– ¡Tío! ¿Dónde las conseguiste? Creía que sólo el rey podía comerlas. Sabes cuánto le gustan.
Lord Cambridge sonrió con picardía.
– Bueno, querida, tengo mis recursos.
– En la cocina del tío Thomas siempre ocurren milagros; no importa en qué casa se encuentre.
– Entonces, usted tiene más de una residencia -se sorprendió el conde.
– Sí. Esta, otra en Greenwich y, por supuesto, la finca de Otterly en Cumbria -respondió Philippa antes de que su tío abriera la boca-. Y todas las casas son idénticas por fuera y por dentro, porque a él no le gustan los cambios. ¿No es cierto, tío?
– Es verdad. Así, mi vida es mucho menos complicada. No importa dónde me encuentre, cada cosa está siempre en el mismo lugar.
– Pero la tapicería es distinta -agregó la muchacha sonriendo.
– Bueno, una pequeña variación nunca viene mal -dijo lord Cambridge en tono burlón.
La cena culminó con una tarta de peras al vino. Las copas permanecieron llenas y los invitados estaban relajados y contentos; afuera, la lluvia no cesaba de caer, una señal de la cercanía de la primavera.
– Philippa juega bastante bien al ajedrez, Crispin -comentó lord Cambridge-. Yo mismo le enseñé. Si me disculpan, estoy exhausto, me retiraré a mis aposentos. -Se puso de pie, les hizo una reverencia y salió de la habitación.
– Mi tío no es muy sutil -confesó Philippa cuando Thomas Bolton ya se había ido.
– Es muy optimista. Piensa que ya no volveremos a pelear -contestó el conde. La joven sonrió.
– Cuando era niña, mi madre era la autoridad de la casa. Estos últimos años en la corte, me sentí libre, como si fuera artífice de mi propio destino, aunque sé que no es así. Ahora, la idea de un marido a quien debo obedecer me perturba. ¿Entiendes lo que siento, milord?
El conde asintió y pensó que desposar a una mujer era como domesticar a una criatura salvaje, al menos en el caso de Philippa.
– Trataré de no ser demasiado estricto contigo -prometió con una amplia sonrisa. Luego, se levantó de la mesa-. Vamos a jugar al ajedrez, señora. Es un juego que disfruto.
Philippa buscó el tablero y las piezas, que colocó prolijamente sobre una mesita junto al hogar.
– ¿Blancas o negras, milord? -preguntó mientras tomaban asiento.
– Negras. Siempre me divirtió ser el Caballero Negro.
– Y a mí, la Reina Blanca -retrucó Philippa moviendo el primer peón.
El conde advirtió enseguida que se enfrentaba a un verdadero rival. La joven no jugaba como solían hacerlo las mujeres, lloriqueando cada vez que perdían una pieza, Philippa jugaba fríamente, calculaba cada movimiento. Era tan astuta que lo sorprendió cuando le arrebató la reina. Durante la partida, no hablaron una sola palabra. Finalmente, él la venció, pero con mucho esfuerzo.
– Al fin encuentro un oponente digno de mi juego -dijo Philippa complacida-. No te dejaré tanta libertad de acción cuando juguemos otra vez.
– ¡Ah! Crees que puedes derrotarme.
– Tal vez. -Recordó que a los hombres no les gustaba que las mujeres los desafiaran, de modo que decidió contenerse.
– ¡Solo "tal vez"? -se mofó el conde.
– Nada es seguro, milord -contestó de inmediato Philippa. Él volvió a reír.
– No me convence tu aparente humildad. Si piensas que puedes vencerme, simplemente hazlo.
Dudaba de que ella pudiera ganarle y se divertía molestándola para ver cómo cambiaba la expresión de su encantador rostro.
En absoluto silencio, la muchacha volvió a colocar las piezas en su lugar, comenzó a jugar con una intensa concentración: no tardó en derrotarlo. Cuando le dio jaque al rey y lo arrinconó junto a su reina, caballos y alfiles, Philippa miró seriamente a su oponente.
– Es cierto, milord. No quería herir tus sentimientos. No se puede vivir en la corte al servicio de los monarcas y ser tan ingenua. Ni los reyes toleran enfrentarse con un mal ajedrecista, así que siempre me las arreglo para dejar ganar al rey. Pero juego con el suficiente nivel para que crea que el triunfo es mérito suyo. Le encanta medirse conmigo, porque le gané a su cuñado, el duque de Suffolk, y a muchos de sus favoritos. Incluso vencí dos veces al cardenal.
– Lord Cambridge tiene razón. Eres una auténtica dama de la corte. Estoy impresionado por tu perspicacia.
– ¿Pero soy el tipo de dama que tomarías por esposa, milord? -preguntó desafiante.
– Si nos casamos, ¿me obedecerás siempre? -preguntó el conde con candidez.
– Probablemente no -la espontánea respuesta lo hizo sonreír.
– Eres honesta, Philippa. Para mí, la honestidad es una de las grandes virtudes, junto con la lealtad y el honor -reconoció Crispin St. Claire-. Bueno, pero si realmente eres desobediente, deberé castigarte. Aunque hay maneras más placenteras de aplacar a una esposa rebelde.
– ¿Intentas seducirme, milord? -sus mejillas ardían.
– Sí, señorita. Me gusta hacerte ruborizar. Si puedo incomodarte, siento que tengo alguna ventaja.
– Hablas como si nuestro compromiso ya estuviese arreglado, milord-respondió la muchacha un poco irritada. Le molestaba la arrogancia del conde.
– ¿Es que piensas encontrar un mejor partido que el conde de Witton? -preguntó seriamente-. Yo podría hallar con facilidad una joven casadera de mejor linaje, pero, como bien dijo lord Cambridge, las mujeres de alta alcurnia suelen ser estériles. Si te pareces a tu madre, estoy seguro de que me darás todos los hijos que desee. Sí, el matrimonio está decidido entre nosotros.
– ¡Yo no he accedido todavía! -Saltó de la silla tan violentamente que hizo volar por los aires el tablero de ajedrez y todas las piezas.
– Pero sé que aceptarás ser mi esposa -se mofó Crispin.
– Lo que deseas son las tierras -le espetó.
– Al principio, sí. Pero desde que te vi en la corte la otra noche, decidí que quería casarme contigo.
– ¡No te atrevas a decir que me amas!
– No, jamás haría algo semejante. Apenas te conozco. Quizás algún día aprendamos a amarnos, Philippa. Aunque son pocos los que se casan por amor. No eres ninguna tonta, sabes muy bien que los matrimonios entre las personas como nosotros se arreglan por varias razones: la tierra, la riqueza, la condición social… los herederos. Philippa, nos respetaremos y tendremos hijos. Y si somos afortunados, el amor nos acompañará. Mientras tanto, serás una buena esposa y yo te haré condesa de Witton. Intentaré ser un buen marido. ¿Me encuentras poco atractivo?
– No. No eres demasiado apuesto, pero tienes ingenio e inteligencia, dos cualidades que aprecio mucho más en un caballero que una cara bonita. Sin embargo, también pienso que eres muy arrogante, milord.
– Sí, tienes razón, soy arrogante y, pese a todo, creo que hemos comenzado bastante bien, Philippa. -Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos-. Quiero que firmemos los papeles del compromiso matrimonial cuanto antes -le dijo acercando el rostro de la joven al suyo-. No me gustaría tener que esperar demasiado tiempo para la noche de bodas.
El conde la había tomado desprevenida cuando la abrazó. La joven estaba aturdida. Su corazón se aceleraba ante la proximidad del cuerpo de Crispin. Entreabrió sus húmedos labios y suspiró cuando su boca se encontró con la del conde. Sintió que se mareaba a causa del placer. Estaba sorprendida, no había experimentado algo así desde aquella inolvidable velada con Roger Mildmay. Cuando los labios de Crispin se alejaron, se sintió abandonada. Estuvo a punto de protestar.
– Bien -anunció el conde-. El acuerdo entre nosotros ha quedado sellado, señorita Meredith.
– Pero ¡yo no dije nada!
– Pronto lo harás -prometió con su voz profunda y la liberó de su abrazo.
Ella se tambaleó, pero recuperó de inmediato el equilibrio.
– Debo irme a dormir. Tendré que madrugar para llegar al palacio antes de la primera misa. La reina siempre espera que sus damas de honor la acompañen. Buenas noches, milord. -Le hizo una reverencia y se retiró.
Crispin la miró partir. Luego, se sirvió una copa de vino tinto. Se sentó junto al fuego y recordó los acontecimientos del día. ¿Era correcto casarse con una mujer como Philippa Meredith? Sí, la deseaba. Y no estaba en sus planes esperar meses o años para desposarla. Seguía conmovido por el contacto con los labios de la muchacha. No era una cortesana experimentada, por cierto, sino una niña inocente y encantadora. La dejaría ir a Francia y, aunque ella no lo supiera todavía, partiría de viaje ya convertida en su esposa. Al día siguiente le pediría una audiencia al cardenal Wolsey y le ofrecería sus servicios durante el encuentro entre el rey Enrique y el rey Francisco. Crispin St. Claire sabía que harían falta diplomáticos experimentados para la ocasión. Si bien el cardenal era muy eficiente, no le correspondía ocuparse de los detalles tales como la ubicación del pabellón de cada rey y reina, la cantidad de caballos, la calidad y cantidad de comida y bebidas o el número de cortesanos. Nada debía quedar librado al azar. Cada monarca debía sentirse el más importante y el más poderoso. El trabajo requería dedicación y planificación para llevar a cabo la tarea más importante: lograr que Enrique Tudor y Francisco I se convencieran de que este encuentro los beneficiaría.
Philippa partió temprano a la mañana siguiente, incluso antes de que lord Cambridge o el conde se levantaran. No quería hablar con ninguno de los dos hasta que tuviera tiempo de reflexionar. Había dormido mal. La velada con Crispin St. Claire la había dejado un poco confundida: era un hombre muy decidido, evidentemente estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Pero, por desgracia, ella también.
Su padre había muerto cuando ella era una niña. Se crió prácticamente entre mujeres. Edmund Bolton era un hombre tranquilo y, cuando quedó a cargo de Friarsgate, eran Rosamund y Maybel las que en realidad tomaban las decisiones importantes. El tío Thomas tampoco interfirió en los planes de su prima, siempre fueron amigos leales y hasta íntimos confidentes. Y cuando Philippa regresó a su casa, a raíz de la boda de su madre con Logan Hepburn, su padrastro nunca se entrometió en la administración de tas tierras de su esposa. En las raras ocasiones en que Philippa iba a Claven's Carn junto con ellos, se la consideraba la heredera de Friarsgate.
En una palabra: la joven no estaba acostumbrada a que un hombre le dijera lo que tenía que hacer. Pero Crispin no lo había hecho -reconsideró Philippa-, simplemente quería ejercer sus derechos como señor de la casa. El conde era un candidato excelente para una mujer de su posición. Y cuando la besó… Philippa sintió un ardor al recordar el beso y sonrió. Fue una experiencia maravillosa, casi deseaba que la besara de nuevo, durante un largo rato sin detenerse.
Esa misma mañana, el conde de Witton entró en el salón de la casa de Thomas Bolton y lo encontró vacío, con excepción de los criados.
– ¿Dónde está la señorita Meredith? -preguntó.
– Volvió a Richmond, milord. Todavía no había salido el sol cuando pidió una barca. ¿Le traigo su desayuno, milord?
El conde asintió. Le hubiese gustado hablar con ella antes de su partida. ¿Acaso había escapado de él? ¿O, en efecto, debía estar de regreso antes de la primera misa? ¿Era tan importante para la reina que ella llegara a tiempo? Comió en abundancia y pasó la mañana en un estado de inquietud hasta que lord Cambridge hizo su aparición, como era de esperar, vestido con magnificencia. Evidentemente, él también pensaba retornar a la corte. El conde había visto que la barca de Bolton había regresado y que flotaba apacible en el río, junto al muelle.
– Querido muchacho, ¿cuánto tiempo lleva despierto? -preguntó Thomas Bolton a su invitado, tomando una copa de vino aguado que le ofrecía un sirviente.
– Varias horas, Tom.
– ¿Ha visto a mi querida sobrina antes de que partiera? -No. Se fue mucho antes de que yo me despertara. Un sirviente me dijo que apenas estaba clareando cuando se marchó. -La joven es muy cumplidora.
– Quiero que redactemos el contrato de compromiso cuanto antes -anunció el conde-. Philippa acompañará a la reina a Francia dentro de unos meses, pero yo preferiría que lo hiciéramos como marido y mujer. Pensaba ir ahora mismo a ofrecerle a Wolsey mis servicios para el evento. El rey elegirá solo a unos pocos privilegiados, así que debo ponerme al servicio del cardenal aunque sea por un breve lapso.
– ¿Y Philippa está tan ansiosa por casarse como usted, muchacho?
– Aún no lo he discutido con ella. No es asunto suyo cuándo nos casaremos -replicó el conde.
– ¡Calma, muchacho! No puedo anunciarle sin más a mi sobrina que usted ha elegido la fecha del casamiento. Puedo hacer redactar los papeles del compromiso, pedirle permiso al rey para la boda, pero primero debe decirle a Philippa que planea casarse antes del viaje a Francia. Seguramente habrá descubierto anoche que mi sobrina no es una criatura mansa como una ovejita. Tendrá que utilizar todas sus habilidades diplomáticas para convencerla. Por supuesto, yo también haré mi parte del trabajo para facilitarle las cosas: le recordaré que Banon no puede casarse hasta tanto ella no lo haga. Y Philippa sabe que Banon y Robert Neville desean hacerlo pronto. Si aceptara la fecha que usted le propone, su hermana podría casarse en Otterly en el otoño o a comienzos del invierno. El único problema es que Rosamund se sentirá desilusionada por no poder acompañar a su hija en un acontecimiento tan importante. Aunque estoy seguro de que sabrá comprender. Por otra parte, en este momento debe de estar por dar a luz, no le permitirán alejarse de Claven's Carn.
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