El conde salió de la alcoba e inspeccionó la cena. Había un plato de ostras frescas y comió seis seguidas, acompañándose con una copa de vino. Medio somnolienta, Philippa apareció en la antecámara totalmente desnuda y, sin decir una palabra, se abalanzó sobre la bandeja, tomó un pastel de carne y comenzó a devorarlo con avidez. Crispin le sirvió una copa de vino y se la alcanzó.

– Gracias -murmuró Philippa, mientras se apoderaba de otro pastel, que engulló con tanta prisa como el primero. Luego, atacó la fuente con espárragos en salsa de limón, y cada vez que chupaba los carnosos tallos, se lamía sensualmente los labios.

Crispin, que al observaría sentía un cosquilleo en el miembro, apartó la vista, tomó una sabrosa y tierna pata de venado y la desgarró hasta el hueso con sus dientes blancos y vigorosos. Bebió más vino y pensó que jamás había comido con una mujer desnuda. "¿Qué hay de malo? Somos un matrimonio en la intimidad de sus aposentos" -pensó, y se quitó la toalla de las caderas.

Cuando Philippa notó que el lienzo había caído al suelo, alzó la vista y miró de arriba abajo el cuerpo delgado y largo de su esposo. Los dos se hallaban parados frente al aparador. Estaban tan hambrientos que ni siquiera se habían molestado en sentarse para comer. Una vez que dieron cuenta de las ostras, la carne y los espárragos, cortaron con las manos la enorme hogaza de pan casero. Philippa extrajo un poco de mantequilla y la untó en el pan con el dedo pulgar. Con un rápido movimiento, el conde le arrebató el mendrugo, lo desmenuzó en pedacitos y los fue introduciendo en la boca de la joven. Imitando el gesto, Philippa cortó trozos de queso cheddar se los fue metiendo en la boca. Y luego se lamieron los dedos el uno al otro.

Acto seguido, Crispin colocó el plato de fresas, la crema y un pequeño jarro de miel junto al fuego, y acostó a su esposa en el piso mientras la besaba dulcemente. En silencio, Philippa observaba cómo untaba con crema sus pezones y colocaba en la punta una fresa. A continuación, Crispin le cubrió el torso con crema y fresas, que procedió a comer una por una, y luego le lamió el abdomen hasta no dejar rastros de crema. Dejó para el final las dos pequeñas frutas de sus pezones, y los lamió hasta sentir que ella se retorcía de placer.

– ¿Te gustó lo que te hice antes? -dijo finalmente Crispin, haciéndole cosquillas en la oreja con su cálido aliento.

– Sí, pero fue muy perverso.

– Sí, fue muy perverso -repitió el conde con un ronroneo y le mordisqueó los labios-. Puedo enseñarte otras cosillas perversas, ¿quieres?

La joven, deseosa, asintió varias veces con la cabeza. Entonces, el conde hundió su virilidad en el tarro de miel y la retiró, ante la perpleja mirada de su mujer. Luego la apretó contra los labios de Philippa, quien los abrió y lamió la dulce sustancia con su rosada lengua. Como la miel comenzaba a licuarse y a chorrear debido al calor de su cuerpo, el conde introdujo todo el miembro en su boca. Philippa se sobresaltó al principio, pero enseguida se puso a chupar toda la miel, y cuando sintió que la rigidez de su amorosa vara la desbordaba, la dejó salir. El conde la deslizó entre sus piernas y empezó a empujar con ímpetu.

Philippa le arañaba la espalda emitiendo suaves quejidos. Al instante esos quejidos se transformaron en gemidos y los gemidos desembocaron en un jubiloso grito. El conde movía sus caderas hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, hasta que Philippa sintió que su cabeza giraba como un torbellino. Estaba mareada y débil por el ardiente placer que fluía por todo su cuerpo. "¡Lo amo! ¡Lo amo!" -pensó, pero no lo expresó en voz alta, pues Crispin aún no le había dicho que la amaba.

Estaban empapados de sudor por el apasionado esfuerzo. Crispin la penetró hasta lo más profundo de su vientre, y sintió cómo los espasmos del éxtasis sacudían el cuerpo de Philippa. Sin embargo, no la oyó gritarle su amor. ¿Acaso era incapaz de experimentar ese tierno sentimiento? ¿Solo le interesaba satisfacer su instinto carnal? No sabía la respuesta y tampoco le importaba mucho en ese momento. Los jugos de la pasión brotaron de su ser, dejándolo exhausto y desesperado de amor.

Se quedaron acostados junto al fuego un largo rato. Caía la oscuridad; los pájaros habían dejado de cantar; solo se oía el repiqueteo de la lluvia y algún trueno ocasional. El conde se puso de pie y ayudó a Philippa a levantarse. Juntos entraron en la alcoba, se metieron en la cama y durmieron hasta bastante después del amanecer.

Philippa fue la primera en despertarse. Mientras oía los sonidos del nuevo día, se puso a reflexionar sobre los acontecimientos de la noche anterior. Pronto volvería a Friarsgate y podría hablar con Rosamund; esa idea le iluminó el rostro. Jamás había imaginado que llegaría a necesitar tanto a su madre, pero sus sentimientos hacia Crispin la tenían muy confundida. Se deslizó fuera de la cama, se dirigió al hogar y retiró del fuego la jarra que Lucy les había dejado. Volcó un poco de agua caliente en el aguamanil de plata, se lavó y arrojó el contenido por la ventana.

Remoloneando en la cama, el conde observaba cómo Philippa se vestía y cepillaba su cabellera caoba hasta dejarla tersa y brillante como la seda.

– Buenos días, condesa.

Philippa dio media vuelta y le sonrió.

– Buenos días, milord. Puedes lavarte con agua caliente -anunció señalando el lavamanos.

– ¿Acaso no me lavaste bien anoche, pequeña?

– ¡Milord! -lo regañó.

– La próxima vez te echaré miel a ti y lameré tu deliciosa vaina.

– Crispin, eres un depravado -replicó, pero, en realidad, los recuerdos de la miel, la crema y las fresas le causaban un cosquilleo en todo el cuerpo.

Las semanas siguientes fueron maravillosas. Recorrieron a caballo las tierras de St. Claire, hicieron el amor en una parva de heno, donde el trasero del conde estuvo a punto de ser atacado por una abeja y Philippa lloró de la risa. Crispin le explicó cómo se administraban sus propiedades. Se detuvieron en cada casa de las tres calles de Wittonsby para saludar a los inquilinos y charlar con ellos. Las noches las dedicaban al placer y la pasión. Y, de pronto, el mundo exterior irrumpió en su dichosa existencia.

Un mensajero que llevaba la insignia del cardenal Wolsey llegó a Brierewode con una orden para el conde de Witton: debía reunirse con el poderoso clérigo en Hampton Court. Enrique Tudor estaba pasando el verano en Wiltshire y Berkshire; la reina, en cambio, se había refugiado en su amado Woodstock y se quedaría allí hasta septiembre, cuando el rey iría a buscarla.

– Estamos casi a mediados de agosto -protestó Philippa-. Debemos partir hacia el norte para asistir a la boda de mi hermana. ¿Por qué te reclama, si ya no estás a su servicio?

– Es cierto, pero no puedo decirle que no. Es el vocero del rey, pequeña. Debo partir. Iremos al norte apenas regrese.

– ¿Y cuándo volverás?

– No lo sé. ¿Por qué no te preparas para el viaje mientras estoy ausente? Peter empacará mis cosas.

– ¿Cómo? ¿No te acompañará?

– El cardenal quiere discutir ciertos asuntos conmigo y no necesito llevar a mi lacayo. Cabalgaré deprisa con mis hombres y trataré de retornar lo antes posible. Wolsey sabe muy bien que no estoy a su servicio y, a decir verdad, dudo que ese hombre siga gozando de los favores del rey por mucho tiempo más.

– Si no regresas dentro de una semana, viajaré sola.

– No, te quedarás a esperarme en Brierewode. Te prometí que irías a la boda de tu hermana y lo cumpliré. Pero si me desobedeces, enfrentarás mi enojo, Philippa. Recuerda que quien manda en esta casa soy yo. ¿Estamos de acuerdo?

A la mañana siguiente, Crispin St. Claire partió junto con el mensajero del cardenal y una tropa de hombres armados. Al llegar a Hampton Court, lo hicieron esperar dos jornadas enteras, pues Wolsey estaba muy ocupado arreglando los asuntos del rey. Por fin, llegó el día del encuentro.

– Necesito que emprenda una nueva misión, milord -anunció Thomas Wolsey.

– No podré ser de utilidad dentro del país, Su Gracia, y mi intención es permanecer en mis tierras, al menos hasta que mi esposa y yo tengamos herederos. Lo siento, Su Gracia, pero ya he pasado los treinta años y no podré hacerle un hijo a Philippa si no estoy en Brierewode. El rey sabrá comprender mis motivos.

– De él se trata precisamente, Witton -enfatizó Wolsey-. Lo que le diré hoy no debe repetirlo en ninguna circunstancia. Se sospecha que el duque de Buckingham, el duque de Suffolk y varias personas más se han conjurado para derrocar a Enrique Tudor, con la excusa de que Su Majestad no tiene un heredero varón. Algunos seguidores de rango inferior son vecinos suyos, milord. Buckingham es descendiente de Eduardo III y siempre ha sido un hombre muy ambicioso. Algunos dicen que sus derechos al trono son más legítimos que los del propio rey.

– Sólo un tonto se atrevería a decir algo así en voz alta -replicó el conde.

– ¡Ah, sí! Pero la corte está plagada de tontos. Quiero que usted sea mi espía en Oxford, milord, necesito un hombre en quien pueda confiar.

– ¿Suffolk? Me llama la atención que lo haya mencionado, pues es amigo y cuñado del rey.

El cardenal se echó a reír con ganas.

– Se casó con María Tudor sin el permiso del rey, ¿recuerda? Y permaneció en Francia hasta que su esposa obtuvo el perdón de Enrique. Suffolk sólo es leal a sí mismo, milord.

– O sea que mi misión consiste en escuchar y comunicarle cualquier información que pudiera perjudicar a nuestro rey, ¿verdad?

– Exactamente. No me atreví a poner mis instrucciones por escrito, por temor a que fueran leídas por personas equivocadas. Si bien tengo espías a mi disposición, trato de renovarlos periódicamente. Usted no es la única persona que he destituido del servicio secreto, milord. -Captó la mirada seria del conde y cambió de tema-: ¿Cómo se encuentra su bella esposa? ¿Está satisfecho con el matrimonio? ¿Melville valió la pena el esfuerzo?

– ¡Oh, sí! -replicó el conde de Witton con una sonrisa- Estoy más que satisfecho con ella. Su madre y la reina han sido excelentes mentoras.

– Entonces, regrese a casa, Crispin St. Claire, y le doy las gracias por haber venido. Sé que puedo confiar en usted.

Crispin se puso de pie, lo saludó con una profunda inclinación y abandonó el salón privado del cardenal. Aún no era el mediodía y no tenía motivos para quedarse allí. Reunió a sus hombres y emprendieron el regreso a Oxford. Llegó varios días más tarde, y se enteró de que su esposa se había marchado a Friarsgate. Enojado, lanzó una sarta de improperios, provocando la reprobación de la señora Marian.

– ¡Milord! -exclamó horrorizada, pues jamás le había escuchado palabras tan soeces. La señora llamó a uno de los criados y le ordenó que sirviera una copa de vino a su amo. El conde le arrebató la copa al sirviente y la bebió de un solo trago.

– ¿Cómo se fue? -preguntó al ama de llaves-. ¿Quién la acompañó?

– Lucy y mi hermano, milord, pero por suerte Peter logró convencerla de llevar a seis hombres armados. Ella no aceptó un hombre más. No sé qué locura la atacó. Desde que usted se fue, se la veía cada vez más perturbada. Me dijo que necesitaba ver a su madre. De no haber sido por el poder de persuasión de Lucy, se habría marchado al día siguiente de su partida, señor.

– ¿Qué cosas llevó con ella? -inquirió el conde más tranquilo.

– Solo una pequeña alforja. Dijo que no precisaría sus finos vestidos en Friarsgate y que deseaba llegar lo antes posible. No aceptó el carro con el equipaje que le ofrecimos. ¿Qué vestirá en la boda de su hermana? Me imagino que será una fiesta grandiosa.

– Lord Cambridge la proveerá de vestidos, no se preocupe. La familia, y sobre todo mi esposa, suele recurrir a él para esos menesteres.

– Debe de estar cansado de cabalgar, milord. Vaya al refectorio y le serviré algo de comer.

– Tengo que partir ya mismo a Friarsgate.

– Sí, milord, lo entiendo, pero muy pronto caerá la noche. Los días son más cortos ahora. Disfrute de una buena cena y de una noche en su cama limpia y fresca, y salga mañana a la mañana. -Lo condujo al refectorio y ordenó a los criados que se apresuraran a servir la cena.

– Ay, Marian, pese a sus locuras, amo a Philippa.

– Lo sé, milord, y ella también lo ama.

– Nunca me lo ha dicho.

– ¿Y usted, milord, le ha confesado su amor? Las mujeres no dicen esas cosas si el marido no toma la iniciativa.

– ¡Oh, no, soy un idiota! -exclamó Crispin agarrándose la cabeza con las manos.

– Como la mayoría de los hombres -replicó la señora con la confianza de una vieja y querida sirvienta-. Pero no lo ha abandonado, milord. Y ya tendrá tiempo de corregir el error.

– ¿Por qué no quiso esperarme?