– El adora a sus sobrinas. Vamos, milady, no perdamos más tiempo.

Philippa sonrió a la doncella.

– Me resulta extraño que me digas "milady".

– Ahora es la condesa de Witton, milady -replicó la doncella con orgullo. Estaba muy concentrada en su laboriosa tarea. Desató los cordones de las mangas, le sacó el corpiño y lo apartó a un lado. Luego, desanudó la falda y las enaguas, que cayeron al suelo.

La condesa abrió el cofre de las joyas y guardó los pendientes y la sarta de perlas. Luego se sentó en una silla y se lavó las manos y el rostro. Mezcló polvo de piedra y menta en un lienzo y se frotó los dientes. Repitió mecánicamente todos los pasos que solía dar antes de acostarse. Pero esa noche sería distinta: habría un hombre en su cama.

– Muy bien, ya está lista, milady -dijo la criada, y se retiró de la habitación haciendo una reverencia.

– El cabello… -murmuró Philippa-. Bueno, tendré que peinarme sola -rió.

Sentada frente a la ventana que miraba a los jardines, comenzó a cepillarse. Maybel y su madre le habían enseñado que debía darse cien cepilladas todas las mañanas y todas las noches. Las cerdas se movían a un ritmo constante a través de su larga y ondulada cabellera.

Contempló el paisaje. La luna estaba en cuarto creciente y, junto a ella, había una estrella. Era un espectáculo maravilloso. "¿Por qué no será así siempre?". De pronto, se abrió la puerta y escuchó los pasos del conde entrando en la alcoba.

Ella no se dio vuelta, pero su mano se detuvo en el aire, a la altura de la nuca. Sin decir una palabra, Crispin tomó el cepillo y lo deslizó por su melena caoba. Inmóvil y en silencio, la joven respiraba con dificultad.

– ¿Ya llegamos a las cien? -preguntó el conde.

– Perdí la cuenta, pero creo que sí, o más.

– Entonces hemos terminado. Tienes un cabello hermoso. -Tomó un mechón, se lo llevó a los labios y lo besó.

Se sentó junto a su esposa y le ciñó la cintura con los brazos. La muchacha dio un salto y él aflojó un poco la presión. Desnudó su cuello y lo besó amorosamente. Philippa sintió un ligero escalofrío. El conde comenzó a desatar las cintas de la camisa.

– No, por favor -suplicó, oprimiendo sus manos contra las de Crispin.

– Solo quiero acariciar tus dulces senos, pequeña -le susurró al oído, y le besó el lóbulo de la oreja.

– Estoy asustada.

– ¿De qué?

– De todo esto. De ti. De lo que pasará esta noche. -Las palabras salían con torpeza de su boca.

– Sólo estoy acariciándote. -Crispin logró liberarse de las manos de Philippa, le abrió la camisa y tocó su seno-. Soy tu marido, pequeña, no hay razón para que tengas miedo de mí. Debemos consumar el matrimonio para que tu familia quede satisfecha. De lo contrarío -agregó jocoso-, robaré tu dote y te dejaré por no haber cumplido con tus deberes conyugales.

– Jamás harías algo así -se enojó Philippa-. Eres un caballero honorable.

– Me alegra que tengas esa opinión de mí, pequeña -sonrió Crispin-. Soy un hombre honorable y, precisamente por eso, aceptarás que hoy se consume nuestra relación. Vamos, no temas. Uniremos nuestros cuerpos y nos brindaremos al placer.

– ¿Y por qué tiene que ser esta noche? ¿No podemos esperar un poco más?

– ¿Cuánto tiempo más quieres esperar? -rió el conde.

– No lo sé.

– Tiene que ser esta misma noche. Cuanto más lo posterguemos, más miedo sentirás. En cambio, si lo hacemos ahora mismo, verás que no es tan terrible e incluso es probable que quieras repetirlo más de una vez.

– La reina, y también la Iglesia, dicen que la única finalidad de la unión entre los esposos es la procreación, milord.

– Ni la reina ni la Iglesia se meterán hoy en nuestra cama, Philippa -repuso el conde con voz firme-. ¡Solo estaremos tú y yo! -y le dio un fogoso beso.

Primero, la joven mantuvo sus labios sellados, pero luego se doblegó. El conde introdujo su lengua hasta tocar la de su amada, y la acarició con frenesí. La besó hasta dejarla sin aliento. Ella se estremeció; de pronto, rodeó con sus brazos el cuello de Crispin.

– Me gusta que me beses -murmuró.

– Estás hecha para ser besada, acariciada y amada, pequeña. Puedo ser un perfecto caballero mientras no te toque, pero cuando te estrecho en mis brazos y saboreo esos dulces senos que tienes, soy capaz de perder el control, Philippa. Ninguna mujer me excitó tanto.

Philippa adivinó la pasión del conde en sus ardientes ojos grises.

– Te deseo -repitió el conde- y me alegra que me hayas obligado a esperar hasta este momento. Quedaremos extasiados de tanto placer.

Philippa sintió que sus huesos se derretían; no tenía fuerzas para moverse ni emitir palabra. Crispin la paró frente a él y le quitó la camisa. Sintió cómo la seda se deslizaba por sus caderas, sus muslos, sus piernas. Se sintió frágil, desnuda ante ese hombre. No sabía dónde mirar, tenía un nudo en la garganta.

A excepción de unas pocas mujeres, nadie la había visto desnuda. ¿Qué diría la reina? ¿Alguna vez se habría mostrado desnuda ante el rey? Probablemente no, supuso, pues Catalina jamás se sacaba la camisa, ni siquiera para bañarse.

– No es justo -se quejó-. Te estás aprovechando de mi inocencia.

– Es cierto -admitió el conde-. Ya mismo me quitaré la ropa para estar en igualdad de condiciones, -Se desnudó y arrojó las prendas junto a las de ella-. Voila.

En un acto reflejo, la joven se cubrió los ojos con ambas manos.

– ¡No, milord! Las velas están encendidas. Hay demasiada luz en la habitación.

Crispin apartó las manos de su rostro, pero los ojos de Philippa permanecían cerrados.

– ¿Por qué cierras los ojos? -preguntó el conde.

– Porque no llevas nada puesto, milord. No es correcto que veamos nuestros cuerpos desnudos. La Iglesia dice que Dios nos dio la ropa para cubrir nuestra vergüenza.

– Será más difícil hacerte el amor si estás vestida, Philippa -explicó el conde-. Además, si la finalidad de nuestra unión ha de ser la procreación, como nos enseña la Iglesia, es necesario que estemos desnudos. -Sintió ganas de reír pero no lo hizo. Maldijo a la reina española y su beata mojigatería, y comprendió la frustración del rey. ¿Cuánto tiempo había estado Philippa bajo la influencia de Catalina? ¿Tres, cuatro años? Aunque Crispin sabía que era imposible borrar en una sola noche todas las tonterías que le había inculcado la reina, decidió hacer el intento.

– ¡Abre los ojos! ¡Soy tu esposo y me debes obediencia! -ordenó el conde.

Sobresaltada por la severidad de su voz, la joven abrió sus ojos color miel y los fijó en un punto situado por encima del hombro de su flamante esposo.

– Sí, milord -susurró ruborizada y dio un paso hacia atrás.

Con una brusca y veloz maniobra, Crispin la arrastró hacia él y la abrazó.

Philippa forcejeaba inútilmente contra el cuerpo sólido de su marido.

En un momento, sus miradas se encontraron y Crispin procedió a explicarle cada detalle de lo que harían a continuación:

– Ahora, Philippa voy a acariciar cada pulgada de tu delicioso cuerpo y tú, del mío. Nos besaremos, y cuando se encienda la pasión nos uniremos como marido y mujer. Eso puede servir a la procreación, pero también provocar placeres insospechados, y no hay nada malo ni pecaminoso en ello. Lamento que la reina no haya experimentado jamás esos placeres. Pero tú, pequeña, los sentirás en cada fibra de tu ser.

– Su Majestad asegura que la esposa debe rezar el rosario y orar sin cesar mientras el marido está montado sobre ella.

– ¡Nada de rosarios ni plegarias! El único sonido que escucharé de tus labios serán gritos de júbilo y súplicas para que no me detenga. ¿Comprendes, Philippa?

El conde calzó sus vigorosas manos en el trasero de la joven, y comenzó a acariciarle las nalgas.

Sobresaltada, trató de liberarse de esas garras que la apretaban contra él. Era imposible. De pronto, sintió que algo duro presionaba su vientre y el estupor fue aún mayor.

– ¡Oh! -jadeó Philippa. Intentó alejarse de él, pero fue en vano-. ¿Crispin?

– ¿Qué? -preguntó. Sus ojos irradiaban una inmensa felicidad.

– Por favor…

– ¿Por favor qué?

– ¡Eres muy cruel! -exclamó mientras una lágrima rodaba por su mejilla.

El conde lamió la lágrima. La muchacha comenzó a temblar. El gestito le pareció lo más sensual que había experimentado en su vida.

– Sí, A veces un hombre debe ser cruel para ser gentil -dijo Crispin.

– No lo comprendo.

– No, ahora no comprendes nada, querida, pero ya entenderás.

La alzó y la depositó en la cama con delicadeza.

Ya no podía seguir apartando la vista, y se atrevió a mirarlo. Crispin tenía un cuerpo tan esbelto como las estatuas del jardín de lord Cambridge y, por cierto, mucho más hermoso que su rostro. Cuando se acostó sobre ella, la joven lanzó un suave gemido.

El conde había notado la expresión de admiración de Philippa, aunque sus ojos no habían siquiera vislumbrado su virilidad. Con sumo cuidado, Crispin se colocó en una posición que no la lastimara. Comenzó a besarla de nuevo. Tenía deseos de penetrarla, pero sabía que su esposa aún no estaba lista, y decidió esperar. Quería que la pérdida de la virginidad fuera lo menos dolorosa posible para ella. Le besó los labios y el rostro y vio con satisfacción cómo Philippa le devolvía sus besos tímidamente y lo rodeaba con sus brazos. En un momento dado, la hizo girar en la cama de modo que él quedara debajo de ella. Philippa lanzó un chillido de asombro, pero no protestó. La tiró hacia delante hasta que los senos de la joven quedaron a la altura de su boca. Primero hundió el rostro en la hendidura entre esos dos deliciosos frutos y luego, incapaz de contener su ardor, le lamió los pezones, primero uno, después el otro, hacia atrás y hacia delante, hasta que ella emitió un gemido casi inaudible. Crispin apretó con sus labios una de esas tentadoras fresas y comenzó a succionarla con vigor, escuchó un grito, pero esta vez era de placer. Cuando exprimió al máximo el primer pezón, pasó al segundo y lo atizó con deleite, mientras ella subía y bajaba la cabeza, sacudiendo su roja cabellera.

– ¡Esto está mal! -jadeó Philippa.

El travieso conde le mordió el pezón.

– ¡Ay, Crispin! -exclamó, pero no exigió que se detuviera. Haciéndola girar nuevamente, se puso encima de ella y comenzó a lamerle el cuerpo con su carnosa lengua. Se detuvo en la garganta, para sentir cómo se aceleraba el pulso bajo sus caricias; luego, pasó a los hombros, los brazos, las manos… Luego, deslizó la lengua por su bello torso y besó la suave curvatura de su vientre. Quería saborear el néctar de su virgen femineidad, pero temía que su joven e inocente esposa se asustara al sentir una pasión tan intensa. Entonces, se acostó junto a ella y la abrazó, mientras su mano exploraba su intimidad. Le acarició el monte de Venus y luego metió un dedo entre los húmedos labios.

– ¡No! ¡No debes hacer eso! -exclamó Philippa.

– Sí, lo haré. -Tocó su pequeña gema y comenzó a atizarla, primero despacio y luego con insistencia, sonriendo al oír los gemidos que su mujer no lograba ahogar.

¿Qué estaba haciendo? ¿Y por qué era tan… tan… maravilloso? No, debía detenerlo. Eso estaba muy mal. El propósito de la unión carnal era, pura y exclusivamente, la procreación. Pero, por cierto, todavía no se había producido la unión carnal. Una ráfaga de placer estremeció su cuerpo y la aturdió tanto que al principio no se dio cuenta de que el conde había introducido uno de sus dedos.

Entretanto Crispin maldecía para sus adentros, la joven era demasiado estrecha. Con la punta del dedo tocó el himen. Estaba intacto, lo que probaba su inocencia. Empujó un poco más y entonces Philippa, plenamente consciente de lo que estaba sucediendo, pegó un grito.

– ¡Nooo!

– Sí, pequeña, llegó el momento -dijo, y al instante estaba montado sobre ella. Logró separar los muslos que oponían resistencia y se colocó en posición de ataque. Había querido penetrarla desde el momento en que había entrado en la alcoba. Crispin podía sentir cómo su miembro rígido como una piedra latía a causa de la ansiedad por iniciar la batalla. Comenzó a moverse para penetrarla.

– ¡No! -bramó Philippa-. ¡No!

Pese a las protestas, la joven estaba húmeda a consecuencia del placer que le prodigaba su esposo. El conde la apaciguó con gestos y palabras tiernas. Y continuó empujando. Despacio, despacio. Cuando metió la punta, sintió una fuerte opresión en su virilidad. Siguió penetrándola hasta que se topó con la barrera de la virginidad. Entonces se detuvo.

– No soporto más -sollozó-. Es demasiado grande. Me lastimarás.

No podía decirle nada que la aliviara y él lo sabía muy bien. Debía apresurarse a romper su virginidad. Empujó con violencia y sintió cómo se desgarraba la delgada membrana.