Por siempre tú
Por siempre tú
Título Original: Forever Jake (2001)
Capítulo Uno
Al parecer, no se podía confiar en los bancos de semen.
Robin Medford dejó el último número del The New England Journal of Medicine en el respaldo del asiento que tenía delante. En ese momento, el hidroavión se inclinó a la izquierda y en la ventanilla apareció la ciudad de Forever.
Como era costumbre, el piloto sobrevoló la pequeña ciudad, situada en la ladera de la montaña y bordeada por las aguas cristalinas del río del que había tomado el nombre. Luego sobrevoló el ayuntamiento para determinar la dirección del viento, según las banderas de Canadá y de Yukon que mecía la brisa de la soleada tarde.
Robin dio un suspiro y se recostó en el respaldo de su asiento. Le había impresionado el leer la cantidad de errores que se cometían en los laboratorios debido a la negligencia de los médicos y los técnicos.
Después de tres días leyendo toda la información que había llegado a sus manos, había decidido que los bancos de esperma no eran el modo más aconsejable para que su hijo comenzara su existencia. Y eso reducía bastante sus posibilidades, aunque no impedía necesariamente sus planes.
Iba a tener que quedarse embarazada a la manera tradicional. Encontrar un espécimen prometedor, elegir un día fértil y ponerse manos a la obra. Cosa que podía llegar a convertirse en un placer.
Después de todo, pensó, había hecho el amor con Juan Carlos en Suiza, en el campamento base del Monte Edelrich hacía dos años. Y no había sido tan complicado. De hecho, el examen de medicina había sido mucho más difícil que lo de Juan, y mucho más arriesgado, si no recordaba mal.
Podría hacerlo de nuevo para tener un hijo. Con Juan no, por supuesto. Aparte de estar al otro lado del mundo, era demasiado narcisista y vanidoso como para ser un buen candidato a padre.
El piloto inclinó el hidroavión sobre una arboleda de álamos y tomó la dirección paralela al río.
Hacía mucho tiempo que Robin no visitaba la pequeña ciudad en la que había nacido. Quince años para ser exactos.
Hacía quince años que había terminado la carrera y se había marchado de allí, buscando aventuras. Había decidido construirse una vida más allá de aquella comunidad aislada, situada trescientas millas al norte de la autopista de Alaska, justo en el borde de los territorios del noreste.
Y lo había conseguido.
Estaba contenta con su carrera profesional, gracias a la cual había conocido bastantes países. En esos momentos, estaba completando el círculo y, por primera vez, volvía a su casa. Se quitó los auriculares y se pasó la mano por el cabello para arreglárselo a la vez que el hidroavión llegaba al dique gris. Aquella ciudad había sido fundada por un grupo de mineros. Después se había mantenido viva gracias al turismo y a los muebles fabricados con los árboles de los bosques cercanos. Las calles seguían siendo polvorientas, los edificios sólidos y los imponentes y salvajes alrededores seguían desafiando a los novecientos cincuenta habitantes que allí vivían.
El avión se detuvo y, al abrirse la puerta, ella levantó las manos para protegerse del ataque de los muchos mosquitos y moscas que había en aquella zona.
Pero a pesar de los insectos, estaba encantada de volver a su hogar. Estaba impaciente por ver la cara de asombro de su abuela cuando se diera cuenta de que todos sus familiares y amigos habían ido a celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños.
Robin pasaría cinco días de vacaciones antes de incorporarse a su nuevo trabajo en Toronto. Le alegraba mucho haber ido, pero sabía que también se alegraría de marcharse después de aquellos cinco días.
Incluso entonces, Forever seguía siendo una ciudad muy aislada. No había carreteras que llevaran hasta allí ni tampoco existía ningún aeropuerto. La única forma de ir era en barco o en hidroavión.
Además, tenía planes de ser madre y necesitaba ir donde hubiera hombres. Hombres de verdad. Inteligentes y a los que les gustara el sexo.
Se levantó y el piloto la ayudó a salir al muelle. El hombre era bajo, más que ella. Robin esbozó una sonrisa y le dio las gracias antes de bajar.
El haberse enterado de los riesgos que conllevaban los bancos de esperma terminaría yendo a su favor. Si lo pensaba, le parecía lógico querer conocer al padre biológico de su futuro hijo. Una mujer podía conocer mucho más de una persona a través de una conversación y la observación, que a través del frío archivo de una clínica.
Apoyó una mano en su abdomen y sonrió mientras ponía los pies sobre la calle River Front. Por lo que había leído, a los treinta y dos años estaba en una buena edad para quedarse embarazada sin peligro. Se había asegurado un buen puesto de trabajo en una bonita ciudad y se había apuntado a las listas de espera de las mejores agencias de niñeras y de guarderías disponibles.
Todo estaba en orden. Lo único que necesitaba era encontrar al hombre adecuado y compartir con él unos veinte minutos.
Jake Bronson oyó el motor del Beaver desde su escondite, entre el Café Fireweed y el supermercado. Se caló su sombrero Stetson sobre la frente y se echó hacia atrás, tratando de pasar desapercibido.
Normalmente no era ningún cobarde, pero desde que su amigo Derek Sullivan había colocado aquel absurdo anuncio en los periódicos de todo el país, las mujeres de Forever habían declarado la veda abierta sobre él. Y no porque quisieran casarse con él, no. O por lo menos, él no lo creía.
Estaba completamente seguro de que las tres proposiciones que había tenido la semana anterior habían sido solo bromas. Pero Annie Miller se dirigía en ese momento a la calle principal, con un aspecto demasiado decidido para el pobre Jake. Annie llevaba un vestido de verano demasiado elegante para la tarde de un sábado normal.
Jake no tenía intenciones de volver a ser la víctima de otra inocentada, así que se quedó inmóvil, mirando a Annie con el rabillo del ojo y respirando silenciosamente. De repente, al oír un gruñido detrás de él, dio un respingo y se puso rígido, temiéndose lo que llegaría a continuación.
Luego se oyeron unos ladridos a través del estrecho pasillo que amenazaban con poner en peligro su intento de pasar desapercibido. Su corazón dio un vuelco al darse la vuelta y ver al perro lobo esquimal que estaba a un metro de él.
– Hola, Dweedle -saludó al impresionante animal.
– ¿Qué demonios haces aquí en la sombra, Jake? -quiso saber Patrick More.
Jake se puso un dedo en los labios, mandándole callar e hizo una seña hacia Annie, quien estaba ya a solo unos metros de distancia.
Patrick miró hacia la calle y, al ver a la chica, esbozó una sonrisa que iluminó su cara de rasgos duros.
– Va muy elegante, ¿no? -susurró el hombre.
– Eso es lo que me preocupa -contestó Jake.
– He oído que ha estado cocinando toda la mañana. ¿Crees que va a tratar de impresionarte con sus artes culinarias?
– No quiere impresionarme. Quiere avergonzarme -respondió Jake, quien bajó la cabeza para que el sombrero le tapara la cara.
– Se ha desviado -anunció Patrick.
– ¿Hacia nosotros?
– No, hacia el muelle. ¡Oh, caramba!
– ¿Qué?
– Ahora sí que merece la pena mirar.
– ¿Qué pasa?
– No me importaría que ella contestara a un anuncio mío -fue la respuesta de Patrick, que estiró los hombros y se metió la camisa por la cinturilla del pantalón.
– Tú no has puesto ningún anuncio.
Jake miró hacia donde le decía su amigo y notó un escalofrío. Una mujer alta y rubia estaba saludando a Annie. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una chaqueta de colores vivos. La chaqueta la tenía abierta y revelaba debajo una camisa blanca de punto.
Incluso a esa distancia, Jake se sintió sobrecogido ante la belleza de su perfil. Su pelo de color arena brillaba al sol y su alegre risa parecía iluminar la polvorienta calle. Por un instante, deseó con toda su alma que esa mujer hubiera contestado a su anuncio.
Pero aquello era ridículo, claro, porque el anuncio que había puesto Derek no especificaba dónde vivía Jake.
– No sabía que Annie tuviera amigas como esa -comentó Patrick, quitándose el pelo de la frente.
– ¿Por qué no te acercas para que te la presente? -le preguntó Jake, deslizando la vista por el cuerpo de la explosiva rubia.
– Creo que es lo que debería hacer. ¿Vienes?
– Es toda tuya, Patrick -contestó Jake, fingiendo una indiferencia que no sentía.
Esperaría a la noche para enterarse en el Café Fireweed de todo lo relacionado con aquella misteriosa mujer. Annie podía seguir con la idea de hablarle y no tenía ninguna intención de ponerse en ridículo. Y tampoco pensaba demostrar el más mínimo interés por la guapa desconocida. Se imaginaba perfectamente cuál sería la reacción de la mujer si se enteraba del anuncio de Derek.
Se estremeció. De ninguna manera. De momento, volvería al rancho y terminaría sus tareas, tal y como tenía pensado hacer.
Robin oyó unos golpes de martillo que llegaban hasta el porche trasero de la casa de su madre. Estaba descansando mientras su cuñado leía un cuento a sus sobrinos y la abuela se echaba una pequeña siesta.
Robin estaba asombrada de lo que habían crecido sus sobrinos desde la última Navidad. Normalmente los veía dos veces al año en la casa de campo que tenía su hermana en Prince George: en Navidad y en verano.
Esbozó una sonrisa y se sentó en una mecedora de madera. La abuela, sin embargo, parecía que no había cambiado nada. Cuando la había abrazado poco antes en el salón, Robin se había sentido como si de nuevo tuviera dieciocho años.
La casa era la misma y el jardín también, pensó mientras paseaba la mirada por el terreno que dominaba el jardín de su madre. Luego se detuvo en el granero nuevo de la propiedad adyacente. Eso sí que había cambiado.
Se preguntó cuánto tiempo haría que los Bronson se habían ido y recordó su taller de reparación de coches antiguos. Los nuevos propietarios habían tirado el viejo edificio y lo habían sustituido por uno de dos pisos. En vez de las chapas de metal, ahora había sacos de arena bien ordenados y heno para alimentar a las decenas de caballos que pastaban tranquilamente.
En ese momento, un hombre, desnudo de cintura para arriba, salió del granero. Llevaba un cinturón de herramientas de cuero sobre los vaqueros y un martillo en la mano derecha. Tenía el torso brillante por el sudor y aquello resaltaba sus fuertes músculos. Un sombrero de vaquero le ocultaba parte del rostro.
«Magnífico», fue la palabra que se le ocurrió inmediatamente. Si alguna vez se decidiera a tener relaciones sexuales por placer, en vez de pensar en el embarazo, ese sería el tipo adecuado para ella.
Observó al hombre unos segundos y, de repente, frunció el ceño.
Se trataba de Jacob Bronson.
Se sintió como si le hubieran aplastado el corazón contra las costillas antes de poder respirar de nuevo. Nunca había creído que volvería a verlo.
El hombre se quedó quieto de repente, como si hubiera notado su perfume. Entornó los ojos y miró directamente hacia el porche.
No pudo verla. Era imposible que la viera entre las sombras. Y aunque pudiera, jamás la reconocería a esa distancia y después de quince años.
¿Entonces por qué aquellos ojos azules parecieron traspasar el alma de Robin?, se preguntó con un estremecimiento.
No quería recordar. Se negaba a permitir que los humillantes recuerdos la invadieran de nuevo. Había logrado olvidarse de todo aquello desde el día en que había salido de allí y no quería recordarlo en esos momentos. No había ninguna razón…
Aquello había ocurrido quince años antes. La noche antes de terminar la escuela, cuando los veintiún veteranos del Instituto de Forever cumplían con la tradición del solsticio de verano en la playa. Se hacía a media noche, en el momento en que el sol se hundía brevemente en el horizonte y el agua se oscurecía lo justo para preservar la decencia.
El rito era privado y se hacía a diez millas de la ciudad en un lugar al que se llegaba por una carretera polvorienta que se abría en la orilla del río y que permitía a los nadadores ver si se aproximaban visitantes.
Robin había conseguido dejar a un lado sus miedos aquella noche y se había ido con sus compañeras a la playa, a la zona de las chicas.
Tímida y poco decidida, en comparación con sus compañeras, había tardado un rato en armarse de valor y darse cuenta de que los mosquitos de la orilla eran mucho más peligrosos que desnudarse y sumergirse en las gélidas aguas.
Una a una, las chicas se habían ido reuniendo con los chicos. Todavía podía recordar las risas y los gritos sobre el fuego de la hoguera. Esta daba un color anaranjado a los arbustos del trozo de tierra que separaba las dos playas. Hasta su amiga Annie se había ido hacia la playa principal.
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