– ¿Romperás tu promesa de ir a Francia? ¡No podemos rechazar esa invitación!

– Iremos a Francia, pequeña. Cuando doy mi palabra, la cumplo -repuso el conde y luego le acarició el rostro con ternura-. Es probable que ya haya plantado una semillita en tu vientre, señora -agregó y se rió al ver cómo sus palabras avergonzaban a la joven-. Fuiste una virgen muy receptiva y apasionada. -Posó los labios en su frente.

– Milord, no hables de asuntos tan íntimos. Los remeros podrían oírnos.

– Dos veces -susurró Crispin-. Dos veces te entregaste con ansia para recibir mi semilla en tu jardín secreto. ¡Dios me guarde! Me siento excitado de solo pensar en lo que hicimos anoche.

– ¡Crispin, compórtate!

– Podría hacerte el amor aquí mismo -murmuró. Tomó su mano y la apretó contra su virilidad ardiente, oculta bajo la casaca-. Tal vez más tarde te siente en mi regazo, despacio, muy despacio, levante tus faldas y te penetre profundamente. Entonces te enseñaré a cabalgar en tu brioso semental mientras sofoco tus gritos con mis besos. ¿Te gustaría eso, señora?

– Tus impúdicas palabras me avergüenzan, milord -murmuró, pero siguió apretándole la entrepierna.

– Cuando lleguemos a casa, te enseñaré a tocarlo, chiquilla -replicó Crispin St. Claire, y apartó la mano de la joven.

Philippa dirigió la mirada hacia el río. El corazón le latía con violencia. Sintió un ardor en todo el cuerpo y la suave brisa no alcanzaba a apagar el fuego. Cerró los ojos para serenarse, pero la asaltaron las voluptuosas imágenes de su noche de bodas. Trató de recordar las enseñanzas de la reina. Catalina nunca había mencionado el placer en sus lecciones. Philippa empezó a pensar que, tal vez, estaba mal haber disfrutado tanto, que no debería excitarse con las palabras seductoras que acababa de susurrar el conde, ni desear que su esposo volviera a tomarla en sus brazos y la poseyera por completo. Cuando el conde tomó de nuevo su mano, la joven se sobresaltó.

Crispin le besó el dorso, luego, cada uno de los dedos y por último, la palma.

– No te asustes, querida -trató de aliviarla, consciente del duelo de emociones que se libraba en la mente de su esposa-. Todo saldrá bien, te lo prometo.

Sin soltarle la mano, se puso a contemplar el río.

Philippa cerró los ojos una vez más. El trajín de la corte, las semanas previas a la boda y la noche anterior habían agotado sus fuerzas. Sí, estaba cansada, pero ya no tenía miedo. De repente, sintió deseos de que Banon estuviera con ella para contarle todo. Aunque no hacía falta. Muy pronto su hermana descubriría que el matrimonio podía ser algo maravilloso si se encontraba al hombre adecuado.

CAPÍTULO 14

Hacia el mediodía, la barca se acercó a la costa.

– Ahora, déjennos solos -ordenó el conde a los remeros-. Los llamaré cuando estemos listos para continuar el viaje. Han remado a buen ritmo. Llegaremos al King's Head al atardecer. ¿Tienen comida?

– Sí, milord, gracias. Vamos a comer y a descansar un rato. Philippa extendió el mantel sobre la hierba y, cuando se sentó, las faldas se extendieron a su alrededor.

– Ven a almorzar, milord.

En la cesta encontraron un verdadero banquete y hasta una botella de vino tinto. El aire era más cálido que a la mañana y comieron hasta vaciar la canasta.

– Es el Día de Mayo más bello que he tenido. El viaje por el río fue maravilloso -suspiró Philippa.

– Pasaremos por Windsor esta tarde.

– Nunca vi el palacio desde el Támesis. Siempre íbamos de Richmond a Greenwich por el río pero, salvo aquel día de campo, nunca me aventuré más allá de la casa del tío Thomas.

Se acostó plácidamente en la hierba. Crispin se tendió junto a ella y le tomó la mano.

– Tengo que confesarte algo, Philippa. La idea del viaje en barco fue de lord Cambridge. Le parecía más romántico y menos agotador que hacer todo el trayecto a caballo o en carruaje. Yo no estaba nada entusiasmado, pero igual acepté su plan. ¡Y no me arrepiento en lo más mínimo! Es la mejor forma de festejar la primavera.

Apoyándose en uno de los codos, contempló su bello cuerpo y le dio un beso.

– Crispin -murmuró Philippa-, los remeros… Alzó su cabeza y sonrió con picardía.

– ¿Por qué crees que les ordené que nos dejaran solos? Te aseguro que entendieron perfectamente mi mensaje, así que no debes preocuparte. Tengo el firme propósito de hacerte el amor bajo los árboles, y si no me permites satisfacer mi deseo aquí y ahora, en algún momento de la tarde, mientras estemos en la barca, te poseeré cuando me plazca. La decisión es tuya, señora. -Su mirada denotaba que no estaba bromeando.

– Eres muy perverso, milord. ¿Y si pasara un pastor o una lechera y nos sorprendieran en flagrante delito?

Crispin le levantó las faldas y acarició sus suaves muslos.

– Un hombre retozando con su esposa no es un delincuente. ¡Philippa, eres tan deliciosa y cautivante!

La besó con furor, separándole los labios con la lengua.

¿Por qué se sentía tan débil y aturdida cuando él la embestía de esa manera? Abrió la boca y acogió esa lengua sensual mientras los hábiles dedos del conde jugueteaban con sus labios íntimos. Sus senos estaban a punto de saltar del corpiño. Maldijo la idea de usar un vestido tan complicado de desabrochar. Entre tanto, el conde excitaba con la yema de los dedos la pequeña y sensible cresta de su femineidad. Ella ronroneó.

– Crispin, no sigas, por favor.

– ¿Por qué? -susurró mientras deslizaba dos dedos en la venusina caverna.

– No sé -logró articular-. ¡Oh, no! ¡No deberías hacer eso, no!

– ¿Por qué? -preguntó otra vez. Luego la cubrió con su cuerpo y comenzó a penetrarla.

– ¡Oh, por Dios! -Philippa lo acogió y sintió cada pulgada de su virilidad. Su longitud, su grosor, su calor.

– De modo que te gusta, ¿eh? -musitó lamiéndole la oreja-. Te gusta mucho, muchísimo. Dime que me deseas tanto como yo a ti, pequeña.

– ¡Sí! -jadeó-. ¡Sí! -Y siguió gimiendo. El conde se movía a un ritmo cada vez más frenético hasta que los dos aullaron de éxtasis, fundiendo sus cuerpos en uno solo.

Más tarde, Crispin se puso de pie, se acomodó la ropa y recobró su porte distinguido. Philippa alzó la vista hacia él. Jamás había imaginado que ese hombre tan elegante fuera tan apasionado. Al ver que estaba despierta, el conde se agachó, la levantó entre sus brazos y la besó con ternura.

– Debemos irnos. Llamaré a los remeros.

– ¿Tengo un aspecto decente? -preguntó Philippa.

– Estás perfecta, señora -replicó luego de alisarle las faldas.

– La próxima vez, desátame el corpiño, Crispin. Me costaba respirar. De ahora en más, usaré vestidos que se anuden en la parte delantera.

– No es mala idea -acordó su flamante esposo-. Eché de menos esos apetitosos frutos que posees. Hoy a la noche les pediré disculpas por haberlos abandonado.

– ¡No haré el amor contigo en una posada pública! -declaró indignada.

– Ya veo. En la ribera del río sí, pero en la posada no.

– ¡La gente puede oírnos!

– Todo depende de las habitaciones que nos den.

Pasaron por el gran castillo de Windsor, cuyas torres y almenas se alzaban sobre el Támesis. Philippa siempre había admirado su magnificencia, pero desde el río le resultaba aun más imponente y amenazador. Recordó las partidas de caza en las que había participado durante los meses de otoño. Cuando dejaron atrás el castillo de Windsor, divisó las hermosas colinas de Chiltern. Llegaron a la posada King's Head poco después de la puesta del sol. El cielo seguía iluminado, pues la noche caía muy tarde en primavera.

Lucy y Peter, el lacayo del conde, los estaban esperando. Lord Cambridge había reservado toda un ala de la posada, que constaba de una inmensa alcoba para los recién casados, dos pequeños cuartos destinados a los sirvientes y un comedor privado. Los remeros cenarían en la cocina y pasarían la noche en los establos.

– La cena fue ordenada previamente por lord Cambridge, milord -anunció Peter a su amo.

– Dile al posadero que nos sirva, entonces. Ha sido un día muy largo y la dama está ansiosa por retirarse a las habitaciones a descansar.

– Sí, milord.

Lucy había acompañado a su ama a la alcoba para que se refrescara.

– El viaje no fue nada malo, milady. El tal Pedro resultó ser un buen hombre y una agradable compañía.

– Tendrías que haber visto Windsor desde el Támesis -comentó Philippa-. Parece el doble de grande, o más. Me sentía diminuta en un barquito minúsculo. Todo se ve diferente desde el río. Tío Thomas tuvo una idea brillante y siempre se lo voy a agradecer. -Se lavó la cara y las manos. Cuando terminó, le dijo a su doncella-: Ve a cenar ahora y luego me ayudas a prepararme para la cama, ¿de acuerdo?

– Gracias, milady -replicó Lucy haciendo una reverencia. Acompañó a Philippa al comedor privado y luego desapareció, seguida por Peter.

Al rato se presentó el dueño de la posada, escoltado por tres jóvenes sirvientas que cargaban tres bandejas enormes. Crispin St. Claire rió para sus adentros al ver la cena. Lord Cambridge no había sido muy sutil en la elección del menú: ostras para el caballero y espárragos verdes en salsa de limón para la dama. Echó una mirada a Philippa y vio cómo chupaba los carnosos tallos y se lamía los labios con fruición.

– ¡Me encantan los espárragos! -exclamó la flamante esposa con gran entusiasmo-. ¡Qué dulce es el tío Tom que se acordó de este detalle!

Philippa no tenía idea de cómo ese plato inocente estaba afectando a su marido.

– Milord encontrará una tarta de manzanas con crema sobre aquella mesa -indicó el posadero al conde. Luego, le presentó sus respetos y, azuzando a las criadas, salió de la habitación y cerró la puerta.

Crispin y Philippa se echaron a reír.

– Cómo se nota que el tío Tom anduvo por aquí. Estoy segura de que vino en persona y abrumó al pobre hombre con miles de instrucciones.

– Y no nos defraudó, pequeña. El menú fue perfecto y la comida, deliciosa. Ojalá nos atiendan así en todas las posadas.

– Seguro que sí -replicó Philippa. Conocía muy bien a Thomas Bolton y sentía que, segundo a segundo, aumentaba la enorme deuda que tenía con él y que jamás podría pagarle. Gracias a él había conocido al conde, con quien disfrutaba de los placeres de la cama. Además, Crispin era un hombre bondadoso.

Sin embargo, sospechaba que el conde no compartía del todo su devoción por servir a la reina. Rezó en silencio y rogó a Dios que Crispin lograra comprenderla.

Cuando terminaron de comer, aun no había anochecido. El sonido de flautas, tambores y címbalos inundó la estancia. Se acercaron a la ventana y vieron que habían instalado un Palo de Mayo en la plaza de la aldea. Las parejas se estaban preparando para comenzar el baile. Philippa miró suplicante a su esposo y él asintió con la cabeza. En el corredor de sus apartamentos había una puerta que comunicaba con el exterior. Tomados de la mano, salieron para ver a los jóvenes danzando alrededor del poste engalanado con coloridas cintas que los bailarines enredaban con sus saltos y piruetas. Era el final perfecto de un día perfecto.

El conde volvió a hacerle el amor esa noche, luego de convencerla de que nadie podría oírlos, pues sus habitaciones se hallaban en el extremo más alejado de la posada. Crispin fue tierno y cariñoso.

Cuando finalmente llegaron a Oxford, con su bullicio y ajetreo, Philippa se alegró: la ciudad le resultaba vivificante, incluso más que Londres. La posada elegida por lord Cambridge quedaba sobre el camino que conducía a Brierewode.

– Tendremos que salir al amanecer -anunció el conde.

– De acuerdo, milord. Sé que estás ansioso por llegar y yo muero de curiosidad por conocer mi nuevo hogar.

– Te encantará.

Philippa le sonrió, pero dudaba de que fuera a gustarle. "Será otra finca en medio del campo -pensó-. No es la corte. Me aburriré enseguida. Por suerte, en un par de semanas volveremos a reunimos con el rey y la reina".

Por primera vez desde el 30 de abril, el día amaneció gris y nublado, aunque no llovía. Partieron de Oxford bajo una luz mortecina. Los acompañaba una tropa de guardias armados que habían contratado en Henley. Lucy y Peter iban en la retaguardia, junto al carro que transportaba las pertenencias de la condesa. Ya avanzada la tarde, Philippa escuchó la voz de Crispin en medio del ruido de los cascos de los caballos.

– Ya casi llegamos, pequeña. Ahí adelante está la aldea de Wittonsby. ¿Alcanzas a ver la aguja de la iglesia?

– ¿Cómo se llama el río que estamos bordeando?

– Windrush. Podrás verlo desde la casa, Luego de la próxima curva, sobre la ladera de las colinas, está Brierewode -anunció con alegría.