– Siéntese y únase a la charla, chérie -la invitó Guy-Paul.
– No sabía que mi esposo tenía parientes en Francia -murmuró y bebió un sorbo de vino. Había tantas cosas que ignoraba de su marido, fuera del hecho de que disfrutaba de compartir con ella los placeres de la cama.
– Nuestro antepasado común tuvo dos hijos -comenzó a explicar el conde de Renard-. El mayor fue, por supuesto, el heredero y el menor fue a luchar con el duque Guillermo de Normandía cuando reclamó el trono de Inglaterra. En retribución por los servicios prestados, le donaron tierras de esa región.
– No obstante -prosiguió el relato Crispin-, las dos ramas de la familia nunca se separaron. Peleamos en bandos opuestos en defensa de nuestros reyes y codo a codo en las cruzadas. De niño, pasé dos veranos en Francia con los St. Claire y Guy-Paul pasó dos veranos en Inglaterra conmigo. De vez en cuando hay casamientos entre primos y los miembros de cada generación siempre se mantienen en contacto por carta.
– Qué bueno -comentó Philippa-. La familia de mi madre también era así, pero en un momento se separaron hasta que una feliz coincidencia nos reunió a todos de nuevo.
– Me dijo Crispin que era una de las damas de la reina.
– He sido dama de honor durante cuatro años. Sin embargo, cuando vuelva a Inglaterra dejaré mi puesto a pedido de Catalina, pues considera que ahora mi deber es cuidar de mi marido y darle herederos. No quiso despedirme antes, porque sabía lo mucho ansiaba hacer el viaje a Francia.
– Así que le gusta la corte de Enrique Tudor.
– ¡Es la mejor del mundo! -repuso Philippa con entusiasmo.
– ¿Y cómo hará para sobrevivir cuando ya no forme parte de ella?
– No lo sé, pero sobreviviré. Mi padre sirvió a los Tudor desde los seis años. Mi madre tuvo que hacerse cargo de una enorme propiedad a los tres años y la ha administrado con éxito hasta el día de hoy. Me han inculcado el sentido del deber desde que nací, monsieur le comte.
Guy-Paul St. Claire quedó impresionado por el discurso de Philippa. La veía tan joven, tan deliciosa, tan femenina, que le sorprendió descubrir esos rasgos de severidad. Y lo más curioso era que su primo parecía celebrar las palabras de su esposa.
– Madame, es usted admirable. Crispin, creo que, por primera vez en tu vida, has logrado causarme envidia.
Philippa se levantó de su silla.
– Señores, los dejaré solos para que renueven su amistad. Estoy muy cansada a causa de los viajes. Lucy, ven a ayudarme -ordenó a su doncella. Luego, saludó a los dos hombres con una graciosa reverencia y desapareció tras las cortinas de brocado que separaban las dos secciones de la tienda.
– Es tan joven y a la vez tan intensa. ¿Es así en la cama? Si me dices oui, moriré de envidia.
– Oui-contestó Crispin devolviéndole la sonrisa.
– Es injusto -reprochó el conde de Renard-. ¿Cómo diablos hiciste para conseguir ese tesoro, primo?
Cuando St. Claire terminó de contarle toda la historia, Guy-Paul meneó la cabeza con escepticismo.
– Si frecuentaras más a los burgueses ricos, encontrarías una esposa como Philippa, pero sospecho que eres demasiado perezoso. Sin embargo, tendrás que intentarlo algún día, primo.
– Tal vez, pero primero quiero gozar de este grandioso evento, mon chou. Mi único deber es divertirme y por eso estoy aquí. Francisco ha traído mucha menos gente que tu rey. Sospecho que, al ser más poderoso, no necesita ostentar tanto como Enrique Tudor.
El conde de Witton se echó a reír.
– No vuelvas a decir eso en voz alta, Guy-Paul. Si te escuchara cualquier otro caballero inglés, se ofendería y te retaría a duelo. Tú, por supuesto, ganarías, pero se armaría un gran alboroto. Enrique ha querido impresionar a tu rey y a los franceses para demostrarles que es muy poderoso. Recuerda que algún día su hija será reina de Francia.
El conde de Renard se encogió de hombros.
– Me pregunto si eso realmente ocurrirá o si la reina terminará casando a su hija con algún español. Estos compromisos son meras jugadas de ajedrez y lo sabes tan bien como yo.
– Es posible, pero hasta el momento la princesa María y el joven delfín están comprometidos. Inglaterra y Francia son amantes.
– Con España acechando tras bastidores.
– Carlos V se casará mucho antes de que nuestra princesita esté en edad de contraer matrimonio. Ese hombre tiene grandes responsabilidades.
Los primos continuaron conversando un tiempo más hasta que finalmente se separaron, con la promesa de volver a verse.
La reunión de los dos reyes se había planeado hasta el más mínimo detalle, como una complicada coreografía. Los monarcas se comunicaban a través de mensajeros y el cardenal Wolsey era el emisario de Enrique. Cada vez que emprendía una misión, iba acompañado por cincuenta caballeros montados, vestidos con trajes de terciopelo carmesí, y por cincuenta ujieres que portaban mazas de oro. Cien arqueros a caballo marchaban al final de la comitiva. Todo el mundo admiraba el impresionante séquito del cardenal.
Por fin, llegó el momento de la primera reunión. Era 7 de junio, Día de Corpus Christi. Se habían levantado colinas artificiales en los extremos del val d'or o valle de oro, como se llamó al lugar de! encuentro. Hacia el fin de la tarde sonaron las trompetas. Ingleses y franceses salieron a caballo de sus respectivos campamentos. Cada rey iba escoltado por una comitiva de cortesanos. El traje de Enrique era de paño de oro y plata con incrustaciones de piedras preciosas. Llevaba un sombrero engalanado con una pluma negra y el collar de la Orden de la Jarretera. De su corcel, asistido por los alabarderos de la guardia real, colgaban tintineantes campanillas de oro. El rey francés iba tan emperifollado como su par inglés.
Al llegar a la cima de sus respectivas colinas, los reyes se detuvieron. Cuando escucharon el sonido de las trompetas y clarines, descendieron al galope y se encontraron en la mitad del valle. Quitándose los sombreros con gestos mayestáticos, Enrique y Francisco se abrazaron sin bajar de sus cabalgaduras. Luego se apearon y se dirigieron al pequeño pabellón construido especialmente para el memorable evento. A fin de evitar la enojosa situación de tener que decidir quién entraba primero, los monarcas se tomaron del brazo e ingresaron juntos, seguidos por el cardenal Wolsey y el almirante francés Bonnivet. A continuación, se leyeron en voz alta los artículos de la reunión y se enumeraron todos los títulos de Enrique Tudor, incluyendo el de rey de Francia. El soberano inglés se echó a reír.
– Me temo que la presencia de mon frére Francisco invalida ese título en particular -dijo, palmeando en la espalda a su par francés-. Algún día nuestros hijos resolverán esa vieja disputa entre Inglaterra y Francia.
Los dos hombres se sentaron a beber y conversar un rato. Al cabo, se pusieron de pie, salieron a recibir los vítores de los espectadores, se abrazaron varias veces y se separaron para volver a sus respectivos campamentos. Las trompetas y clarines ingleses y las flautas y tambores franceses inundaban el aire de sonidos musicales a medida que avanzaban. A partir de ese día y durante las dos semanas siguientes se celebraron fiestas y justas de un esplendor jamás visto.
Philippa casi no vio a su marido en ese lapso, pues no podía separarse de la reina. Apenas durmió en su confortable tienda, pues debía permanecer en el gran pabellón de Catalina y estar siempre lista para obedecer sus órdenes. Solo retornaba a su tienda para cambiarse la ropa.
Según Guy-Paul St. Claire, era la mujer más elegante de todas las damas inglesas e incluso los propios franceses admiraban su forma de vestir. Los ingleses consideraban indecentes los escotes bajos y abiertos de las francesas. Los embajadores de Venecia y Mantua afirmaban que, salvo escasas excepciones, las francesas vestían mejor que las inglesas, pero estaban maravillados por las hermosas cadenas de oro que usaban estas últimas.
El 10 de junio Francisco presentó sus respetos a la reina Catalina. Se celebró un gran banquete en su honor y Philippa eligió un vestido de brocado verde y dorado con mangas largas de hilos de oro que terminaban en unos puños ajustados y forrados con piedras preciosas. El escote seguía la moda francesa y causó murmullos entre las damas. La joven rió para sus adentros al oír los cuchicheos. El cabello lo llevaba recogido en la nuca con un chignon adornado con flores silvestres. Ni siquiera las francesas usaban un peinado tan audaz.
El rey de Francia reparó inmediatamente en Philippa y preguntó a sus asistentes por ella.
– Es la condesa de Witton, la flamante esposa de mi primo inglés, Su Alteza -dijo Guy-Paul St. Claire.
– ¿Nació en Francia? -preguntó el soberano.
– No, es oriunda del norte de Inglaterra.
– Mon Dieu! ¿Dónde aprendió esa hermosa niña a tener tan refinado estilo?
– No sabría decirle, señor. Mi primo me la presentó hace apenas unos días.
– Me gustaría conocerla -repuso el rey entrecerrando los ojos.
– Puedo arreglar un encuentro. Estoy seguro de que madame la comtesse se sentirá muy honrada por su interés, señor.
Guy-Paul supuso que la esposa de Crispin no cometería la tontería de dejarse seducir por Francisco, pero él podría ganarse la simpatía del rey al presentarlos. Lo que ocurriera después no era asunto suyo. Francisco era un hombre muy persuasivo con las mujeres, y el hecho de que una dama lo rechazara lo estimulaba aun más. Por consiguiente, tanto si Philippa sucumbía a sus encantos como si lo desairaba, Francisco quedaría satisfecho.
– Entonces, hágalo -replicó el rey. Luego giró la cabeza para sonreír a la anfitriona, que precisamente le estaba diciendo que le gustaría presentarle a sus damas de honor. Francisco asintió complacido y saludó con el tradicional beso en ambas mejillas a cada una de las ciento treinta mujeres que desfilaron ante él y entre las cuales se hallaba, por supuesto, la bella condesa de Witton. Al inclinarse en una profunda reverencia, Philippa reveló un par de pechos soberbios que deleitaron los ojos del rey. Cuando la tomó de los hombros para besarla, sus regias manos se demoraron un poco más de lo habitual. Luego le tocó el turno a Anne Chambers, otra de las damas de la reina que también resultó del agrado del rey.
Philippa se retiró y volvió a encontrarse con el primo de su esposo.
– Cousine, estás preciosa hoy. Francisco estuvo elogiando tu belleza hace unos segundos. ¿Quieres que te lo presente, chérié?
– Me lo acaba de presentar la reina -replicó Philippa. Aún no sabía si ese hombre le gustaba o no.
– Non, non! No me refiero a eso. Cuando te vio, el rey quedó maravillado por tu hermosura y me expresó su deseo de pasar un momento a solas contigo.
– ¿En medio de todo este barullo? -preguntó Philippa con incredulidad-. ¡Vamos, mon cher Guy-Paul! Lo que desea tu venerado rey es seducirme. Conozco muy bien su reputación y he pasado bastante tiempo en la corte para reconocer a un hombre en plan de conquista. Si aún fuera una doncella, la respuesta sería no. Pero como soy una mujer casada, la respuesta sigue siendo no -y se echó a reír-. No pongas esa cara de desilusión. ¿En serio creíste que aceptaría semejante invitación?
No, definitivamente Guy-Paul St. Claire no le agradaba en lo más mínimo, pero debía ser cortés con él por respeto a Crispin.
El conde se quedó abatido, pero al rato dijo:
– Puesto que conoces tan bien el carácter de Francisco, no correrás ningún peligro. ¿No piensas que sería conveniente hacerte amiga del rey de Francia?
– ¿Con qué fin, Guy-Paul? Si no permito que me seduzca, Francisco se sentirá ofendido. Y no estoy dispuesta a dejarme seducir por ningún hombre que no sea mi marido, que, además, es tu primo, por si lo olvidaste. ¿Crees que Crispin aprobará que ofrezcas a su esposa al rey de Francia?
El conde de Renard parecía dolido por las palabras de la joven.
– Siempre es útil tener un amigo en las altas esferas, Philippa, no solo para ti sino también para tu familia. Algún día tú y Crispin tendrán hijos. Además, piensa en tu madre, quien, según me ha contado mi primo, posee una próspera empresa. Imagínate los beneficios que ella obtendría si su hija fuera amiga del rey de Francia.
– Si no dudara de tus motivos, estaría de acuerdo contigo, Guy-Paul. ¿Por qué diablos querría el rey conocerme si no es para seducirme? -dijo Philippa, pero a la vez pensaba que quizá la idea no fuera tan mala. Si lograba hacerse amiga del rey de Francia sin comprometer su honor y buen nombre, podría ayudar a su familia algún día. ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, lo único que tenía que hacer era no dejarse seducir.
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