Cuando doblaron la curva, Philippa alzó la vista y descubrió una hermosa casa de piedra gris con tejados a dos aguas y altas chimeneas.

– Es encantadora -reconoció.

En la pradera, junto al río, pastaba el ganado. Los campos estaban recién arados y la tierra, lista para ser sembrada. Los labriegos interrumpieron sus tareas para observar a la comitiva. Cuando reconocieron a su amo, todos gritaron al unísono y agitaron sus manos con gran efusividad. Crispin St. Caire les devolvió el saludo. Philippa entendió de inmediato que su marido era amado por su gente.

La aldea estaba ubicada a lo largo de la ribera bordeada por añosos sauces. Las granjas de piedra, con sus techos de paja, estaban muy bien conservadas. Los esposos y su cortejo cruzaron la plaza principal, donde había una hermosa fuente, y se detuvieron ante la iglesia de piedra que se alzaba hacia el cielo. Los pobladores abandonaron sus casas y sus campos para dar la bienvenida al conde. Alertado por uno de los niños, el sacerdote salió presuroso del templo.

El conde levantó la mano para pedir silencio; fue obedecido al instante.

– Les presento a Philippa Meredith, condesa de Witton, a quien he desposado hace seis días en la capilla de la reina Catalina. El párroco se acercó e hizo una reverencia.

– Bienvenido a casa, milord. Bienvenida a Wittonsby, milady. Dios bendiga su unión con muchos hijos. Soy el padre Paul -dijo dirigiéndose a Philippa. Era un hombre sencillo de mediana edad.

Luego, un hombre de baja estatura y rostro rubicundo dio un paso adelante y tomó la palabra.

– Bienvenido a casa, milord -dijo, arqueándose en una cómica reverencia-. Me alegro de que haya regresado. Bienvenida, milady -agregó, despejándose la frente a modo de saludo. Luego, arengó a la multitud-: ¡Gritemos tres hurras por el señor y su novia! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Y todos los pobladores vitorearon a coro.

– Es Bartholomew, mi capataz. Bario es un buen hombre -explicó el conde a Philippa-. La condesa y yo agradecemos a todos por tan grato recibimiento -dijo a la multitud. El conde y su comitiva se retiraron de la plaza saludando, y subieron la arbolada colina donde se hallaba Brierewode.

El mayordomo los aguardaba en la puerta y los mozos de cuadra procedieron a hacerse cargo de los caballos.

– Bienvenidos a casa, milord, milady -saludó el mayordomo con una reverencia-. ¿Desea que atienda a los guardias, milord?

– Sí. Aliméntalos y alójalos en algún sitio; por la mañana, dile a Robert que les pague por su servicio.

Crispin miró a Philippa y, lomándola por sorpresa, la levantó en sus vigorosos brazos y la llevó en andas hasta el vestíbulo, donde la depositó suavemente.

– Es una vieja costumbre.

– Lo sé, pero la había olvidado -rió Philippa-. Enséñame toda la casa, no quiero perderme ningún detalle.

– ¿No estás exhausta por el viaje, pequeña?

– Sí, pero la curiosidad por conocer mi futuro hogar es más fuerte que el cansancio.

Las paredes del salón estaban revestidas con paneles de madera oscura. El techo era altísimo; de sus vigas doradas y talladas pendían banderas de colores que, según le explicó el conde, eran los estandartes que sus ancestros portaban durante las batallas en Inglaterra, Escocia y Tierra Santa.

– Siempre hemos luchado por Dios, el rey e Inglaterra, Philippa.

Una gran chimenea de piedra encendida caldeaba el recinto y, justo enfrente, había unos altos ventanales de vidrio en forma de arco. Desde allí se podía ver el río Windrush, que corría a lo largo del valle, al pie de la colina sobre la que estaba emplazada la casa.

– Nuestro hogar se construyó hace trescientos años, pequeña, y se hicieron varias reformas en el transcurso del tiempo. Las cocinas ahora están en el sótano y no en un edificio separado como antes.

– ¿Qué más hay en este piso de la casa?

– Está la habitación donde el capataz, mi secretario Robert y yo discutimos los asuntos de Brierewode. Y también tengo una biblioteca. ¿Sabes leer?

– ¡Por supuesto! -contestó Philippa con orgullo-. Sé leer, escribir y hacer cuentas, no olvides que se suponía que algún día iba a encargarme de Friarsgate. A mamá no le gusta que su fortuna sea administrada por personas extrañas. Mis hermanas y yo aprendimos todas esas cosas y también hablamos varios idiomas. Cuando llegué al palacio, sabía francés, griego y latín, tanto el eclesiástico como el vulgar. Aprendí un poco de italiano y alemán en la corte. He notado que los venecianos son muy encantadores. En el salón de Friarsgate hay un retrato de mi madre que fue pintado por un artista veneciano.

Crispin se sobresaltó al oír esto último. Recordó haber visto el retrato de una ninfa vestida con una túnica traslúcida y con un seno al aire en el salón del palacio del duque de San Lorenzo. Bastó contemplar el cuadro solo una vez para que lo cautivara por completo. De pronto, relacionó la imagen de esa mujer con su esposa y advirtió que el parecido era asombroso. Sabía que no era Philippa, aún era demasiado joven para irradiar tanta sensualidad. No. Era la efigie de una mujer amada y enamorada. El conde se quedó sumamente intrigado y decidió que la próxima vez que se encontrara con Thomas Bolton le preguntaría si sabía algo al respecto.

– ¿Puedo usar tu biblioteca? -inquirió Philippa.

– ¡Desde luego!

– Muéstrame más cosas.

– No hay mucho más para ver. Solo quedan las alcobas y los áticos donde duermen los sirvientes. ¿No prefieres explorar la casa sola en otro momento, mientras me ocupo de mis asuntos?

– De acuerdo, así no me aburro.

– ¡Bienvenido, milord! -Una mujer alta y de contextura grande irrumpió en el salón. Tras hacer una reverencia, se presentó ante la nueva condesa de Witton-: Milady, soy Marian. Tengo el honor de ser el ama de llaves de Brierewode, estoy a su entera disposición. -Acto seguido, le entregó un manojo de llaves-. Aquí tiene, milady.

– Guárdalas, Marian -dijo Philippa con voz cálida-. Soy una extraña aquí y necesitaré que guíes mis pasos hasta que me sienta más segura. Además, pasaré gran parte del tiempo en la corte, pues soy una fiel servidora de nuestra buena reina.

El ama de llaves asintió con la cabeza.

– Gracias por su confianza, milady.

– Si mi esposo confía en ti, yo también lo haré. He traído a mi doncella Se llama Lucy. Necesitará una habitación propia, por pequeña que sea, y cercana a la mía.

– Me encargaré de ello, milady. ¿Desea que le enseñe sus aposentos ahora?

– Ve, pequeña -la animó el conde-. Tengo que hablar con Bartholomew y Robert antes de que termine el día. Besó a Philippa en los labios y se retiró.

– ¿Así que es una fiel servidora de la reina Catalina? -la vieja mujer parecía muy impresionada por esa información.

Philippa le contó rápidamente cómo su familia y ella misma habían servido a los reyes por mucho tiempo y agregó:

– Acompañaré a mi reina siempre que me necesite. Es un honor servirla. Es una de las mujeres más bondadosas que he conocido.

– Tuvimos suerte con esta reina. Lástima que el rey no consiga tener un heredero.

– La princesa María será quien nos gobierne algún día.

– Tal vez Su Majestad pueda engendrar un hijo que sobreviva -replicó Marian con esperanza y abrió una puerta de dos hojas-. Estos son sus aposentos, milady.

Lucy, que estaba adentro del apartamento, corrió alborozada al encuentro de su ama y, tras hacer una rápida reverencia, exclamó:

– ¡Es un sitio adorable, milady! ¡Seremos tan felices aquí!

– Cuando no estemos en la corte, Lucy -aclaró Philippa riendo- estoy segura de que seremos muy felices en Brierewode. ¿Ya conoces a la señora Marian, el ama de llaves?

– Señora -dijo la doncella haciendo un gesto de cortesía.

– Lucy -replicó la mujer-, si tienes un momento libre y tu ama te autoriza, te presentaré al resto de la servidumbre. Peter, el lacayo del señor, es mi hermano y ya me ha contado que eres una muchacha de buena reputación.

– ¿Puedo ir, milady?

– Ve tranquila. Exploraré el lugar sola.

– Sé que querrán disfrutar de una buena comida -acotó el ama de llaves-, pero hoy preparamos una cena muy sencilla, no esperábamos al conde.

– Estamos muy cansados del viaje, Marian, y lo que más necesitamos es reponer nuestras fuerzas. Lo que haya de cenar hoy será más que suficiente. Mañana hablaremos de temas culinarios. Me interiorizarás sobre los gustos del conde y yo te contaré cuáles son mis platos preferidos.

– Muy bien, milady -asintió Marian y se retiró junto con Lucy. Con la ayuda del ama de llaves, sería fácil administrar la casa. Philippa se preguntó si su esposo la acompañaría siempre a la corte o si preferiría quedarse en Oxfordshire. Le gustaba Crispin St. Claire. Era ingenioso, inteligente y, por cierto, muy apasionado. No era tan apuesto, pero no le importaba. ¿A quién se parecerían sus hijos? Solo esperaba que al menos sus hijas heredaran la belleza de la madre.

Hijas. Hijos. ¿Cuántos hijos querría el conde? ¿Sería ella una mujer fértil? Su madre había parido ocho bebés, de los cuales siete habían sobrevivido. ¿Volvería a quedar embarazada? Conocía muy bien a Rosamund y sabía que la decisión dependía exclusivamente de ella y no de Logan Hepburn. ¿Pero cómo se tomaban esas decisiones? Lamentaba que Rosamund estuviera ausente en esos momentos tan cruciales de su vida. Decidió plantearle todas sus dudas en persona, cuando se reencontraran en otoño.

Se sentó en el sillón junto al fuego y se quedó dormida. Lucy la despertó para la cena. Philippa bostezó y se estiró para desperezarse.

– No creo que pueda cenar -dijo la nueva condesa de Witton.

– Yo también estoy muy cansada, milady. Permítame que le quite el vestido y le ponga un camisón limpio. ¡Ah! Esta es una casa muy linda y los sirvientes son muy amables. Me recuerdan a la gente de Friarsgate.

– Mañana a la mañana tomaré un buen baño -anunció.

– Sí, milady. Encontré la bañera antes de que usted llegara. Es grande y confortable. Ahora, siéntese. Traeré la jofaina.

Extenuada, Philippa se acostó. Trató de mantenerse despierta, pero los ojos se le cerraban obstinadamente. Al verla dormitando, Lucy colocó el lavamanos sobre el fuego y salió en puntas de pie. Cuando pasó por el salón, vio al conde y caminó hacia él.

– ¿Qué ocurre, Lucy?-preguntó Crispin.

– Con su permiso, milord. Quería avisarle que la señora cenará en la alcoba. La pobre apenas puede mantenerse despierta.

– Subiré en cuanto pueda.

Lucy bajó a la cocina y preparó una bandeja con una cazuela de guiso, pan, manteca y un jarro de sidra. Cuando entró en la alcoba de su ama, se encontró con el conde, que observaba a su esposa dormida. "¡Bendito sea! -pensó la doncella-, ¡Qué mirada más tierna!". Dejó la bandeja sobre la mesa y le golpeó suavemente el hombro de Philippa.

– Milady, la cena está servida. Se sentirá mucho mejor después de comer, ya lo verá. Su atento esposo está a su lado esperando que se despierte.

– Mmmh -murmuró Philippa y abrió los ojos-. ¡Crispin! El conde la miró y le sonrió.

– Tiene razón, pequeña. Come algo antes de volver a dormir. Lucy, trae la bandeja. La señora comerá en la cama. -El conde la ayudó a sentarse y colocó las almohadas en su espalda.

La doncella colocó la bandeja en el regazo de la joven esposa y se alejó a un rincón. Con ojos somnolientos, Philippa miró la comida y negó con la cabeza. El olor era delicioso, pero no tenía fuerzas para comer.

Crispin levantó la cuchara y comenzó a alimentarla. Abrió la boca, obediente, y tragó. El conde repitió los mismos movimientos hasta que el plato quedó vacío.

– Tengo un cansancio increíble.

– Tus tareas en la corte son agotadoras. Espero que cuando tengamos hijos ya no te resulte tan placentera esa forma de vida.

– No puedo abandonar mis obligaciones. Le debo lealtad a [a reina.

– Lucy, llévate la bandeja. Te llamaré cuando te necesite. -Una vez que la doncella se hubo retirado, continuó-: Has sido dama de honor durante cuatro años. Ahora eres una mujer casada y muy pronto otra muchacha ocupará tu lugar junto a la reina.

– Tenemos que acompañar a los reyes a Francia -le recordó Philippa.

– La reina sabe lo mucho que deseas ir a Francia y nos ha invitado para retribuir tu lealtad. Pero apenas termine el receso estival, deberás asumir tu rol de condesa de Witton. Deseo un heredero y es tu deber dármelo. Catalina conoce mejor que nadie las obligaciones de una esposa. Si le preguntaras, te diría lo mismo que yo.

– Prometiste que me dejarías permanecer en la corte.

– No. Dije que visitaríamos la corte. Si no estás encinta, iremos allí en Navidad y en mayo del año que viene. No me casé contigo porque fueras una dama de honor, pequeña.