– Lo sé -admitió Philippa-. Es que estoy confundida y asustada.
– ¿De qué?
– De él. Del conde. Es muy obstinado. Banon se echo a reír.
– ¡Mira quién habla! ¡Tú también eres obstinada!
– Ayer, después de la ceremonia, me llevó a los jardines y me besó una y otra vez.
– ¿Y qué más?
– ¡Acarició mi pecho! Dijo que yo era su alumna y que él me enseñaría a amar con pasión. Entré corriendo en la casa y me encerré en mi alcoba por el resto del día.
– Veo que estás decidida a ser infeliz. ¿Qué te pasa? El conde es un hombre encantador. No es muy popular en la corte, pero quienes lo conocen elogian su bondad e integridad. Nadie te obligó a casarte, Philippa. Deja de comportarte como una virgen timorata y tonta.
– ¡Es que soy una virgen timorata! -protestó Philippa.
– Mira, Philippa, créeme que si no estuviera tan enamorada de Robert Neville, no vacilaría en robarte a ese conde y casarme con él -declaró Banon irritada y bebió de un trago medio vaso de cerveza-. Es uno de los mejores candidatos que hay.
– ¡Oooh, gracias, Banon! -interrumpió el conde acercándose a la mesa. La miró con una amplia sonrisa y luego se dirigió a Philippa-: ¿Te sientes mejor hoy, chiquilla?
Tras darle un beso en la frente, se sentó a su lado.
– Sí, milord -respondió bajando la mirada.
– Muy bien, creo que he comido hasta hartarme -comentó Banon v se levantó de su silla-. Tomaré una merecida siesta. Una nunca duerme lo suficiente en la corte. Los veré más tarde.
– Espérame, te acompaño -dijo Philippa, pero el conde la detuvo. La joven volteó hacia él y lo miró con asombro.
– ¡No quiero que me acompañes! -gritó Banon alejándose.
– ¡Basta de juegos! -regañó el conde a Philippa.
– No sé qué me pasa, milord. No suelo comportarme como una cobarde -se excuso. Tomó la jarra, le sirvió un vaso de cerveza, untó con mantequilla una rebanada de pan y se la dio.
– Pasaremos el día juntos -anunció Crispin St. Claire-. Navegaremos río arriba en la barca de Tom hasta alejarnos de la ciudad. Llevaremos una canasta con víveres y comeremos los dos solos. Sin mis latosas hermanas, ni la encantadora Banon, ni el extravagante tío Tom. Solo tú y yo. Me hablarás de tu familia y de tu aversión por las ovejas, y yo te hablaré de mi pasado.
– ¡Me gusta la idea! -exclamó Philippa y le sonrió.
– Estás cansada, pequeña, lo sé. Te tomas la vida demasiado en serio. Me pregunto si alguna vez te has permitido alguna diversión -dijo el conde mientras le acariciaba el rostro.
– Iré a decirle al cocinero que nos prepare una canasta Crispin tomó su mano y la besó.
– No te demores, pequeña. Me gusta mucho tu compañía.
Philippa se alejó sonriendo. Banon tenía razón. Estaba actuando como una tonta, sin duda influida por la reina, que siempre predicaba la castidad a sus doncellas, no solo con palabras sino con el ejemplo. Sin embargo, en otros aspectos la corte era un paraíso de lujuria y libertinaje. Eso la confundía y no podía determinar con exactitud qué cosas estaban bien y qué cosas, mal.
Al llegar a la cocina, ordenó que prepararan una canasta con pan, jamón, queso y vino.
– Y también quiero uno de esos deliciosos pasteles de carne recién salidos del horno. ¡Ah, y esas fresas frescas que veo allí! Coloque una cantidad abundante, señor cocinero. El conde es un hombre robusto y de buen comer.
– ¿Cuándo vendrá a buscar la canasta?
– Dentro de una hora o tal vez antes. Mandaré a Lucy a retirarla.
Cuando regresó al salón, el conde ya había terminado de desayunar. Estaba solo, pues lord Cambridge casi nunca se levantaba antes de las diez de la mañana cuando se encontraba en Londres. Y, al parecer, las hermanas de Crispin tampoco.
– Esperaré a que se levante el tío Tom. No quiero partir sin antes avisarle adonde iremos. ¿Te gustaría salir al jardín? Es un día hermoso.
– Sí. Tengo una sorpresa para ti, Philippa. Como hoy cumples dieciséis, te he comprado un regalito.
Crispin St. Claire le entregó una bolsa de terciopelo.
– ¡Qué considerado! -se asombró la joven-. ¿Qué es?
– Ábrela y lo sabrás -sonrió el conde.
Philippa vació en la palma de su mano el contenido de la bolsa: una delicada cadena de la que pendía un medallón de oro tachonado de estrellas de zafiro.
– ¡Oh, es precioso, milord! ¡Muchísimas gracias! Después del tío Thomas, eres el primer hombre que me regala una joya.
Philippa levantó la cadena y se quedó admirando el medallón que lanzaba graciosos destellos a la luz del sol que se colaba por las ventanas.
– Bueno, de ahora en adelante seré yo quien goce del privilegio de regalar joyas a mi esposa. Permíteme que te la ponga. -Philippa le tendió la cadena. El conde la hizo girar y se la colocó pasándola suavemente por la cabeza-. Perteneció a mi madre y a mi abuela. Por tradición debe ser entregada a la condesa St. Claire. Uno de mis antepasados luchó en las cruzadas con el rey Ricardo Corazón de León y trajo esta hermosa reliquia de Tierra Santa.
Tomándola de la cintura, le dio un beso en el hombro y acomodó el medallón en el centro, deslizando los dedos entre los senos de la joven, como al descuido, aunque ambos sabían que lo había hecho a propósito.
Philippa sintió que se le aceleraba el pulso, pero esta vez no lo regañó ni se resistió. Mañana sería su esposa. Además, una vez formalizado el compromiso, la pareja se consideraba casada según las leyes del reino. Solo faltaba que la Iglesia bendijera y santificara la unión. Si la finalidad del matrimonio era la reproducción, ella debía rendirse a los deseos del conde. Y también, por qué no, a sus propios deseos. Las dudas y los interrogantes la agobiaban y, por primera vez en tres años, Philippa sintió una necesidad imperiosa de hablar con su madre.
– ¿Qué estás pensando? -inquirió St. Claire.
– Me gustaría que mi madre estuviera aquí. ¡Tengo tantas preguntas para hacerle!
– Sé que te preocupa tu inexperiencia, Philippa -adivinó su pensamiento.
– Te prohíbo leer mi mente -rió Philippa. Dio media vuelta y lo besó-. Gracias. El regalo es precioso y lo cuidaré como un tesoro.
Cuando salieron al jardín, vieron barcos navegando por el río desde Richmond hasta Greenwich. Cuando la nave real pasó cerca del muelle, Philippa y Crispin hicieron una amplia reverencia.
– ¡Philippa, Philippa! -Una niña con un vestido rojo escarlata movía frenéticamente la mano.
Philippa le devolvió el saludo y la pareja volvió a inclinarse en una reverencia.
– Es la princesa María-le dijo al conde-. ¡Buen viaje, Su Majestad!
Tras alejarse la majestuosa nave, se sentaron en un banco de mármol.
– ¿Por qué pasaron por aquí si Greenwich está en la dirección contraria? ¿Todos viajan en barco?
– En primavera, sí -explicó Philippa-. Algunos viajan en sus propias embarcaciones y otros, en las de amigos o conocidos. Son muy pocos los que pueden darse el lujo de tener un barco. La corte parte cuando lo decreta el rey y, a veces, la marea no coincide con sus decisiones. Entonces navegan primero río arriba y luego vuelven a bajar. Lo lógico sería que Su Majestad se rigiera por las mareas, pero nunca lo hace -rió Philippa-. Si prestas atención, escucharás el traqueteo de los carros cargados con el equipaje que avanzan por el camino. Entre ellos, van las personas que, supuestamente, prefieren hacer el viaje a caballo, pero que, en realidad, no pudieron conseguir un asiento en los botes. Yo he sido muy afortunada. Desde la primera vez que llegué al palacio, supe que ese era el tugar donde quería vivir. No concibo otro tipo de vida.
– Sabes que a partir de mañana ya no podrás pasar tanto tiempo en la corte. Como condesa de Witton, tendrás otros deberes que cumplir. Pero te prometo que iremos en Navidad y en mayo, por supuesto.
– Desde luego -acordó amablemente. La reina le había sugerido que en algún momento volvería a requerir sus servicios como dama de la corte y Philippa pensaba que el conde no se rehusaría a semejante reclamo. Estaba dispuesta a esperar.
Lucy salió al jardín y los saludó con una reverencia.
– Dice el cocinero que ya está lista la canasta, señorita. ¡Buenos días, milord!
– Me despediré del tío Tom -anunció Philippa.
– ¿Mis hermanas ya se han levantado, Lucy? -inquirió Crispin.
– No las he visto y tampoco a sus doncellas, milord.
– ¿Crees que serás feliz en Brierewode? Es muy distinto de Cumbria.
– Mi felicidad está allí donde se encuentre mi ama. Con su permiso, llevaré la canasta.
– No, yo me encargaré. ¿Cuál es la barca?
– La que tiene cortinas azul y oro. Son los colores de Friarsgate. Lord Cambridge la hizo construir especialmente para lady Rosamund cuando vino a la corte tras la muerte de sir Owein Meredith.
– ¿Piensas que le agradaré a la madre de Philippa?
– Si es bueno con su hija, sin duda lo querrá.
– Hago todo lo posible por ser bueno con tu ama, Lucy.
– Ella admira demasiado a la reina, milord, pero, por favor, no se le ocurra repetir mi comentario -dijo Lucy guiñándole el ojo-. ¿Me comprende, verdad?
El conde se echó a reír.
– Sí, y me ocuparé de borrar esa nefasta influencia lo antes posible. Luego, se dispuso a llevar la canasta a la embarcación que se mecía junto al muelle.
Entretanto, Philippa había entrado a la casa y subido las escaleras rumbo a los aposentos de lord Cambridge. Golpeó suavemente la puerta y fue recibida por el ayudante personal de Thomas Boldon.
– Buenos días, señorita Philippa -la saludó.
– ¿Ya está despierto?
– Sí, se levantó hace más de una hora y ya está impartiendo órdenes al señor Smythe. Le diré que ha venido. La joven fue admitida de inmediato.
– ¡Feliz cumpleaños, queridísima mía! -exclamó el tío Tom.
– ¿Puedo expresarle mis mejores deseos, señorita? -dijo William Smythe con una galante inclinación. Se hallaba de pie junto a la cama de su empleador.
– Por supuesto. Muchas gracias.
– ¡Esa joya que adorna tu cuello es una hermosura! -opinó el tío Tom-. Jamás la había visto antes y no es uno de mis regalos. Acércate para que la observe con detenimiento.
– ¿No es bellísima? Me la regaló el conde para mi cumpleaños. Dice que perteneció a todas las condesas de Witton desde que un antepasado suyo y cruzado de Ricardo Corazón de León la trajo de Tierra Santa. -Se quitó la cadena y se la tendió a lord Cambridge.
– Es una pieza sublime, tesoro -confirmó luego de examinarla y devolverla a su dueña-. Espero que Crispin tenga tan buen gusto como su ancestro.
– Vine a decirte que tomaremos la barca de mamá y pasaremos el día junto al río. Acabamos de ver pasar a la corte rumbo a Greenwich.
– Nunca entenderé por qué el rey se empecina en ignorar las mareas. Ese necio cree que puede controlar todo en su vida. Ve, pequeña, y diviértete. Yo me encargaré de entretener a tus cuñadas. Tal vez las lleve a la torre para ver los leones del rey. ¿Dónde está Banon? ¿Ya llegó a casa?
– Sí, y desayunamos juntas. Ahora está durmiendo la siesta. Se siente muy feliz de estar contigo y de regresar a Otterly. ¿Robert Neville viajará con ustedes o ya ha partido hacia el norte?
– Viajará con nosotros, porque debemos pasar por la casa de su padre para firmar el compromiso y arreglar la fecha de la boda antes de seguir camino a casa. Vendrá hoy a la noche. ¿Verdad, Will?
– Así es, milord.
– Entonces, me marcho ya mismo, y reza porque pueda escapar al jardín sin ser acosada por mis cuñadas.
El conde la esperaba en el muelle. Muy galante, la ayudó a subir al bote. La barca navegó río arriba, manteniéndose siempre cerca de |a costa donde las corrientes eran menos traicioneras.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Philippa.
– No tengo la menor idea. Desconozco esta parte del río. Reconoceré el lugar cuando lo vea -dijo el conde mientras la estrechaba en sus brazos.
– ¿Y cómo lo verás si estás ocupado besándome? -preguntó con curiosidad. Crispin la miraba con una expresión extraña en sus ojos grises, pero esta vez Philippa no sintió ningún temor.
– Dudo que el sitio perfecto se encuentre tan cerca de la casa de lord Cambridge, así que podemos besarnos a gusto. La práctica es muy útil, dicen. -Sus labios rozaron los de Philippa-. Y tú has estado descuidando el estudio, pequeña. -Le dio un dulce y prolongado beso.
– Estaba esperando al maestro indicado, milord -le dijo en un tono seductor cuando sus labios se separaron-. ¿Acaso eres tú?
Philippa estaba asombrada de su desfachatez. ¡Estaba flirteando con el hombre que la desposaría al día siguiente! Crispin le levantó la barbilla y clavó la vista en sus ojos color miel, que lo miraban con una timidez irresistiblemente seductora.
– Lo soy, Philippa. Te enseñaré todas las técnicas amatorias, no solo los besos. ¿Comprendes?
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