Llevaba pantalón corto color caqui, que en ese momento estaba subido debido a su postura inclinada, y como él era casualmente un conocedor de la lencería femenina, adivinó que llevaba tanga, ya que nada entorpecía las líneas claras del pantalón corto sobre las curvas de las nalgas.

Lanzó un suspiro de apreciación. Sus piernas también estaban muy bien: largas, desnudas y fuertes. Y en cuanto al resto de ella, captó unos brazos largos e igualmente fuertes, que salían de una blusa blanca sin mangas, y un pelo castaño rojizo que llegaba hasta los hombros.

Entonces ella se volvió con una medio sonrisa en la cara.

Y Nick se dio cuenta de que conocía aquella cara, y también aquel cuerpo. Conocía aquellos ojos grises húmedos. Y una noche, hacía media vida, había conocido algo más.

– ¿Danielle?

La sonrisa de ella desapareció, para ser reemplazada por una expresión de sorpresa.

– ¡Dios mío, Nick! No te veía desde…

– La graduación del instituto -el hombre, que no apartaba la vista de ella, sacudió la cabeza al contemplar ante sí la fuente de todas sus fantasías de adolescente. Habían estado cuatro años juntos en el instituto, y aunque solo hablaron una noche concreta, él tenía ya entonces tanta imaginación que eso no había importado mucho.

¿Cuántas noches de adolescente había pasado tumbado en su cama, mirando el techo y pensando en la chica más sexy del instituto, sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de estar con ella? Habría jurado que la chica no se había fijado ni una sola vez en el chico raro y desgarbado que era él entonces.

Y sin embargo, conocía su nombre.

Entonces oyó un gruñido raro, y se dio cuenta de que había una masa enorme de dientes y músculos al lado de Danielle.

Gruñendo. No un gruñido amistoso de saludo, sino un gruñido que prometía que el animal era muy capaz de hacerle pedazos.

Nick había conocido la guerra de guerrillas, había afrontado aterrizajes forzosos en territorios enemigos, conocido la fiebre tifoidea y otras emergencias, pero nunca se había imaginado en una situación como aquella.

Miró mejor al perro, lo que esperaba que fuera un perro, ya que le llegaba a Danielle más arriba de la cadera. Su hocico era negro, y dos ojos marrones lo miraban con recelo. Su pelo, corto, era una mezcla de rayas negras y marrones.

Sí, solo un perro.

Lo siguiente que sintió Nick fue un golpe en el pecho con lo que parecía una bola de jugar a los bolos. Se tambaleó, golpeó la pared, y dos patas enormes lo sujetaron en su sitio a la altura del pecho, impidiendo que cayera al suelo.

Nick miró los ojos marrones inyectados en sangre y se dio cuenta de que el perro era casi tan alto como él. Tenía una lengua enorme, mucha saliva y un aliento espantoso. Fue todo lo que pudo captar antes de que Danielle le quitara aquella mole de encima.

– Sadie -riñó-. Tienes que dejar de saludar así a la gente.

Nick se enderezó y pasó una mano por la camisa. Hizo una mueca al encontrar rastros de saliva.

– ¿Saludar? -preguntó.

– Bueno, es un poco corta de vista. Le gusta verte la cara de cerca.

– Aja -Nick miró al perro más grande que había visto en su vida-. Yo creía que quería comerme.

– ¡Oh, no! Sadie es un verdadero encanto, no le haría daño a nadie -para probarlo, se inclinó y tomó el hocico de Sadie en sus manos, con una sonrisa que parecía una mezcla de indulgencia y tristeza infinita-. Ha pasado una mala temporada, eso es todo.

Nick adivinó que lo mismo podía decirse de su dueña. Sabía poco de ella, aparte de que había sido la protagonista de todas sus fantasías húmedas durante varios años, pero su instinto solía acertar bastante. Y el agotamiento que expresaban los ojos de la joven y su modo de moverse indicaba que algo iba mal. ¡Qué diablos! Casi se podía oler.

Y deseaba con todas sus fuerzas preguntarle por ello. ¿Podría ayudarla él? Lo había hecho una vez, aunque siempre se había preguntado si las cosas habrían sido diferentes en caso de que ella le hubiera permitido hacer más. Le sobresaltó la idea de que había vuelto a caer en el deseo de querer salvarla.

Pero, eh, estaba de vacaciones. No se le exigía que salvara a nadie. Solo tenía que descansar, hacer algunas fotos, hacer el amor si podía y hacer lo que se le ocurriera que no exigiera pensar mucho.

Y sin embargo, era también incapaz de ignorar los problemas de nadie. Estaba abriendo ya la boca para preguntarle por ello cuando la joven lo miró con curiosidad.

– ¿Quién le va a hacer la foto a Sadie?

– Lo tienes delante.

– Oh. ¿Podemos empezar? Voy un poco… apremiada de tiempo.

Capítulo Dos

Nick miraba a Sadie con un recelo que en otras circunstancias le habría resultado gracioso a Danielle. Pero aquello no era un capricho. Y era cierto que el tiempo apremiaba, aunque a ella le habría gustado poder parar el reloj y mirar a gusto.

Nick Cooper. Había pensado a menudo en él, se había preguntado si… Pero no. No podía volver atrás. Lo hecho, hecho estaba.

– Supongo que no podré convencerte de que esperes -dijo él-. Como ya te dije por teléfono, mis hermanas…

– No -como medio esperaba que apareciera la policía en cualquier momento, y todavía no había demostrado ser la dueña de Sadie, tenía que convencerlo-. No puedo esperar.

Los ojos de él siempre habían sido increíbles, casi hipnóticos con aquel tono verde profundo, y ahora cayeron sobre ella, sopesándola despacio. Amables, sí, y también compasivos, pero ella no necesitaba amabilidades y simpatías, necesitaba las fotos.

– Bien, ¿por qué no me cuentas lo que te pasa? -preguntó él después de un momento.

Seguía siendo intuitivo, dispuesto todavía a dejar a un lado todo lo demás y acudir en su ayuda. Pero ya no era una chica de diecisiete años perdida, asustada y desesperada. No necesitaba su ayuda, necesitaba su cámara.

– No me pasa nada -repuso con una sonrisa forzada.

Nick la miró un instante largo. Como antes, tomándose tiempo. Y como antes, la puso nerviosa porque no tenía ni idea de lo que veía cuando la miraba así.

Pero él se limitó a asentir con la cabeza.

– Está bien.

Danielle lo siguió por el pasillo hasta uno de los estudios, nerviosa todavía. Nick se conservaba en muy buena forma física. Llevaba vaqueros desteñidos de aspecto suave, aunque no parecía haber nada suave en él. Se ceñían a su trasero y sus muslos y la tela de la camisa apretaba sus hombros amplios. No podía dejar de mirarlo.

Mientras lo observaba con aire estúpido, preguntándose cómo el chico que conocía se había convertido en aquel hombre perfecto, él volvió la vista y la sorprendió mirándolo.

Sonrió con sencillez; el gesto resultaba tan contagioso que ella estuvo a punto de hacer lo mismo.

Por ridículo que pareciera, aquel hombre no era solo una aparición del pasado, sino algo más, algo más profundo, algo que ella no quería afrontar encima de todo lo demás. Sabía instintivamente que resultaba peligroso para su tranquilidad mental.

– He pensado a veces en ti -dijo él-. Dónde estarías, lo que harías.

La joven se encogió de hombros.

– Nada especial, de verdad.

– Siempre fuiste especial -repuso él-. Y todavía lo eres.

Había estado sola desde… bueno, desde siempre. No necesitaba a nadie. Y menos ahora, después de lo de Ted. Así que no era posible que mirara aquellos ojos verdes y sintiera un gran anhelo de abrazarse a él y pedirle ayuda.

Que su vida fuera un desastre no implicaba que tuviera que desmoronarse delante de una cara conocida. No había ninguna razón para ello.

– Yo hace mucho que no pienso en el instituto -contestó.

– Yo intento no pensar en él en absoluto.

Danielle lo creía. Por algún motivo, ella era popular en aquellos días. Nunca supo por qué. Había nacido pobre y trabajaba en un garito de comida basura hasta altas horas de la noche para ayudar a su madre a pagar el alquiler. En consecuencia, no sacaba muy buenas notas, y sin embargo, salía con el grupo más popular del instituto, al menos los días en que estaba lo bastante despierta como para hacer vida social y no se caía de agotamiento.

En su grupo no eran siempre amables, pero por algún motivo a ella la aceptaron. Aunque todavía la preocupaba pensar en los muchos otros de los que se burlaban o con los que se mostraban crueles sin más razón aparente que la de demostrar que podían hacerlo.

Nick había sido uno de aquellos chicos.

Lo recordaba bien. Era ya guapo, aunque entonces resultaba alto y desgarbado hasta el punto de parecer delgaducho, y duro. Muy duro. Demasiado para que su grupo no intentara vencer su resistencia. Lo atormentaban bastante, aunque él no cedió ni un ápice ni dio a entender en ningún momento que lo molestaran lo más mínimo.

No le había hecho nada personalmente, pero la avergonzaba haber estado con otras personas que sí. Chicos que intentaban buscar pelea o chicas que lo despreciaban.

A Nick parecía no importarle; seguía con su vida como si no existieran. Hasta aquella noche en que ella lo necesitó y él la ayudó sin preguntas ni recriminaciones.

Igual que se ofrecía a hacer ahora.

Era muy diferente al chico que había sido. Sus hombros ya no parecían demasiado amplios ni el pecho muy ancho para el resto del cuerpo, que había pasado de una delgadez absoluta a la perfección.

Se había vuelto… espectacular. No había otra palabra más precisa.

Pero no importaba. A ella eso le daba igual. Ya se había fijado antes en una cara interesante y había terminado en aquella situación. No quería más hombres en su vida, y menos aún hombres tan guapos. Tenía otras preocupaciones.

Como por ejemplo que era una fugitiva de la ley.

Meros detalles.

Y estaba tan absorta en esos detalles, y en el hecho de que Nick poseía seguramente el mejor trasero que había visto nunca, que no se dio cuenta de que se había parado delante de un estudio abierto hasta que chocó contra él.

– ¡Ah! -levantó automáticamente las manos para agarrarse y las colocó en la espalda de él. Las retiró en el acto. El cuerpo de él estaba caliente al tacto y duro como una piedra-. Perdón.

Nick no pareció nada molesto, sino más bien lo contrario. Se volvió y le sonrió.

– Bueno… -estuvo a punto de tartamudear ella-. ¿Por dónde empezamos?

– Trae a… -señaló la correa que sostenía ella.

Sadie, que sacaba la cabeza por detrás de las piernas de Danielle con aspecto de preferir soportar a diez como Ted antes que estar allí.

La perra ladró con recelo, con nerviosismo, y se echó hacia atrás.

Danielle la convenció para que entrara en el estudio con una galleta que sacó del bolsillo mientras Nick se adelantaba a hacer los preparativos.

– Mira -susurró la joven, de cuclillas delante del animal nervioso-. Hazlo por mí. Hazlo por nuestro futuro -tomó el hocico de Sadie entre las manos y la miró a los ojos-. Por favor.

La perra se adelantó y le lamió la barbilla y Danielle la abrazó con fuerza.

– Lo sé. Tú me quieres y yo a ti -dijo con suavidad-. Todo saldrá bien.

– ¿Qué saldrá bien? -preguntó Nick, que se había colocado detrás de ella.

Capítulo Tres

– ¿Danielle? ¿Qué saldrá bien?

Los ojos de la joven se encontraron con la mirada curiosa de Nick. Soltó a la perra y se puso en pie.

– Las fotos -dijo animosa-. Las fotos saldrán bien.

– Aja.

Nick la observó un instante largo de aquel modo personal e intenso tan suyo, un modo que daba a entender que no se le escapaba nada.

Pero a ella tampoco. Tal vez lo hubiera conocido de adolescente, pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora no sabía nada de él, y no tenía motivos para confiar en él aunque quisiera.

Los ojos de él seguían fijos en los suyos.

– Necesitas un fondo. ¿De naturaleza o tradicional? -sacó varios y se los fue mostrando-. No soy un profesional, así que elige el que más te guste.

¿No era un profesional? Quería preguntarle qué era, pero eso implicaría aprender a conocerlo, eso sería abrirse a él, y no podía hacerlo.

– No pareces muy contento de hacer esto.

– Dije que lo haría.

Su tono sugería que siempre hacía lo que decía. Pero ella sabía que esa no era la cuestión. La gente mentía. La gente cambiaba. No se podía confiar en la gente. Respiró hondo.

– El fondo de naturaleza, por favor.

Nick sonrió y tiró de una pantalla que mostraba un claro de bosque rodeado de pinos, hierba y un arroyuelo.

Danielle pensó que aquella sonrisa debería ser catalogada como un arma peligrosa. Observó las manos de él sobre la pantalla, colocándola en su sitio, embrujada por los músculos de sus antebrazos, por el movimiento firme de su cuerpo cuando se enderezó y la miró.