– ¿Usted podría actuar en representación de la dama de Friarsgate?

– Sí y el rey lo sabe. Pero recuerde, querido Crispin, que no obligaré a Philippa a casarse con usted. Su madre jamás lo permitiría.

– Rosamund llegó tres veces al altar por decisión de terceros. Solo pudo elegir al cuarto marido y, no se cansa de repetir que sus hijas deben escoger con absoluta libertad al hombre que las despose. ¡Claro que ella lo aprobaría! Pero no es a Rosamund a quien debemos convencer, sino a Philippa. Intercederé en su favor. De hecho, pienso que sería bueno para Philippa contar con la protección de un marido.

– ¿Usted viajará con la corte? -preguntó el conde.

Lord Cambridge sacudió la cabeza.

– El encuentro entre el rey de Inglaterra y el de Francia es un evento de gran trascendencia. Solo invitarán a los miembros de la alta nobleza. No soy lo bastante importante. Regresaré al norte junto con Banon Meredith y el joven para arreglar los detalles de la boda. Quizás ustedes puedan venir a! norte para conocer a la familia de Philippa. Estoy seguro de que mi adorada sobrina querrá asistir a la boda de su hermana.

– ¿Está seguro de que Philippa formará parte de la comitiva de la reina? No me gustaría ofrecerle mis servicios a Wolsey y luego estar separado de mi esposa durante unos meses.

– Sí. Pese a su humilde origen, es una de las favoritas de Su Majestad -aseguró lord Cambridge-. La reina la querrá a su lado. Philippa tiene el don de alegrar a Catalina cada vez que se entristece. ¡Y qué aventura será para la niña viajar a Francia, querido Crispin! Solo visitó Escocia con su madre y Dios sabe que es un lugar extraño para un inglés, ¡pero Francia es otro mundo! Será algo que Philippa jamás olvidará. ¿Será capaz de convencerla de que la boda se celebre antes del verano?

– No lo sé -admitió Crispin con extraño candor. Podía escuchar la voz de Philippa diciendo:"Pero ¡yo no dije nada!". ¿Cómo debía hablarle? ¿Directamente? ¿Con mucho tacto?

– Si estuviera en su lugar -sugirió lord Cambridge-, cortejaría a la muchacha empleando todos los recursos disponibles. Poesía, obsequios, pero, sobre todo, pasión. Querido, las vírgenes son muy sensibles, pero a la vez curiosas y es muy raro que sean inmunes a la pasión.

– No me estará sugiriendo…

– Si fuera usted -lo interrumpió lord Cambridge-, haría todo lo necesario para ganarme el favor de mi amada. Una seducción hábil es un arma infalible para robarle el corazón a una amante testaruda.

– Creo que el cardenal Wolsey hubiera encontrado en usted a un servidor astuto e inteligente, milord.

Thomas Bolton soltó una risotada.

– Muchacho, soy demasiado sensato para involucrarme en negociaciones políticas entre países o gobiernos. Les dejo esa tarea a quienes necesitan darse importancia.

Ahora reía el conde de Witton.

– ¿Es usted cínico o escéptico, Tom Bolton?

– Soy una persona realista. Y usted también debe serlo si desea conquistar a Philippa y llevarla a Francia como su esposa. Cortéjela, pero no la subestime, querido amigo.

¿Y cómo se haría eso? El conde sacudió la cabeza y se preparó para acompañar a lord Cambridge al palacio. Junto a él se sentía como un gorrión que escolta a un pavo real. Pero no era el único. Así se sentían casi todos en la corte frente a la presencia de lord Cambridge.

– Pediré audiencia a los reyes -añadió lord Cambridge mientras descendía de su barca en Richmond.

– ¿No llevará mucho tiempo? -preguntó el conde.

– En circunstancias normales, sí, pero tengo un nuevo amigo entre los secretarios del rey y una abultada bolsa. Entre los dos, lograrán conseguirme hoy mismo la audiencia, no tendremos que esperar.

– Entonces, iré a ofrecerle mis servicios al cardenal -resolvió el conde.

Los dos hombres se separaron. El conde de Witton anunció a un funcionario del cardenal Wolsey que deseaba hablar con su antiguo señor.

– Y debe ser hoy mismo -enfatizó Crispin-. Vengo a ofrecer mis servicios para el gran encuentro entre nuestro buen rey Enrique y el soberano de Francia.

El hombre que recibió al conde era el segundo secretario del cardenal. Sabía perfectamente quién era Crispin St. Claire y conocía su trayectoria al servicio de su amo.

– Entonces no necesita una entrevista extensa -concluyó y estudió con ansiedad la cara del conde-. El cardenal está terriblemente ocupado.

– Seré muy breve -dijo el conde.

– Tendrá que aguardar.

Crispin St. Claire se sentó en una silla de respaldo alto y esperó. Era consciente de cuan ocupado estaba el poderoso clérigo. Para Wolsey servir al rey no era una tarea fácil. Debía cumplir sus órdenes, adelantarse a los posibles problemas, identificar a sus detractores. Lo cierto era que Thomas Wolsey estaba más en contra que a favor del rey. Era un hombre brillante y muy trabajador, pero, desafortunadamente, no toleraba los actos desenfrenados del rey. Era arrogante y no le importaba en lo más mínimo hacer esperar a la gente durante horas en su antecámara. Hasta el conde de Witton debía aguardar, y lo hacía con más paciencia que la mayoría.

Por fin, el secretario lo llamó. Crispin se levantó deprisa y siguió al hombre hasta el salón privado del cardenal.

– Milord, el conde de Witton -anunció el secretario y se retiró.

– Me han dicho que desea ofrecerme de nuevo sus servicios, milord.

– Sí, por un breve lapso. Me gustaría ir a Francia con la corte.

– ¿Por qué desea viajar?

– Quiero desposar a una de las damas de honor de la reina. Si todo marcha según los planes, la boda se celebraría antes del verano. No me gustaría que Philippa viajara a Francia sin mi compañía, milord.

– ¿Philippa? -los ojos cansados del cardenal lo miraron durante unos instantes.

– La señorita Philippa Meredith, milord.

El cardenal se quedó pensando un largo rato y luego dijo:

– Su padre fue sir Owein Meredith y su madre, una heredera de Cumbria. -Hizo una breva una pausa y luego continuó-: Creo que su nombre era Rosamund Bolton. La Venerable Margarita arregló ese matrimonio. ¿Philippa es su hija? Estoy seguro de que usted puede encontrar algo mejor, milord.

– La joven me conviene, cardenal. Es bella, vivaz e inteligente.

– Cualidades atractivas para un hombre de menor importancia, Witton. ¿O hay algo más que le atrae de la joven? -Thomas Wolsey era muy perspicaz.

El conde sonrió.

– Su dote incluye una tierra que siempre deseé poseer -le contestó con sinceridad-. Esta sería la única manera de convertirme en su dueño.

– ¡Ah! -respondió el cardenal-. ¿Cómo es posible que una familia del norte adquiriera esa propiedad? ¡Espere! Percibo las finas manos de Thomas Bolton en todo este asunto. ¡Cómo no me di cuenta antes! Sería un hombre temible si decidiera dedicarse a la política. Él arregló esta boda, ¿no es cierto?

El conde asintió una vez más.

El cardenal permaneció en silencio durante un tiempo y luego agregó:

– Muy bien. Este verano podré contar con un par de ojos y oídos confiables en mi comitiva. Siempre abundan los complots y los traidores. Esta es una empresa sumamente peligrosa. Pero los reyes insisten en encontrarse. Debe desposar a la joven antes de que partamos en el mes de mayo. Oficiaré en la ceremonia nupcial. Elija una fecha.

– Gracias, mi cardenal. Es un honor volver a su servicio. Lo tendré al tanto de todo lo que ocurra.

– Sé que lo hará, Witton. Siempre se ha destacado por sus dotes diplomáticas -saludó al conde agitando la mano-. Que Dios lo bendiga, hijo mío.

El conde le hizo una reverencia y se retiró.

– Gracias, mi cardenal -dijo mientras desaparecía del cuarto del clérigo.

En la antecámara, arrojó una moneda sobre la mesa del secretario. Luego, sin decir nada, partió, mientras oía el sonido de la moneda que tintineaba en la madera.

"Elija una fecha". Las palabras del cardenal resonaban en su cabeza. También recordaba las palabras de Philippa: "¡Yo no dije nada!". El conde estuvo a punto de lanzar una carcajada. ¿Cómo la convencería de firmar el compromiso de matrimonio y casarse de inmediato? Solo un milagro podía ayudarlo. Nunca le había pedido nada a Dios. Pero ahora había llegado el momento de hacerlo. Buscó a lord Cambridge. No pudo encontrarlo. Sin embargo, vio a Philippa, como siempre, sentada junto a la reina. Caminó hacia ella, y cuando la joven alzó la vista y se ruborizó, reprimió una sonrisa.

Hizo una reverencia a la reina Catalina, que le dio permiso para que le dirigiera la palabra.

– Su Majestad, ¿podría hablar con Philippa unos instantes? -preguntó el conde.

La reina sonrió.

– Me han dicho que habrá un compromiso de boda, milord. ¿Es cierto?

– Así es, señora.

– Estoy muy contenta con esta unión -admitió la reina-. Philippa Meredith es una jovencita sumamente virtuosa. Será una buena esposa, milord. Sí, puede ir a caminar con ella, pero que sea breve. -La reina empujó suavemente a Philippa para que se levantara de su taburete-. Puedes ir con tu prometido, hija mía.

La muchacha se puso de pie e hizo una reverencia. La joven no se resistió a que Crispin la tomara del brazo. Y así, muy juntos, se retiraron.

– Vayan a los jardines -sugirió la reina-. Allí encontrarán la privacidad que necesitan, si eso es posible en este palacio.

– Es marzo -murmuró Philippa-. Con este frío, los jardines no me parecen un lugar propicio para un paseo romántico.

– En este momento, querida, no estoy interesado en el romance murmuró el conde-. Necesito hablar contigo en un lugar privado.

– Está helando y no traje mi capa. Mejor vayamos a la capilla, seguramente estará vacía.

– ¿Y si alguien viene a rezar? -preguntó el conde.

Philippa rió.

– ¿En la corte? La mayoría solo asiste a la misa de la mañana, con el único propósito de ser vistos por la reina y el rey. Ni siquiera los sacerdotes de Catalina andarán por allí. A esta hora suelen dormir la siesta 0 jugar a los dados. Sígueme.

Nuevamente, el conde quedó sorprendido por su perspicacia. Pese a que era una mujer muy joven, Crispin decidió confiar en ella desde el comienzo. A Philippa no se la podía engañar. Llegaron a la capilla que, en efecto, estaba vacía. El conde se asombró cuando Philippa espió en el confesionario para asegurarse de que no hubiera nadie. Luego, se sentó en el medio del recinto.

– Será difícil que nos vean si nos sentamos aquí.

Él se sentó a su lado.

– Eres asombrosa -le dijo y le besó la mano que aún no había soltado.

Para su sorpresa, esta vez la joven no intentó liberar su mano y, además, le regaló una genuina sonrisa.

– Presumo que necesitas discutir algún tema serio conmigo. Él asintió y dijo:

– Debo saber si puedo confiar en ti, Philippa, aunque sé que todavía eres una niña en muchos sentidos.

– Soy una persona discreta, milord. Si necesitas que permanezca en silencio, no tienes más que pedírmelo, y no diré una palabra.

– Es preciso que nos casemos cuanto antes -le espetó; no se sorprendió al ver los ojos asombrados de su prometida.

– ¿Por qué? -preguntó perturbada.

El conde le explicó sus razones y concluyó:

– De ese modo, podré acompañarte en el viaje a Francia.

– Como agente del cardenal, supongo -acotó la joven.

– Sí. Wolsey busca a alguien leal y atento a todos los movimientos de la corte. No me lo dijo, pero lo conozco muy bien después de tantos años de servicio. El cardenal percibe algún tipo de intriga y, aunque todavía no sepa exactamente de qué se trata, sus instintos son infalibles. Pero, por supuesto, nadie debe saber que soy uno de sus hombres. Además, nadie creerá que el prometido de la doncella favorita de la reina está en Francia por algo más que un verano de amor.

Philippa no pudo evitar reír.

– ¿Un verano de amor, milord? ¡Por Dios! Lo dices de un modo lascivo. Pero no te preocupes, en esta corte se escuchan todo tipo de cosas. Crispin le devolvió una sonrisa.

– Quizá no me expresé con propiedad.

– Sin embargo, me gustó la manera en que lo dijiste, milord, "un verano de amor" -repuso en tono burlón.

El hombre se sintió tentado de besar su adorable boca, pero se contuvo.

– El cardenal mismo oficiaría nuestra boda.

– ¿Thomas Wolsey estaría a cargo de la ceremonia? No, milord, no creo que sea una buena idea. Su presencia hará que toda la atención de la corte se centre en nosotros. Y, si quieres pasar inadvertido, lo mejor será que el gran cardenal no muestre interés en dos personas insignificantes como nosotros, pues la gente comenzará a hacer preguntas. Estoy segura de que uno de los sacerdotes de la reina podrá unirnos en el altar.

– Tienes razón -admitió el conde sorprendido. Y luego notó que la joven no había protestado ante la idea de una pronta boda-. Entonces, ¿aceptas?