– ¡No, claro que no! ¡Te casaste conmigo por las tierras de Melville!
– Es cierto, no voy a negar que la dote fue un factor importante. -Philippa lo fulminó con la mirada.
– ¡Lograrás que te odie!
– Espero que no, pequeña, porque me he habituado a tu compañía y me sentiría muy solo sin ti. ¿Es tan terrible renunciar a la corte?
– Siempre fue mi única ambición.
– Era el sueño de una niña, pero ahora eres una mujer, Philippa. ¿Acaso no aspirabas a casarte y tener hijos como otras jovencitas?
– Sí, quería casarme con Giles FitzHugh, pero me abandonó por la Iglesia.
– Entonces, lord Cambridge corrió a buscarte un marido y por uno de esos azares de la vida me encontró a mí. Dices que te gusta hacer el amor y, por cierto, lo has demostrado muy bien.
– ¿Acaso está mal? -se preocupó Philippa.
– No, está bien, y me alegra que disfrutes de los placeres del lecho conyugal. Pero uno de los propósitos del amor es tener hijos, y eso será imposible si pasas todo el tiempo en la corte y yo me quedo en Brierewode ocupándome de mis tierras, como corresponde.
– ¡Estás hablando como mi madre! -rezongó Philippa.
– Y tú estás hablando como una niña malcriada que no acepta asumir sus responsabilidades.
– Si eso es lo que piensas, ¿por qué no te quedas en casa mientras viajo a Francia con los reyes? Puedes administrar tus preciosas tierras perfectamente solo; no necesitas mi ayuda para eso.
– Ahora eres mi esposa y no irás sin mí.
– ¿Me estás prohibiendo ir a Francia?
El conde notó un brillo asesino en sus ojos.
– No, porque sé que ese viaje significa mucho para ti. Además, el encuentro entre el rey Enrique y el rey Francisco será un acontecimiento extraordinario que contaremos a nuestros hijos en el futuro. -Volvió a besar su pequeña mano-.Vamos, chiquilla, aplaca esa furia y hagamos las paces. Tenemos muchos años por delante y miles de oportunidades para pelear.
Philippa no pudo evitar reír. Sin duda, su marido era un hombre encantador.
– Te perdono por haberme hecho enojar, Crispin.
El conde soltó una carcajada. En ese momento entendió que su esposa siempre iba a querer tener la última palabra y que él casi siempre le haría creer que la tenía la mayor parte del tiempo.
– Le diré a Lucy que te prepare para dormir. Iré a comer al salón. Esta noche podrás descansar tranquila.
Se puso de pie, se inclinó en una galante reverencia y abandonó el cuarto.
Philippa no tardó en quedarse dormida. En un momento de la noche, se despertó y sintió el cuerpo de su marido pegado a su espalda. Era una sensación muy gratificante.
CAPÍTULO 15
Philippa no tardó en descubrir varias diferencias entre Brierewode y Friarsgate. Comparado con la propiedad de su madre, Brierewode era mucho más pequeño, aun con la anexión de Melville. Mientras que las praderas y los campos de Friarsgate eran muy extensos y, en gran parte, agrestes, las tierras del conde de Witton estaban divididas en parcelas prolijamente sembradas y cultivadas. El ganado pastaba en un terreno rodeado por setos bajos para evitar que los animales escaparan. Varios terratenientes desconfiaban de ese sistema y otros incluso lo reprobaban abiertamente. Sin embargo, los vecinos de Crispin St. Claire no habían planteado ninguna queja hasta el momento.
Además, la región era mucho más civilizada de lo que Philippa había temido. Los vecinos vivían bastante cerca y el lugar era ideal para criar a sus futuros hijos.
No obstante, había un problema. La joven no lograba hacer entender a su esposo que lo más importante en su vida era servir a la reina Catalina, siguiendo la tradición familiar de los Meredith, fieles servidores de los Tudor.
Un día, Philippa recibió una carta de su madre que incluía la receta de un brebaje para evitar el embarazo y un sobre con semillas de zanahorias, el principal ingrediente de la poción.
– Dudo que el sacerdote apruebe eso -se preocupó Lucy-. Perdone el atrevimiento, milady, pero le recuerdo que su obligación es darle un hijo al señor conde.
– Mamá toma esta poción.
– Pero ella ya cumplió con sus deberes hacia su padre y hacia lord Hepburn -alegó la doncella. Philippa entrecerró los ojos.
– ¿Eres infeliz a mi lado, Lucy? ¿Acaso deseas volver a Cumbria?- Lucy conocía muy bien a su ama y sabía que la amenaza no iba en serio.
– ¿Usted me pediría que pusiera en peligro mi alma inmortal, milady?
– Si mi madre me envió esto, es porque quiere que lo use. ¿Vas a cuestionar a la dama de Friarsgate? Annie jamás haría semejante cosa.
– Pero yo no soy mi hermana. De acuerdo, no protestaré porque lo tome hasta que volvamos de Francia. Además, es una suerte que su esposo aún no la haya preñado. Se ve que es un hombre fogoso.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, ruborizada.
– Porque cada mañana, cuando tiendo la cama, me encuentro con un revoltijo de sábanas.
– Tienes ojos demasiado curiosos, Lucy.
– Está bien, le prepararé el brebaje. Aunque ahora no lo necesita pues está en el período menstrual. Eso dice la carta.
– ¡Por qué te habré enseñado a leer! -se lamentó-. ¡Y no se te ocurra decir una palabra a mi marido ni a nadie! ¿Entendido?
– Sí, milady. Si el conde se enterara, me echaría a patadas a Cumbria, y me gusta el sur tanto como a usted. Si volviera, me obligarían a casarme con el hijo de un granjero y me quedaría estancada en el norte para siempre. Le reitero: no soy como mi hermana, feliz con su marido y sus hijos.
– Pero cuando tenga hijos, nos quedaremos varadas en Brierewode -Philippa quiso inquietar a su doncella, pero no lo logró.
– Dele uno o dos hijos y verá cómo la deja regresar a la corte. Todo saldrá bien.
Philippa asintió.
– ¿Sabías que el tío Thomas alquiló un barco para nosotros? Navegaremos junto con la flota real y la reina me ha pedido que lleve conmigo a varias damas de honor. Izaremos nuestro propio pabellón y no tendremos que andar mendigando un lugar para dormir.
– Al menos viajaremos cómodas a ese país extraño. Nunca subí a un barco, milady, pero, si mi hermana Annie cruzó el mar en barco, yo también lo haré, aunque me dé un poco de miedo.
A Philippa le gustaba galopar por las tierras de su marido y cada día se sentía más relajada y a gusto. Ya hacía bastante tiempo que había dejado la corte. Crispin cumplía con diligencia sus deberes de terrateniente y de esposo. Y Philippa disfrutaba tanto de sus caricias que la entristecía un poco tener que dejar Brierewode para reunirse con la corte en Dover.
El sobrino de la reina visitaría el palacio justo antes del ansiado viaje a Francia. Las damas y los caballeros que integraban la comitiva real debían estar en Dover para saludar a Carlos V. El emperador, hijo de la difunta hermana de Catalina, contaba apenas veinte años de edad y no conocía a su tía. No se llevaba bien con el rey francés, pues Francisco, al igual que Enrique, había aspirado al trono del Imperio y se había opuesto a la elección de Carlos de España.
Partieron de Brierewode una lluviosa mañana de mayo. Philippa se sentía de lo más excitada.
– Nos veremos en otoño, antes de ir al palacio para las fiestas navideñas -dijo a Marian.
El ama de llaves asintió y sonrió. Era imposible no simpatizar con una muchacha tan amable y encantadora como Philippa, pero, en su opinión, viajaba demasiado. ¿Cuándo se quedaría en la casa a hacer lo debía?
– ¡Buen viaje, milady y milord! -exclamó.
Primero fueron a Londres y se alojaron en la residencia de Thomas Bolton, donde Lucy los estaba esperando.
– Lord Cambridge mandó hacer unos vestidos hermosos para usted, milady -susurró la doncella, exaltada-, y también trajes para el señor que ya guardé en un baúl aparte. También empaqué sus joyas. Será un acontecimiento extraordinario; todo el mundo habla de eso. La cena va a ser sencilla, porque tuve que prepararla yo misma. La servidumbre en pleno se marchó a Otterly con lord Cambridge.
– Sírvenos la cena en nuestros aposentos. Supongo que tendré que olvidarme del baño, ya que no hay quien cargue los baldes de agua. ¡No sé cómo haré para quitarme el maldito polvo del camino!
– Puedo colocar una pequeña bañera en la cocina.
– Peter y yo la llenaremos con el agua del pozo -propuso el conde, que había escuchado la conversación.
– ¡Oh, gracias, milord! -se alegró Lucy.
Crispin St. Claire enlazó la cintura de su esposa con sus brazos.
– Te frotaré la espalda -dijo en tono lascivo.
– Y yo frotaré la tuya porque vamos a bañarnos juntos, milord. Conozco esa mirada, Crispin, pero no me acostaré con un hombre mugriento y con olor a caballo.
– ¡Qué fastidiosa! Jamás conocí una mujer tan obsesiva de la higiene, aunque tampoco conocí una mujer que huela tan dulce como tú, pequeña. Dudo que tengamos la suerte de bañarnos en Francia.
– Dondequiera que vaya, debo tener mi baño. Muchas de mis compañeras usan perfume para tapar la hediondez, pero mi nariz es muy sensible y la detecta enseguida.
– Iré a buscar el agua. ¡Peter!
Amo y criado llenaron dos grandes calderos y Lucy los puso sobre el fuego.
– El agua tardará en calentarse, milady.
Lucy corría agitada de un lado a otro. Colocó platos y jarros de peltre sobre la mesa de la cocina. Llenó un recipiente con mantequilla, sacó el pan del horno, buscó una tabla de madera y un cuchillo, y puso todo sobre la mesa. Luego le pidió a Peter que trajera una jarra de cidra de la alacena y llenara las copas. Tomó un cucharón y sirvió dos platos del suculento guiso, que constaba de trozos de carne, puerros y zanahorias sumergidos en una salsa a base de vino.
– ¡Por favor, siéntense! -invitó el conde a los criados-. No se queden esperando, porque se les va a enfriar la comida.
– Gracias, milord -replicó Peter mientras la doncella agregaba dos platos y dos jarros a la mesa.
Mientras comían se oía cómo el agua de los calderos empezaba a hervir. Philippa mojó con pan los restos de la salsa y esperó que los demás terminaran. Cuando finalizaron de comer, Peter se puso de pie.
– Con su permiso, milady, voy a llenar la bañera.
– ¡Controla la temperatura! -indicó Lucy mientras llevaba la vajilla al fregadero de piedra-. Milord, por favor, ¿sería tan amable de llenar un balde con agua fría? Y tú, Peter, cuando termines con la bañera, ve a los establos y trae la olla que les dejamos a los guardias.
Por fin, el baño estaba listo. Peter había regresado a los establos para hacerles compañía a los hombres armados. El conde había dado permiso a Lucy para retirarse. Philippa estaba feliz en su bañera y Crispin la observaba, disfrutándola.
– ¡El cepillo, milord! -pidió Philippa, sacando al conde de su ensimismamiento-. ¿No dijiste que me frotarías la espalda?
Él se arrodilló, tomó el cepillo, y comenzó a frotarle la espalda.
– ¡Qué pena que no haya lugar para los dos! -le murmuró al oído y le besó el lóbulo de la oreja- Me encanta bañarme contigo, Philippa.
Ella soltó una risita.
– Cuando te bañas conmigo me enredas entre tus piernas.
– Te haré el amor esta noche.
– Tenemos que madrugar mañana.
– Pero no podremos retozar hasta llegar a Francia. Además, tú odias las posadas públicas.
– Le pediré a Lucy que vierta más agua. ¡Detente, Crispin, mi espalda es muy sensible!
Crispin la enjuagó con suavidad hasta que desapareció toda la espuma de su piel. Cuando salió de la bañera, la abrazó.
– Crispin, no -lo regañó, al observar el bulto en su entrepierna.
– No pienso esperar un minuto más, pequeña.
Se quitó la camisa y el resto de las prendas y la fue empujando hasta la mesa. Aferró su rostro con las manos y le dio un imperioso beso.
– ¡Crispin! -protestó una vez más-. ¡Los criados!
– Peter está jugando a los dados con los guardias y dormirá en los establos. Lucy está en el piso de arriba y no vendrá a menos que la llamemos.
Con su virilidad liberada de toda coerción, se preparó para el lujurioso arrebato. Tendida sobre la gran mesa de la cocina, Philippa enlazó sus piernas en la cintura del conde y él hundió su espada en un solo movimiento, suave pero certero. Ella lo estrujó en sus brazos y emitió un profundo suspiro.
– ¡Ay, mi condesa, creo que estoy agonizando! Ninguna mujer me ha hecho gozar tanto como tú.
– Entonces, estarás muy feliz de que sea de tu esposa, Crispin.
Philippa gemía, colmada por esa virilidad anhelante. Los pezones estaban duros como púas por el roce constante del sólido torso del conde contra ella. Arqueó su cuerpo para que él pudiera llegar hasta lo más recóndito de su ser. Crispin la poseía de una forma que la enloquecía de placer. Presa de una pasión ardiente y estremecedora, echó la cabeza hacia atrás y sintió cómo unos labios húmedos e impetuosos recorrían su delicado cuello, desde la base hasta el mentón. Philippa deslizó los dedos por la espalda del conde, arañándolo suavemente al principio y luego, a medida que aumentaba su excitación, hundiendo sus garras con más vigor.
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