– ¡Nunca he visto algo similar!

– ¡Ni lo volveremos a ver!

– Susanna, ¿alcanzas a ver al rey?

– No -respondió desilusionada-. Ya bajaron las cortinas.

Mientras tanto, lord Cambridge regresó al salón y se dirigió a Philippa para besar su suave mejilla.

– Pequeña, se te ve exhausta y el día recién comienza. Debes ir a los jardines con Crispin a tomar un poco de aire fresco.

– ¿Bajo la lluvia? -le preguntó Philippa.

– Ya no Hueve más. Mi querida, faltan apenas dos días para que estén formalmente casados y el tiempo vuela. Debes aprovecharlo.

– ¿Cómo es posible que me conozcas mejor que yo misma? -le preguntó, mientras le regalaba una sonrisa y le guiñaba el ojo.

Luego lord Cambridge le dijo al conde:

– Creo que una tranquila caminata les hará muy bien. En cuanto la mesa esté servida para la fiesta, enviaré a los criados a buscarlos.

Sin decir una sola palabra, Crispin St. Claire tomó a Philippa de la mano y la condujo a través del salón.

– Por favor, traiga mi capa y pídale a Lucy que le alcance a su ama la suya -ordenó a un sirviente en el corredor. Cuando estuvieron solos, el conde tomó a Philippa por los hombros y la besó con dulzura-. No nos hemos besado para sellar nuestro compromiso -le dijo con una sonrisa amable-. De hecho, hace muchos días que no nos besamos. ¿Acaso no te gusta besarme? ¿Te parece desagradable, pequeña mía? -Sus ojos grises estudiaban la mirada de Philippa mientras alzaba su mentón con la mano.

– No, milord. Me gusta besarte -admitió en voz baja-. Pero no quería que pensaras que era una joven desvergonzada.

– Puedo decir muchas cosas sobre ti, Philippa, pero jamás utilizaría la palabra "desvergonzada" para describirte -le dijo y la abrazó con fuerza. Le agradaba sentir su pequeño cuerpo contra el suyo.

– Sé que te enteraste del desafortunado episodio de la Torre Inclinada.

– Pero también sé los motivos que te llevaron a cometer esa imprudencia, querida mía. Y ya te dije que me resultaba una historia divertida. Tienes la reputación de ser la más casta de las doncellas de la reina.

– ¿Y cómo sabes eso? -Una agradable fragancia emanaba del jubón de Crispin.

– Porque hice mis averiguaciones. En mis treinta años de vida aprendí que la mejor manera de encontrar la respuesta a las dudas, es preguntando.

– ¡Ah! -respondió Philippa sintiéndose un poco tonta.

– Su capa, milord. -El criado había regresado con las prendas requeridas y los ayudó a ponérselas.

La pareja recién comprometida comenzó a caminar por los jardines de lord Cambridge. La lluvia había cesado y el sol empezaba a brillar a través de las nubes.

– ¡Oh, mira! -gritó Philippa-. Dicen que da buena suerte contemplar el arco iris. Desde ahora y para siempre.

El conde miró hacia donde señalaba su novia y vio el ancho arco de color atravesando el río Támesis. Sonrió.

– Un signo de buena suerte en el día de nuestro compromiso es más que bienvenido.

– ¿Acaso estás asustado?

– ¿De qué debería estar asustado?

– De nuestro matrimonio. Apenas nos conocemos.

– Tuvimos la oportunidad de conocernos, pero la hemos desperdiciado. Me evitabas de manera deliberada y no entiendo por qué.

Philippa suspiró.

– Lo sé. Primero acepté casarme y luego me asusté. Tú perteneces a la nobleza, milord, y temo que nunca me ames, que solo desees desposarme por la tierra de Melville.

– Si fuera posible, Philippa, te juro que no aceptaría Melville para demostrarte que nuestra unión ya no tiene nada que ver con la tierra. Pero necesitamos esos campos de pastoreo. Por otra parte, todos los matrimonios se arreglan sobre la base de decisiones sensatas. El amor tiene poco que ver en la mayoría de las bodas. Algún día, nosotros llegaremos a amarnos, pequeña. Pero vayamos paso a paso. Por ahora, estamos comprometidos y en dos días estaremos casados. Al menos debemos ser amigos. Por suerte, el rey nos permitió pasar un tiempo a solas. El viaje a Brierewode llevará unos días y estoy ansioso por mostrarte tu nuevo hogar.

– Pero iremos a Francia -replicó Philippa-. Yo debo acompañar a la reina.

– Y así será, querida. Llegaremos a Dover el día de la partida. Estaremos todo el verano en Francia con la corte antes de volver a Inglaterra para visitar a tu madre y luego pasar el invierno en Brierewode.

– Pero debemos volver al palacio para los festejos de Navidad.

– Si no estás embarazada.

– ¿Embarazada? -Philippa respiró hondo.

– El propósito de nuestra unión es tener hijos -le dijo con solemnidad-. Necesito un heredero. SÍ pruebas ser tan fértil como tu madre, tendré la suerte de ser el padre de muchos niños.

Philippa se detuvo y le dio un pisotón.

– No me hables como si fuera una vaca de raza -protestó.

– Todavía está por verse si eres de raza -replicó el conde secamente y la miró con sus ojos grises, de pronto helados.

– Me habías prometido que esperaríamos un poco.

– Philippa, eso es lo que hice durante casi un mes, mientras tú evitabas mi compañía. Ni un beso ni una caricia. Pero dentro de dos noches, pequeña, cumplirás con tus obligaciones porque debes convertirte en mi esposa. ¿Me entiendes?

– Eres el hombre más arrogante del mundo -le contestó furiosa.

Crispin rió.

– Es probable -asintió. Y luego la acercó a su cuerpo y la abrazó con ternura-. De ahora en adelante, a esa deliciosa boquita tuya, Philippa, le daremos un mejor uso que el de pelear conmigo. -Inclinó su cabeza y sus labios se encontraron con los de su prometida en un beso apasionado.

Al principio, los puños cerrados de la joven golpeaban contra el jubón de terciopelo de Crispin. Pero el beso la fue debilitando y la cabeza le daba vueltas. Le gustaba. Sí, le gustaba mucho. Sus labios se abrieron y la muchacha lanzó un suspiro de placer, y dejó de golpear a su prometido.

El conde alzó la cabeza y miró a su novia.

– Philippa, ya estás dispuesta a ser amada. ¿Por qué te opones a tus deseos? Seré muy cuidadoso contigo.

– Es que necesito conocerte más antes de ser tuya en cuerpo y alma -murmuró contra su boca.

– Pequeña, cuentas solo con estos dos días para conocerme. No hay más tiempo -le dijo, mientras la sentaba en un banco de mármol a la sombra de un ciruelo. Luego, comenzó a besarla una y otra vez hasta que la joven temió que sus labios quedaran morados. Los dedos del conde soltaron los lazos del corpiño. Sus manos se introdujeron por el escote y alcanzaron a tocar con dulzura sus deliciosos y redondos senos.

Philippa no podía respirar y su corazón latía con furia. La mano de Crispin era tibia y suave. Apoyó la cabeza en el hombro de su prometido. Esas caricias eran la experiencia más excitante de su vida.

– No deberías hacerlo -protestó débilmente-. Todavía no estamos casados.

– El compromiso ha legalizado nuestra unión -gimió el conde.

– La reina dice que toda mujer debe ser casta aun en el lecho nupcial -susurró Philippa.

– ¡Basta con la reina! -dijo Crispin enojado-. ¿Es ella la culpable de tu conducta de las últimas semanas?

– ¡Milord! -Philippa estaba perturbada por sus palabras-. La reina es un ejemplo en todo sentido, incluso como esposa, para todas las mujeres del reino.

– Tal vez sea por eso que Catalina no pudo dar vida a ningún hijo varón -le respondió mientras su pulgar frotaba los pezones de Philippa-, ¡Los niños saludables son hijos de la pasión, no de la mojigatería!

– No puedo concentrarme cuando haces eso -volvió a protestar.

– ¿En qué debes concentrarte, preciosa? -le dijo riendo con ternura. Luego volvió a besarla mientras seguía acariciándole los senos-. Lo que sí deberías hacer es perder la compostura y entregarte al placer de las deliciosas sensaciones que corren por tus venas en este momento. -Sus labios ardientes tocaron la frente, las mejillas y el cuello de Philippa.

La joven levantó la cabeza.

– ¡Oh, milord! No debes tocarme con tanta dulzura. Tus caricias y besos me marean y no puedo pensar.

El conde soltó una carcajada.

– Muy bien, pequeña, haremos una pausa. Este breve encuentro me ha dejado con la sospecha de que, en el interior de esa alma inocente, se esconde un espíritu apasionado y lujurioso. Y me gustaría mucho encontrarlo, Philippa.

– Milord -dijo un poco incómoda-, me parece increíble oír semejante vocabulario de la boca de un caballero. Mi ama, la reina, jamás aprobaría el uso de esas palabras que pronuncias con tanta soltura.

– Tu ama, la reina, es una buena mujer que luchó toda su vida para tratar de ser una buena esposa del rey. Pero es una mojigata, Philippa. En España la educaron solo para cumplir con sus deberes, que consisten, principalmente, en una estricta devoción a la Iglesia. Luego siguen sus obligaciones como infanta española y reina de Inglaterra, y por último su lealtad hacia el marido. Pero el deber no se extiende hasta el lecho marital, Philippa. -Ella lo miró asombrada-. Todo hombre desea una mujer que disfrute del lecho nupcial. Una mujer que se abra a una pasión compartida y confíe en que su esposo le hará gozar de los placeres más exquisitos. Sé que eres virgen, pequeña. Y me gusta que hayas permanecido casta. Pero ya terminó el tiempo de la pureza. Hasta el día de nuestro matrimonio, complacerás todos mis deseos, pequeña. Y no te arrepentirás. Eso te lo prometo.

– La reina… -Philippa comenzó a decir, pero él le tapó la boca con los dedos.

– Tú no eres la reina, Philippa. Quiero que me digas: "Sí, Crispin. Haré lo que quieras". -Sus ojos grises brillaban divertidos.

– Pero tienes que entender… -intentó una vez más Philippa y otra vez los dedos le sellaron los labios.

– Por favor, di: "Sí, Crispin".

– Nadie me habla como si fuera una niña -protestó Philippa.

– Pero es que eres una niña en los temas del amor. Y yo soy quien deberá instruirte y hacer de ti la mejor alumna, Philippa. Ahora, la primera lección. Debes besarme con dulzura y decir: "Sí, Crispin. Haré todo lo que me pidas".

Philippa le clavó sus ojos de miel. Era una mirada aguerrida. Apretó sus labios hasta formar con ellos una delgada línea. Se puso de pie y dijo:

– No, Crispin. No diré todo lo que quieres. No eres más que un arrogante domador de caballos.

Luego, se volvió y regresó a la casa, con los lazos del corpiño flameando al viento. El conde de Witton lanzó una carcajada. El matrimonio con Philippa Meredith iba a ser cualquier cosa menos aburrido.

CAPÍTULO 11

Al día siguiente de los esponsales, Philippa celebró su cumpleaños número dieciséis. Banon, ya relevada de sus servicios en la corte, llegó temprano a la casa de lord Cambridge con todas sus pertenencias. Sus ojos azules brillaban de felicidad y su porte era muy distinguido. Había cambiado mucho durante la estancia en el palacio. Banon había cumplido catorce años el 10 de marzo.

– Lamento no haber podido venir ayer. Pero Catalina me dio permiso para partir esta mañana y huí del palacio antes de la primera misa. ¡Ese lugar es un pandemonio! Todo el mundo está conmocionado por la mudanza a Greenwich. Francamente, no entiendo por qué te gusta tanto vivir en la corte, con ese bullicio y ese ajetreo constantes. En fin… ¡Feliz cumpleaños, hermanita! -exclamó y besó a Philippa en ambas mejillas-. ¡Estás muy pálida! ¿Qué te ocurre?

– Según el tío Tom, sufro de nerviosismo prenupcial. Estoy feliz de verte, Banon. Ven, comamos algo antes de que aparezcan mis cuñadas. Hablan todo el tiempo y tienen una mentalidad demasiado provinciana para mi gusto. Reconozco que son muy buenas y dulces, pero no soportaría vivir cerca de ellas.

– ¡Al fin una comida de verdad! -exclamó Banon entusiasmada-. Los mejunjes de la corte son incomibles. -Tomó una rebanada de pan recién horneado, la untó y una mirada de felicidad iluminó su rostro mientras la mantequilla derretida le chorreaba de la boca-. ¡Ah, qué manjar celestial!

– ¡Vas a engordar!

– ¿Y qué me importa? Lo único que me interesa es ser la dueña de Otterly, tener hijos y mimar a Robert. A él no le preocupa mi silueta, y siempre dice que me querrá más si engordo.

– ¿Cómo es posible que hablen con tanta naturalidad entre ustedes? Si se conocieron casi al mismo tiempo que yo y el conde…

– Philippa, eres mi hermana mayor y no necesito recordarte cuánto te quiero, pero te estás pareciendo demasiado a la reina; pienso que deberías imitar más a mamá. Ella ama la vida y no tiene miedo de entregarse a la pasión.

Banon hundió la cuchara en la avena caliente y se la llevó a la boca. El potaje estaba condimentado con canela, azúcar, crema y trocitos de manzana.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, sorprendida.

– El tío Tom me contó muchas cosas en estos dos años que llevamos viviendo juntos. Tú, en cambio, tratas con mucha distancia a Crispin St. Claire. Mañana te casarás y tendrás que intimar más con él. De lo contrario, no cumplirás con los deberes conyugales como corresponde.