– No -dijo Philippa con una sonrisa desafiante-. ¿Y qué?

– Que tus senos se ven demasiado -continuó Cecily nerviosa.

– Debo llevar un buen cebo si salgo de cacería -respondió Philippa con desenfado.

– Por favor, Philippa, no olvides tu reputación. Entiendo que Giles haya herido tus sentimientos, pero no arruines tu buen nombre y honor por su causa. Ningún hombre se merece que una mujer pierda la honra.

– Francamente, no creo que a Giles le interese nada de lo que me suceda. Nunca me amó. Jamás podré perdonarle su egoísmo. Si le importa más la Iglesia que desposarse conmigo, muy bien, que sea sacerdote entonces. Mantuve mi castidad para casarme con él. Sabes muy bien que jamás permití que un joven me besara, a diferencia de muchas de nuestras compañeras. ¡Hasta tú lo hiciste, Cecily! Pronto mi madre me encontrará un rico terrateniente inglés o mi padrastro me presentará al hijo de alguno de sus amigos escoceses; entonces, me casaré y no me divertiré nunca más. Lo peor de todo es que tendré que abandonar la corte para siempre. Así que, ¿qué tiene de malo que haga algunas travesuras mientras soy libre? El terrateniente inglés o el lord escocés jamás se enterarán. Además, conservaré mi virginidad para mi futuro marido.

– Es verdad, hasta ahora te has comportado mucho mejor que todas nosotras. Y ahora que los favoritos del rey han caído en desgracia gracias al cardenal Wolsey, no parece tan arriesgado que juguetees con algunos jóvenes de la corte.

– Empezando por el presumido sir Walter de Millicent. Ya le sacaré a esa arpía las ganas de hablar a mis espaldas. Lo más gracioso es que aunque esté furiosa con sir Walter, igual tendrá que casarse con él porque lo que más desea en el mundo es el prestigio que obtendrá con ese matrimonio.

– Pobre sir Walter -dijo la bondadosa Cecily-. Desposará a una bruja.

– No siento la menor pena por él. Está muy ocupado con las negociaciones de su alianza, pero ya verás cómo, pese a todo, sucumbirá a mis encantos. Para mí, sir Walter no es un hombre honorable. Él y Millicent son tal para cual. Les deseo toda la infelicidad del mundo.

– ¿No sientes piedad?

– No. Un hombre sin honor no vale nada. Dicen que mi padre era un caballero noble y gentil. También lo son mi tío lord Cambridge y mi padrastro Logan Hepburn. Y no me casaré con ningún hombre que no lo sea.

– Te has vuelto muy severa. -No. Siempre he sido así.

CAPÍTULO 02

– ¡Vamos, jovencitas! -vociferó lady Brentwood, la asistente de las doncellas-. El día de campo está por comenzar. Su Majestad permitió que paseen a gusto, siempre que dos de ustedes se turnen para acompañarla.

Las damas de honor salieron de sus aposentos riendo y parloteando como cotorras. Un día de campo junto al río era un programa maravilloso. Sobre todo porque en esas ocasiones, las formalidades de la corte solían dejarse de lado. Era un día hermoso. El cielo azul y la fresca brisa que mecía las flores prometían una jornada inolvidable. Como era muy temprano para ejecutar su plan, Philippa se ofreció a escoltar a la reina. Aún no había visto a sir Walter y quería aguardar hasta que se encontrara ligeramente ebrio.

– Estás muy bella, pequeña -dijo Catalina a Philippa-. Me traes bellos recuerdos de tu madre y de los años que pasamos juntas en el palacio cuando éramos niñas. -La hijita de la reina, a quien se le había permitido asistir a la fiesta, saltaba en el regazo de su madre-. María, mi amor, por favor, quédate quieta. A papá no le va a gustar verte así.

– Su Majestad, ¿le gustaría que lleve de paseo a la princesa? -preguntó Philippa con gentileza-. También puedo jugar con ella y entretenerla un rato. Siempre ayudé a mamá a cuidar a mis hermanos.

La reina asintió aliviada.

– Querida Philippa, ¿harías eso por mí? El embajador de Francia viene esta tarde a verla y le escribirá al rey Francisco sobre los progresos de nuestra princesita. Ahora que María está comprometida con el delfín, los franceses no le quitan los ojos de encima. Aunque yo preferiría que se casara con mi sobrino Carlos. Sí, mejor llévatela de aquí y trata de que no se ensucie.

– Sí, Su Majestad -dijo Philippa tras hacer una reverencia. Luego, tomó de la mano a la pequeña princesa-. Venga conmigo, Su Alteza. Vamos a pasear por los jardines y admirar las bellas vestimentas que lucen los invitados.

María Tudor, con sus tres años de edad, se deslizó de la falda de su madre y, respetuosamente, aceptó la mano que le tendía la señorita Meredith. Era una niña de mirada muy seria, bonita, de cabello caoba similar al de Philippa. Su vestido era una réplica en miniatura del de su madre.

– Tu vestido es bonito -reconoció. La princesa María tenía una inteligencia notable. Pese a su corta edad, podía sostener una conversación sencilla tanto en inglés como en latín.

– Gracias, Su Alteza.

Caminaron a la vera del río y la niña señaló las embarcaciones. -¡Vamos! -gritó exultante de alegría-. Quiero pasear en bote. Philippa sacudió la cabeza.

– ¿Su Alteza sabe nadar?

– No.

– Entonces no puede pasear en canoa. Para hacerlo es necesario saber nadar.

– ¿Y tú sabes nadar? -le preguntó escrutándola con su extraña mirada de adulta.

– Sí -respondió Philippa con una sonrisa. -¿Quién te enseñó?

– Un hombre llamado Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

– ¿Dónde?

– En un lago de las tierras de mi madre. También les enseñó a mis hermanas Banon y Bessie. Pensábamos que nuestro lago era muy frío, pero él nos dijo que los lagos ingleses eran tibios en comparación con los escoceses. Una vez estuve en Escocia, pero nunca me aventuré a nadar en sus gélidas aguas.

– Mi tía Meg es la reina de Escocia -anunció la pequeña María.

– Ya no -corrigió Philippa-. Luego de enviudar, su tía contrajo nuevas nupcias. Ahora solo es la madre del rey. Pero yo tuve la suerte de visitaría junto con mi madre cuando todavía era reina de Escocia. Su corte era espléndida.

– ¿Mejor que la de mi papá? -preguntó con un dejo de arrogancia.

– No hay en el mundo una corte como la del rey Enrique. Como usted bien sabe, su padre es el rey más distinguido y gallardo de toda la cristiandad.

– ¡Qué delicioso elogio! -dijo Enrique VIII acercándose a su hijita. Philippa, ruborizada, le hizo una reverencia.

– ¡Papá! -gritó María Tudor, riendo mientras él la tomaba en sus brazos y la acariciaba con ternura.

– ¿Y quién es la más bella princesa del mundo? -preguntó el rey a su hija, besando sus mejillas rosadas.

La niña reía con felicidad. El rey se dirigió a Philippa:

– Tú eres la hija de Rosamund Bolton, ¿o me equivoco, señorita?

El rostro de la joven era pura dulzura e inocencia.

– Lo soy, Su Majestad -respondió apartando la vista, como dictaba el protocolo. Además, a Enrique Tudor le molestaba muchísimo que lo miraran a los ojos.

El rey se acercó a la joven Meredith y le rozó la mejilla con un dedo.

– Eres tan bella como Rosamund a tu edad. Como sabrás, nos conocemos desde hace muchos años.

– Sí, Su Majestad, ella me lo ha contado todo -rió Philippa con nerviosismo.

– ¡Ah! -dijo Enrique con una sonrisa-. Entonces conoces toda la historia. En esa época yo era un muchachito lleno de malicia.

– Incluso le gustaba apostar a las cartas -respondió con picardía.

– ¡Ja, ja, ja! Es muy cierto, señorita Philippa. Y mi abuela recolectaba el dinero de las apuestas y las ponía religiosamente en la caja de los pobres en Westminster. Así fue como aprendí a no apostar. -Dejó a su hija en el suelo-, Me enteré de que el hijo menor de Renfrew ha decidido ordenarse sacerdote. Lo siento mucho.

A Philippa se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las secó de inmediato.

– Es la voluntad de Dios -afirmó la joven sin la menor convicción.

– Puedes contar con mi ayuda, señorita Philippa -murmuró Enrique Tudor-. Tu madre sigue siendo una de mis grandes amigas, aunque se haya casado con un escocés salvaje.

– Gracias, Su Majestad -contestó con una reverencia.

– También recuerdo a tu padre, pequeña. Era un buen hombre y, además, fue el más leal servidor de la Casa Tudor. Sus hijas cuentan con mi amistad eterna. No lo olvides, Philippa Meredith. Ahora, por favor, lleva a mi hija con su madre. Luego, regresa y únete a tus amigos, así te diviertes un poco, jovencita. ¡Es una orden del rey! -exclamó prodigándole una amplia sonrisa-. ¡Corre a divertirte! Es el último día de mayo, hay que disfrutarlo.

El rey la observó partir. ¿Cómo era posible que la hija de Rosamund Bolton hubiera crecido tanto? Tanto como para casarse y tener el corazón destrozado… "Había otras dos Meredith -recordó el monarca-, y su padrastro le había dado dos hermanos más". ¿Y él qué tenía? Una niña y una mujer demasiado vieja para parir los hijos varones que necesitaba. La reina había perdido una criatura hacía seis meses. Siempre ocurría lo mismo: cuando el embarazo llegaba a término, los bebés nacían muertos o sobrevivían al parto unos pocos días. María fue la única que pudo seguir con vida. Algo no estaba bien. Los médicos decían que la reina no podía tener más hijos. ¿Acaso Dios trataba de transmitirle algún mensaje? Observó a su esposa sentada en el trono, al otro lado del parque. Su piel otrora rozagante se veía macilenta; su cabellera brillante ahora lucía opaca. La reina pasaba cada vez más tiempo rezando de rodillas y cada vez menos tiempo cumpliendo sus deberes reales en la cama.

Enrique contempló al grupo de doncellas que acompañaban a Catalina, y sus ojos se posaron en la sobrina de Montjoy, la deliciosa Elizabeth Blount. Era pequeña y curvilínea, de cabello rubio y ojos celestes. Junto con su hermana Mary, era la bailarina más graciosa de la corte, además cantaba como los ángeles. Tenía un gran ingenio, pero también era dócil frente a la autoridad, cualidad que, según Montjoy, podía convertirla en la mejor esposa del mundo. El rey entrecerró sus ojos azules. Si la joven era tan obediente como aseguraba Montjoy, sería una amante encantadora, feliz de rendirse ante la pasión de Su Majestad. Enrique Tudor sonrió. ¡Qué dulce verano tendrían por delante, si no los asolaba la peste o la fiebre! Luego continuó su paseo por los jardines y saludó con júbilo a todos los invitados.

Philippa volvió junto a la reina para entregarle sana y salva a la princesita.

– Hemos dado una magnifica caminata, Su Majestad. La princesa quiso pasear en bote, pero no me pareció seguro.

– ¡Muy bien hecho! -aprobó la reina.

– ¿Qué te ha dicho el rey en el parque? -preguntó con malicia Millicent-. Estuvieron conversando un rato largo, Philippa Meredith.

– El rey sólo quería estar con su hijita. Me preguntó por mi madre y también por el resto de mi familia en Cumbria. Ellos se conocen desde que eran niños. ¿Y por qué te interesa mi conversación con el rey, Millicent Langholme? ¿Acaso tu vida es tan aburrida que necesitas entrometerte en los asuntos ajenos? Supongo que pronto tendrás novedades, cuando sir Walter termine de decidirse si desea o no comprometerse formalmente contigo.

"Cómo me voy a divertir con tu arrogante caballero frente a tus propias narices, Millicent -pensó Philippa-. Y no podrás hacer nada más que enfurecerte".

La reina sonrió con disimulo, mientras la señorita Langholme permanecía muda de indignación.

– ¿Cómo está tu madre? -preguntó la monarca a Philippa. -Con buena salud, gracias. Su Majestad, ¿me permite el atrevimiento de preguntarle si sería posible asignarle un puesto en la corte a mi hermana Banon? Es una niña encantadora, pero si pasara un tiempo al servicio de Su Majestad, refinaría su carácter. Ella posee sus propias tierras en Otterly.

– Si Millicent Langholme se casa, entonces podré recibir con suma alegría a Banon en la corte -respondió Catalina-. Banon. ¡Qué nombre extraño!

– Significa "reina" en gales. Su nombre completo es Banon Mary Katherine Meredith, madame. Mi padre la llamó Banon -explicó Philippa.

– Por supuesto, para honrar sus raíces -dijo la reina mientras pensaba que Philippa se había convertido en una auténtica criatura de la corte, que se atrevía incluso a solicitar un cargo para su hermana.

La tarde comenzó a extinguirse. Algunas personas bailaban, mientras los músicos tocaban, unos caballeros en mangas de camisa practicaban tiro al blanco, parejas de enamorados navegaban por el río. Philippa observó a todos los invitados y, de pronto, vislumbró a sir Walter Lumley. Su presa se encontraba parada junto a un grupo de hombres que jugaban a los dados. Philippa se dirigió allí deprisa; por suerte, también se hallaba Bessie Blount.

Bessie le sonrió al ver que se aproximaba. Era una joven de buenos sentimientos, pero sus posibilidades de conseguir un buen partido eran aun más remotas que las de Philippa.