– No lo sé. Solo sé que, de pronto, sintió una imperiosa necesidad de ver a su madre. Mire qué delicioso pastel de conejo acaba de salir del horno. Quiero que se lo coma todo; también hay pan, queso y mantequilla, y de postre, tarta de manzana.

El conde la miró con una cálida expresión de gratitud.

– Dígales a mis hombres que mañana partiremos a Cumbria.

– Sí, milord -repuso la señora Marian y se retiró.

Tal como le había asegurado el ama de llaves, Crispin se sintió mejor después de la cena y mucho mejor aún después de haber dormido profundamente en su propia cama. Uno de los sirvientes empacó sus pertenencias en ausencia de Peter y las puso en el caballo de carga. El conde tenía la esperanza de alcanzar a su testaruda esposa antes de que llegara a Friarsgate.

Pero Philippa estaba decidida a encontrarse con su madre lo antes posible. Galopaba sin descanso, ante la mirada perpleja de los hombres, que no podían creer que una dama tan delicada viajara sin los típicos bártulos femeninos. Un día los sorprendió la noche antes de llegar a una posada o un convento, de modo que tuvieron que descansar en medio del campo y dormir en parvas de heno. Philippa no emitió una sola queja. Finalmente, llegaron a Cumbria y siguieron avanzando hacia el norte. Una mañana, cerca del mediodía, subieron a una colina y contemplaron el lago y las praderas donde los numerosos rebaños de Friarsgate pastaban plácidamente.

– Gracias a Dios, podré morir en mi propia cama -suspiró Lucy.

– Primero tendrás que bajar la colina -rió Philippa. El lugar era tal como lo recordaba: hermoso y pacífico. Espoleó los flancos de la montura e inició el descenso.

– Su madre debe de estar en Claven's Carn -dijo Lucy.

– Entonces mandaré a alguien a buscarla -replicó la joven con firmeza.

Rosamund no estaba en Escocia, sino en sus amadas tierras. Y se sorprendió de ver a su hija mayor tan pronto.

– ¡Bienvenida, querida mía! ¿Dónde está ese marido tuyo de quien Tom habla maravillas? Lo elogia tanto que temo que Logan termine odiando al pobre hombre. -Y sin decir más abrazó con fuerza a su hija.

Con excepción de las dos cunas junto al fuego, nada había cambiado. Philippa se acercó a ver a los bebés.

– ¿Son mis nuevos hermanitos?

– Sí. ¿No son hermosos? Pese a que salieron de mi vientre al mismo tiempo, no son nada parecidos, ¡por suerte! Una de las mujeres de la aldea también tuvo mellizos el mismo día que nacieron Tommy y Edmund, pero esos niños son dos gotas de agua. ¡Bienvenida a casa, Lucy! Te ves exhausta. ¿Quién es el apuesto hombre que te acompaña?

Peter dio un paso adelante.

– Mi nombre es Peter y soy el lacayo del conde de Witton.

– ¿Y por qué no está tu amo contigo?

– Creo que esa pregunta debería responderla milady -replicó el sirviente con cortesía y dio un paso atrás.

– ¿Philippa? -inquirió Rosamund con el rostro serio y preocupado.

– Le advertí a Crispin que si no regresaba en siete días, vendría al norte sin él, mamá. Y no se hable más del tema.

– ¿Y dónde se había ido tu esposo, querida? -insistió Rosamund.

– A Hampton Court. El cardenal Wolsey deseaba verlo. Mamá, estoy cansada y sucia. Quiero tomar un baño y meterme en la cama.

– Aún no me has explicado por qué te fuiste de Brierewode sin tu marido. ¿Por qué no lo esperaste?

– ¿Y perderme la boda de mi hermana? Por favor, mamá, no me trates como a una niña, ahora soy una mujer casada y la condesa de Witton.

– Banon y Robbie se casarán dentro de varias semanas, Philippa, así que no comprendo por qué no esperaste a que el conde regresara. No había tanta urgencia por venir. ¿Cuándo llegaste de Francia?

– Hace más de un mes.

– Puedes retirarte, hija mía. Los criados te prepararán el baño. Oh, aquí viene Annie. Annie, corre a buscar a Maybel y dile que Philippa ha vuelto. -Rosamund esperó hasta que su hija dejara el salón, y dijo-:

– Lucy, quiero hablar contigo. Annie, busca a Maybel y llévate a Peter contigo. Él es el lacayo del conde.

Cuando Annie y Peter desaparecieron, la dama de Friarsgate indicó a Lucy que tomara asiento.

– Ahora cuéntame qué es lo que pasa.

– No estoy segura, milady. El matrimonio marcha bien. El conde es un amo excelente y un buen esposo. Pero apenas partió a Hampton Court, Philippa comenzó a inquietarse. Tenía miedo de que el cardenal lo demorara demasiado tiempo y ella no pudiera asistir al casamiento de Banon. Andaba nerviosa, hecha una furia, le diría, y lo único que quería era venir lo antes posible a Friarsgate. No trajimos más ropa que la que llevamos puesta, milady. Creo que no es la fiesta de Banon la verdadera razón del alboroto.

– ¿Ha estado tomando el brebaje que le envié?

– Ya no, milady -contestó Lucy ruborizada.

– Entonces querrá tener hijos muy pronto. Me parece bien; después de todo, su deber es darle un heredero a su marido. Recuerdo cuan ansiosa estaba por quedar embarazada cuando me casé con su padre, Dios lo tenga en la gloria -dijo Rosamund persignándose.

– No, su intención era esperar hasta volver a la corte. En Francia, milady y el conde no gozaban de la más mínima privacidad. La pobre se bañaba en camisón como la reina. En tales circunstancias, me pareció innecesario administrarle la poción, pero todas las mañanas yo le daba un vaso de agua mezclada con semillas de apio y ella lo bebía religiosamente, convencida de que era el famoso brebaje. Cuando retornamos de Francia, mi ama empezó a hablar de la posibilidad de tener hijos y de no volver a la corte porque la reina la había relevado de sus funciones. Entonces pensé que carecía de sentido que siguiera tomando la poción contra el embarazo.

– Pero siguió tomando el agua con semillas de apio.

– Sí, señora Rosamund. Cuando mi ama toma una decisión, no hay forma de hacerla entrar en razones. Es muy cabeza dura. Como no quería discutir con ella ni portarme como una criada desobediente, preferí dejar el asunto en manos de Dios.

– ¿Cuándo tuvo el último período? Apuesto a que no tuvo ninguno desde el regreso de Francia.

Lucy se quedó pensando unos instantes y luego abrió grandes los ojos.

– ¡Oh, milady, es cierto! ¿Qué he hecho? ¡Ay, Dios mío!

– Me temo que Philippa está encinta y que la muy tonta está tan absorta en sí misma y en su marido que aún no se ha dado cuenta. -Rosamund sacudió la cabeza-. ¿Crees que el conde estará muy enojado cuando venga a Friarsgate?

– Tendrá que preguntárselo a Peter. Yo siempre lo vi tratarla con la mayor de las dulzuras, aunque ella, a veces, ponía a prueba la paciencia de ese pobre hombre.

– No le comentes mis sospechas, Lucy, ni a Philippa ni a nadie -le advirtió y se levantó del asiento-. Vigila a los niños; subiré a hablar con mi hija mayor.

De pronto, una jovencita alta, esbelta y de largos cabellos rubios irrumpió en el salón.

– ¡Mamá! ¡Acabo de enterarme de que volvió Philippa!

– Así es, Bessie. Lucy te contará todo. Yo debo hablar con tu hermana. -Rosamund se retiró de la estancia.

– Vino demasiado temprano para la boda de Bannie -dijo Elizabeth Meredith-. ¿Cómo es su esposo, Lucy? ¿Es apuesto y galante? ¿Es rico?

– ¿Cuántos años tiene, señorita? -preguntó la doncella.

– Cumpliré trece. ¡Vamos, Lucy, cuéntamelo todo!

– Pensé que no le interesaba la vida de las damas y los caballeros distinguidos -bromeó Lucy.

– Bueno, no deseo ser como ellos y, a diferencia de mis hermanas, jamás iré a la corte ni me arrodillaré ante los poderosos, pero no me molesta escuchar las historias de esa gente.

Entretanto, Rosamund entró en la alcoba de Philippa, que había terminado de bañarse y se estaba secando.

– Yo siempre necesito bañarme luego de los viajes -dijo la madre-. ¿Dónde está tu cepillo? Te secaré y peinaré el cabello, hijita mía.

– Aquí está. Pero antes me pondré un camisón limpio. Dejé algunos aquí en mi última visita.

Sacó un vestido de seda del baúl situado frente a la cama y se lo puso. Luego, se sentó junto a su madre y dejó que secara y cepillara su larga melena.

– Dime, Philippa -murmuró Rosamund con voz calma-, ¿qué problemas tienes? A ti te ocurre algo; no lo niegues ni trates de convencerme de que viniste corriendo a Friarsgate por el casamiento de Banon.

– ¿Qué es el amor? -preguntó sin rodeos-. ¿Cómo sabes si estás enamorada? ¿Y por qué Crispin no me dice nada después de todos estos meses? -y empezó a llorar-. ¡Ay, mamá, me resulta difícil explicarlo, pero lo amo y él no me ama! Es tierno y ardiente; sin embargo, nunca me ha expresado una palabra de amor. ¿Cómo puede ser tan apasionado conmigo si no me ama?

– ¡Qué es el amor, Philippa! Es el sentimiento más extraño que existe, pues desafía cualquier explicación racional. Lo importante no es que lo entiendas, sino que lo sepas con el corazón, hija mía. En cuanto a tu esposo, si es tan tierno y apasionado como afirmas, estoy segura de que te ama. Pero a los hombres les resulta difícil decirlo en voz alta. En general, la mujer desea hacerlo, pero antes de expresar sus sentimientos necesita estar segura de que son correspondidos. Por consiguiente, se resiste a declarar su amor y permanece tan callada como el hombre. Es un dilema viejo como el mundo, Philippa.

– Cuando estuvimos en Francia, escuché a unos hombres que planeaban asesinar al rey y se lo conté a Crispin. Al principio se enojó y luego me di cuenta de que el enojo no iba dirigido a mí sino a él mismo. Estaba asustado por mí y lamentaba no haber estado a mi lado cuando escapé de los asesinos.

Rosamund sonrió y dejó el cepillo sobre la mesa.

– Crispin te ama, créeme.

– Tiene que decírmelo sin que yo se lo pregunte, mamá. De lo contrario, jamás estaré segura. -Philippa rompió en llanto y se arrojó en los brazos de su madre.

Rosamund la estrechó con fuerza y la acarició dulcemente. Iba a ser abuela, no tenía ninguna duda. Esos violentos arranques de emoción eran una prueba inequívoca de que Philippa estaba embarazada. Su elegante y refinada hija se había enamorado e iba a tener un bebé.

– ¿Tienes hambre? Hoy cenaremos guiso de conejo.

– No, mamá, estoy muy cansada. Necesitaba estar en casa y hablar contigo. Ahora me siento mejor, pero estoy extenuada. Prefiero acostarme.

– De acuerdo, querida. -Luego Rosamund se puso de pie, ayudó a Philippa a meterse en la cama, y la arropó-. Que tengas dulces sueños, hija mía. Estás en casa y te vamos a cuidar. Además, estoy segura de que muy pronto vendrá a visitarnos el conde.

Dos días más tarde, Crispin St. Claire arribó a Friarsgate. Por pedido de Rosamund, tanto lord Cambridge como Logan Hepburn habían dejado sus propiedades y acudido en su ayuda a poco de llegar Philippa. Rosamund necesitaba que toda la familia colaborara para reconciliar a los recién casados. Ni bien vio a su yerno, le agradó y le pareció el esposo perfecto para su hija.

– ¿Cómo elegiste tan bien, primito? -le susurró a Thomas Bolton.

– Por instinto -replicó con un murmullo y dio un paso adelante con los brazos extendidos para saludar al conde de Witton-. ¡Mi querido amigo, que alegría volver a verte! Te presento a tu suegra, la dama de Friarsgate. Prima, te presento al marido de Philippa.

Crispin tomó la mano de Rosamund y la besó al tiempo que se inclinaba en una graciosa reverencia.

– Señora.

– Bienvenido a Friarsgate, milord.

– Te presento a Logan Hepburn, lord de Claven's Carn y esposo de Rosamund -continuó lord Cambridge.

Los dos hombres se miraron con recelo y se dieron la mano

– Por favor, pasemos al salón -lo invitó la dama de Friarsgate tomándolo del brazo.

– ¿Dónde está mi esposa?

– En su alcoba. Le suplico que no la regañe. Ha venido aquí porque sentía una imperiosa necesidad de hablar conmigo. Son problemas comunes a las esposas jóvenes. Ya ordené a su hermana que fuera a buscarla cuando lo vimos venir.

– Regresé a Brierewode dos días después de su partida. Le prohibí terminantemente viajar sin mí, pero me desobedeció.- Rosamund sacudió la cabeza.

– No le sobra experiencia con las damas, milord, ¿o me equivoco? Jamás debe prohibirle nada a una mujer, pues hará exactamente lo que usted le ordenó que no hiciera -rió-. La ama mucho, ¿verdad? Siéntese, por favor.

– ¡Cómo es posible que usted se dé cuenta de ello y mi esposa no, señora! -exclamó en un tono de desesperación-. A veces me pregunto si esa niña es capaz de amar.

– Ella lo ama con locura -replicó Rosamund y le tendió una copa de vino dulce-. En estos dos días, Philippa y yo hemos hablado más que en muchos años.

– ¿Y por qué no me dice que me ama?

– ¿Porqué no se lo dice usted?-replicó Rosamund con una sonrisa.

– Es que soy un hombre, señora -contestó seriamente.