás una vieja para mí -bromeó St. Claire.

– ¡Bravo, tienes sentido del humor! ¡Qué alivio! Temía que fueras demasiado serio.

El conde de Witton lanzó una carcajada.

– Lord Cambridge me aseguró que jamás me aburriría contigo, Philippa, y a juzgar por nuestro breve encuentro, veo que no mintió. Bien, ya nos hemos conocido y conversado… ¿Qué dices? ¿Quieres que sigamos o no?

– Ambos debemos casarnos. Si lo deseas, puedes cortejarme, milord, pero te ruego que esperemos un poco antes de formalizar el compromiso.

– Por supuesto. Le pediré permiso a la reina para llevarte a mi casa en Oxfordshire También invitaré a lord Cambridge y a tu hermana. Supongo que querrás conocer Melville. -Levantó la mano que aferraba entre las suyas y la besó-. Ahora sí te devuelvo tus preciosos deditos.

– ¿Te quedarás mucho tiempo en Londres?

– Hasta que la reina me conceda una audiencia. Luego, regresaré a Brierewode y me ocuparé de que acondicionen la casa para tu visita. Quiero que la conozcas en todo su esplendor. El invierno está terminando, pero es mejor viajar antes de que se inunden los caminos. Brierewode es hermoso aun en esta época del año.

– Si decidimos contraer matrimonio, milord, quisiera hacerlo después de la visita de la corte a Francia, que será a principios del verano. Nunca estuve allí, y si bien considero que Enrique y Catalina son las estrellas más brillantes del firmamento, me gustaría poder contarles a mis hijos que también he conocido a los reyes de Francia.

– De acuerdo, pero iré contigo, Philippa. Eres demasiado joven e inocente pese a tu sofisticada apariencia. Los franceses son muy taimados y no quiero que un apuesto caballero de la corte se abalance sobre ti. Yo te acompañaré y te protegeré.

– No necesito protección, milord. Sé defenderme sola -declaró con indignación.

– ¿Conociste alguna vez a un francés?

– No, pero no creo que sean más pícaros que nuestros cortesanos.

– Son muchísimo más pícaros, y lograrán que te quites el vestido sin siquiera darte cuenta. Los franceses son maestros en el arte de la seducción. Debo cuidar la reputación de la futura condesa de Witton. Confía en mí, tengo bastante experiencia en estas cuestiones.

– ¡Pero descubrirán nuestro compromiso! -exclamó contrariada.

– ¿Y qué? ¿Acaso deseas ser seducida? Porque si lo deseas, me hará muy feliz complacerte -ronroneó el conde de Witton entrecerrando peligrosamente los ojos.

Philippa dio un respingo.

– ¡No, milord! Te prometo que seré muy precavida.

– Por supuesto que lo serás, pues no me alejaré de tu lado, pequeña. Todos sabrán que eres mi prometida y no se atreverán a mancillar tu virtud.

– ¡Jamás permitiría tal cosa! ¿Supones que he arriesgado mi honor en los tres años que he estado en la corte? ¡Me ofendes!

– ¿Juras que jamás has besado a ningún joven del palacio?

– Claro que n… -Philippa interrumpió la frase. Había besado a sir Roger Mildmay, pero ¿cómo podría explicárselo?- Bueno, sí, fue en la primavera pasada. Me había reservado para Giles hasta que él me rechazó, estaba tan enfadada… y una amiga me convenció de que mi reputación no peligraba, así que le concedí el privilegio a un amigo.

– En ese momento obraste impulsada por la ira. Tienes que impedir que las emociones guíen tus actos, Philippa. Esa conducta pudo llevarte a cometer un error fatal. ¿Quién era el caballero en cuestión?

– ¡Se dice el pecado pero no el pecador, señor! Solo puedo decirle que fue un tal sir Roger. Y solo me besó. No se tomó otras libertades y además es un amigo.

El conde de Witton no sabía si reír o regañarla. Por lo visto, la reina no ejercía un control absoluto sobre sus doncellas, era comprensible pues esa pobre mujer estaba abrumada de problemas. Al fin y al cabo, era un milagro que no se hubieran producido más escándalos.

– Antes de casarnos, si es que lo hacemos, dejarás de experimentar con esos jueguitos. Si deseas ser besada, seré yo quien lo haga.

– ¡No lo entiendo! ¿Qué hay de malo en un beso inocente?

– Tu reticencia aviva aun más mi curiosidad.

– ¿Acaso te sientes deshonrado por mi conducta y deseas limpiar el honor de tu familia? -preguntó Philippa con candor.

– ¡De ningún modo! No tengo la menor intención de reprender a ese muchacho por haber consolado a una niña despechada en una época en la que ni siquiera te conocía. Lamento que me hayas interpretado mal. Sin embargo, si has a ser mi esposa, no puedo dejarte sola en Francia. No se vería bien. Como futuro marido, tengo el deber de escoltarte dondequiera que vayas.

– Podríamos comprometernos formalmente luego de regresar de Francia.

– Si no nos comprometemos antes del viaje, Philippa, olvídate del matrimonio. Dices que cumplirás dieciséis años en abril. Bueno, yo tendré treinta y uno en agosto. Ninguno de los dos puede esperar más tiempo Quiero tener un heredero lo antes posible. Te concedo la libertad de ir a Francia con la corte, pero yo te acompañaré a todas partes. Y nos casaremos en cuanto regresemos a Inglaterra. Si no aceptas mis condiciones aquí y ahora, no veo motivo para continuar esta conversación.

CAPÍTULO 08

– ¡Es increíble! -se quejó Philippa a lord Cambridge, y le relató su conversación con el conde de Witton. La joven estaba tan ofendida por las exigencias de Crispin que había abandonado el salón corriendo.

– Lo siento, querida, pero estoy de acuerdo con él -admitió Thomas Bolton.

– Pero, tío, se comporta como si no me tuviera confianza. No puedo casarme con un hombre que no cree en mí -replicó Philippa furiosa.

– Aunque Crispin te conociera lo suficiente como para confiar en ti, jamás te dejaría viajar sola a Francia. No es decoroso. Ahora, volvamos al salón y arreglemos este enojoso asunto.

– ¡Pero, tío! -protestó.

– Philippa, compórtate. El conde es un magnífico candidato. Espero que no lo hayas ahuyentado con tus caprichos de niña malcriada. Debemos volver a reunimos con él de inmediato. -Su voz era severa. Philippa parecía sorprendida. Nunca había oído a Thomas Bolton hablar de esa manera.

– ¿Alguna vez le hablaste así a mi madre?

– No, porque nunca fue necesario. Ahora, pequeña, ve ya mismo a la sala. -Y la empujó suavemente hacia la estancia donde el conde de Witton permanecía de pie y de mal humor mirando el río.

El conde se dio vuelta en cuanto la joven entró en la estancia.

– Philippa viene a pedirle perdón por su conducta -anunció lord Cambridge- y agradece que la acompañe a Francia este verano. ¿No es así, Philippa?

– Bueno, está bien -murmuró con rencor la muchacha-. Me disculpo, milord.

– Muy bien -aceptó lord Cambridge, satisfecho-. Ahora hagan las paces, por favor. Ambos tienen un espíritu independiente, pero deben aprender que, a veces, hay que ceder para llegar a un acuerdo razonable.

– Es cierto -respondió el conde mirando a Philippa.

– Lamento haberme marchado de una manera tan precipitada -reconoció Philippa con frialdad-. ¡Me sentí ofendida, milord! Nadie ha dudado de mí jamás.

– No fue mi intención -replicó el conde-. Solo me preocupaba por tu buen nombre y honor, Philippa. Me alegra que aceptes de buen grado que te acompañe a Francia.

Ella asintió complacida.

– ¡Excelente, excelente! -celebró lord Cambridge con una amplia sonrisa-. Y ahora, muchachos, ¡a comer! Estoy famélico. Estaban tan concentrados en la pelea que no notaron que la mesa estaba servida. Philippa, hoy pasarás la noche aquí. Está nevando, y no deseo poner en riesgo tu salud por enviarte de regreso al palacio. Partirás a la mañana.

Se sentaron frente a un verdadero banquete. El cocinero de lord Cambridge era un auténtico artista. Comenzaron por el salmón, cortado en finas lonjas, ligeramente asado y aderezado con eneldo. Luego, llegaron las ostras frescas y los camarones al vino. A continuación les sirvieron un pato jugoso nadando en una espesa salsa de vino tinto, pastel de conejo, una fuente de chuletas y otra con jamón de campo. Los ojos se Philippa se abrieron de par en par cuando vio otra fuente de plata colmada de carnosas alcachofas.