En ese momento, se abrió la puerta de la antecámara y apareció Crispin. Al verla, no pudo evitar sonreír.
– Voy a meterme en la bañera -anunció. Y comenzó a sacarse la ropa.
– ¿Y si Lucy vuelve y te ve desnudo? -protestó Philippa.
– Lucy no regresará hasta que la llamemos. La encontré en el corredor y le di las instrucciones pertinentes. Cuando hagas sonar la campanilla, nos traerá la cena. Esta noche no tengo intenciones de ir al salón. Tú serás mi aperitivo, señora.
Una vez liberado de la última de sus prendas, se dirigió a la bañera.
– ¡El agua va a rebalsar! -exclamó Philippa alarmada.
– No, señora, no va a rebalsar. Les dije a los criados hasta dónde debían llenarla.
Subió los peldaños, se metió en el agua y tomó a la joven entre sus brazos.
– Hemos estado separados demasiado tiempo, pequeña. -No hemos estado separados en absoluto -dijo ella, con voz ahogada.
Crispin le sacó la toalla de la cabeza y hundió los dedos en los cabellos mojados.
– Sí, estuvimos separados, señora, pero ya no nos apartaremos el uno del otro.
Sus manos se hundieron en el agua y, tomándola de las nalgas, la levantó y la colocó sobre su erguida vara.
– Ahora, esposa mía, ya no estamos separados -murmuró, al tiempo que la sorprendida Philippa abría los ojos de par en par.
– ¡Oh, milord! -exclamó, mientras él deslizaba su potente virilidad en su amoroso canal.
Y aunque ella recordaba cuan maravillosa era su pasión, se había olvidado de las considerables dimensiones que podía cobrar. Él la penetró hasta las profundidades de su alma, moviendo las delgadas caderas cada vez más deprisa hasta que ambos gritaron al unísono.
– Caramba, Philippa. He pensado en mi propio placer y no en el tuyo. ¿Me perdonarás, esposa?
Ella lanzó una suave risita.
– Crispin, no sé si le corresponde a una dama admitir que, pese a la rapidez del encuentro, también ha alcanzado el placer.
– ¿Es cierto?
– Sí, es cierto. He extrañado nuestros juegos, milord. Pero debemos lavarnos primero antes de meternos en la cama y continuar este delicioso interludio. Luego, comeremos algo y volveremos a hacer el amor, a menos, por supuesto, que estés demasiado cansado por el viaje -concluyó Philippa en un tono provocativo.
– Señora, realmente me asombras -repuso Crispin, lanzándole una mirada de aprobación.
La joven vertió un poco de agua en el cabello castaño ceniza de su marido y se lo lavó. Cuando hubo terminado, tomó un cepillo y le frotó vigorosamente la espalda, los hombros y los brazos. Después, enjabonó un paño de franela y lo pasó por su ancho y fornido pecho y por su adorable rostro.
– Ahora sal de la bañera y déjame terminar mis abluciones, milord. Las toallas están calientes.
Él obedeció y comenzó a secarse cuidadosamente, observando con delicia la punta de sus senos, que flotaban, oscilantes, en el agua, mientras ella se frotaba la espalda.
Su boca anhelaba atrapar esos tentadores capullos de carne. Tras quitarse la toalla de la cabeza, enroscó un lienzo en torno a sus caderas, pero no logró disimular la floreciente lujuria que empezaba a consumirlo. Nunca había deseado a una mujer como deseaba a Philippa, su adorable y pequeña esposa. Philippa, que no solo le incendiaba el cuerpo sino también el corazón. Pero ¿cómo podía declararle su amor si ella se obstinaba en guardar silencio? Era una muchacha dulce y dócil, fiel a la Iglesia y apasionada en el lecho. Y aunque entregaba generosamente su cuerpo, no comunicaba ninguna de sus emociones.
– Te espero en el dormitorio -dijo Crispin, y abandonó la antecámara.
– No tardaré -repuso Philippa.
¡Por Dios! ¿Todos los hombres serían tan apasionados como él? Esa era una de las muchas preguntas que tenía que formularle a su madre. Y de pronto, Philippa supo que debía ir a Friarsgate lo antes posible. Si él se mostraba tan apasionado, entonces ¿por qué no la amaba? Y si la amaba, ¿por qué no se lo decía? Su madre conocería las respuestas.
Salió de la bañera y se secó lentamente. Luego se sentó junto al fuego y se frotó el cabello con una toalla hasta quitarle toda la humedad. Por último, se encaminó al dormitorio completamente desnuda.
– ¡Detente! -dijo Crispin, cuando ella estaba a punto de franquear el umbral-. ¡Eres tan terriblemente bella, Philippa!
Sintió que la ardiente mirada de su marido la quemaba por completo. Él le tendió una mano y cuando ella se acercó para tomarla, Crispin la arrastró al lecho, de modo que la joven cayó sobre su cuerpo y se besaron con una pasión arrebatadora.
Afuera se escuchó el estruendo que sigue al relámpago y Philippa jugó con la idea de que sus labios, al unirse con tanta vehemencia, habían sido la causa del trueno.
Sus bocas se fundieron en un beso ardiente y húmedo, cada vez más intenso. Sus senos se aplastaron contra el suave y fornido pecho de Crispin. Ella estaba encima de él y las manos de ambos se enredaban en los cabellos del otro. Sintió el cuerpo de él arder bajo el suyo. Sintió que su virilidad se erguía una vez más, aunque tratara de refrenarse para saborear ese mágico y sublime momento. Finalmente, Philippa apartó la cabeza.
Crispin la levantó y la sentó sobre su torso, como si ella estuviera cabalgando. El redondo y pequeño trasero de la joven le bastaba para mantener intacta su lujuria. Por ahora, todo cuanto quería era acariciarle los senos, esas dos perfectas y deliciosas esferas. Se llevó los dedos a la boca para humedecerlos con saliva y los pasó repetidas veces en torno al tenso capullo de rosa. Ella se estremeció. Lo tomó el pezón entre el pulgar y el índice y lo friccionó hasta convertirlo en un talluelo enhiesto. Lo pellizcó con suavidad y ella emitió un leve quejido. Al mirar su rostro, vio que tenía los ojos cerrados y que disfrutaba de cada nuevo placer que le ofrecía. Jugó primero con un seno y luego se dedicó al segundo.
Philippa suspiraba sin decir palabra. Crispin pensó que el tiempo no los apremiaba y, tras un mes de celibato, ella estaría dispuesta a aceptar lo que pensaba proponerle.
– Ahora tiéndete de espaldas sobre mi cuerpo, pequeña. Déjate caer hacia atrás y te haré conocer una nueva manera de gozar. No tengas miedo, Philippa, jamás te lastimaría.
Al escuchar sus palabras, el corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Lo desconocido la atemorizaba, pero cada vez que se había adentrado en lo desconocido con su esposo no había obtenido sino placer. Obedientemente, se tendió boca arriba. Él le levantó las piernas y deslizó un cojín bajo su trasero. Philippa estaba intrigada, pero no abría los ojos, pues no sabía si estaba lista para mirarlo cuando hacían el amor. Él le levantó aún más las piernas y la sostuvo firmemente en esa posición. ¿Y su cabeza? ¿Dónde había metido la cabeza? ¿Acaso entre sus muslos? Entonces, sintió que la lengua del hombre, eludiendo el tierno follaje, separaba sus labios internos y se hundía en el lugar más secreto de su cuerpo. Philippa ahogó un grito y abrió los ojos, sorprendida.
– ¡Crispin! -se las ingenió para exclamar.
Él alzó la cabeza y la miró.
– Confía en mí, pequeña -fue todo lo que dijo, antes de proseguir con sus deliciosos trabajos de amor.
La lengua era el más exquisito tormento que Philippa había experimentado en su vida. Los sabios lengüetazos lamían, ávidos, su sedosa carne. Sus jugos fluían más copiosamente que nunca y, a juzgar por los sonidos de su laboriosa lengua, él los estaba bebiendo con fruición, como si se tratase del néctar de los dioses. Después, la lengua llegó a ese lugar que sólo había tocado su dedo, y a partir de allí se convirtió en una suerte de émbolo, entrando y saliendo del fragante santuario de su femineidad hasta que Philippa comenzó a gemir. Era una sensación demasiado maravillosa para poder soportarla, y la joven pensó que el único desenlace posible era la muerte. Pero en lugar de morir, se dejó arrastrar por la ola a una vertiginosa altura, antes de desmoronarse dos veces sobre la playa. Crispin la montó entonces, como si fuera una espléndida yegua blanca, y la empaló con su rígido miembro. Sus cuerpos se movieron al unísono hasta que los gemidos de ella le indicaron que había llegado el momento de saciar sus apetitos y él, incapaz ya de contenerse, la inundó con un chorro que le llegó al fondo de las entrañas. Temblando, se apartó de ella con un gruñido de satisfacción.
Yacieron el uno junto al otro, jadeantes y maravillados por cuanto acababa de ocurrir. Crispin la tomó de la mano sin decir una palabra. ¿Por qué Philippa se empeñaba en guardar silencio? ¿Por qué no le decía que lo amaba?
Philippa, aunque encerrada en un mutismo absoluto, no pudo contener las lágrimas. ¿Por qué su esposo no le declaraba su amor? Tal vez porque no la amaba, concluyó la joven, dejándose llevar por el escepticismo… y la ignorancia.
Crispin St. Claire fue el primero en hablar.
– Creo que esta noche hemos engendrado un hijo -murmuró con una voz sofocada por la emoción.
– No lo sé, milord -repuso Philippa, pensando que eso no era posible a causa del brebaje que tomaba todos los días.
– Yo estoy seguro. Una pasión semejante entre un hombre y su esposa debería dar algún fruto.
– Nunca he considerado, milord, que la pasión entre nosotros fuera infructuosa -replicó la joven.
– ¿En serio, señora? -sonrió el conde. Cuando hacían el amor, respondía a sus caricias con una pasión que hubiera satisfecho al hombre más exigente, pero rara vez hablaba del tema-. ¿Tienes hambre? En ese caso llamaré a Lucy para que nos traiga la cena.
Ella asintió con la cabeza, totalmente adormilada.
– Mmmh… sí. Despiértame cuando llegue -dijo, y sus ojos se cerraron.
Crispin tiró del cordón de la campanilla. Puso un brazo en torno a Philippa y se quedó escuchando su tranquila respiración. Evidentemente, ella estaba cansada de tantos viajes, y en cuanto a él, la idea de ir al norte en unas pocas semanas no le hacía la menor gracia, pero se lo había prometido. El casamiento de su hermana era importante para Philippa; además, ya era hora de conocer a sus parientes políticos. Se preguntó si era sensato de su parte permitirle a Philippa renunciar a una herencia que le pertenecía por derecho de nacimiento. Y concluyó que sí. Los St. Claire de Wittonsby no eran una familia acaudalada ni tampoco era probable que lo fuesen. Los tiempos en que un hombre podía elevar la condición socioeconómica de su familia habían pasado.
Al escuchar a Lucy en la antecámara, el conde se levantó del lecho, se envolvió la toalla en torno a la cintura y se encaminó a su encuentro.
– Vacía primero la bañera y luego dile a Peter que te ayude a guardarla. Y pon la bandeja sobre la mesa. Tu ama no te necesitará esta noche, Lucy. ¿Han preparado tu cuarto?
– Oh, sí, milord. Todo está tal cual lo dejé, y la señora Marian es de lo más generosa. Me invitó a cenar con ella y con Peter.
– Encárguense entonces de la bañera y luego ambos pueden retirarse -le dijo a la doncella y regresó al dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.
Lucy terminaba de vaciar el agua cuando apareció Peter.
– ¿Vienes a cenar con nosotros? Mi hermana quiere conocerte mejor.
– Primero guardemos la bañera en el armario -dijo Lucy y, tras una breve pausa, agregó-: ¿Se puede saber por qué tu hermana quiere conocerme mejor? ¿Qué hay que conocer? Me crié en Friarsgate. Mi hermana es la doncella de lady Rosamund, a quien he servido durante diez años. Mi vida no esconde ningún misterio; soy tal como me ves.
– Mi hermana opina que deberíamos casarnos -repuso Peter con voz calma.
– ¿Qué? -Lucy lo miró de lo más sorprendida-. ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?
– Según ella, es bueno que el lacayo del conde y la doncella de la condesa se casen, pues el matrimonio impide que otros los distraigan de sus deberes.
– SÍ me lo preguntas, te diré que tu hermana es una mandona y una entrometida. Por el momento, no pienso casarme. Además, eres demasiado viejo para mí.
– Tengo cuarenta años.
– Y yo, veinte -repuso Lucy-. Sin embargo, si algún día me enamoro, consideraré la posibilidad de contraer matrimonio. Pero no todavía. Y se lo diré a tu hermana, si osa decir algo. Ahora, ayúdame a inclinar la bañera para terminar de vaciarla. Si no nos apuramos, se enfriará la comida del señor conde y de la señora condesa. Nuestros amos no nos perdonarán tamaña negligencia.
– Supongo que están más interesados en hacer el amor que en la comida -dijo Peter, mirándola con picardía.
– ¡Dios bendito! -exclamo Lucy, sonriendo-. No eres tan almidonado como pareces.
– Pero no le diremos nada a la señora Marian, ¿verdad?
– No, señor mentiroso -replicó la joven sonriendo y cerró la puerta con fuerza para que sus amos supieran que se habían retirado.
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