El hombre tomó aire profundamente y pensó en el anuncio del periódico, en las proposiciones de matrimonio… y en que justo cuando creía que su vida no podía ser más surrealista, aparecía Robin Medford.

– Sí, he terminado -respondió.

– ¿Jacob Bronson? -dijo Robin, con aspecto de haber vuelto a la vida.

Soltó una risita y se colocó el pelo detrás de la oreja con mano temblorosa.

– No te había reconocido al principio.

Aquello era, sin duda, ofensivo para el ego de un hombre. Él había estado soñando con aquella mujer durante quince años y ella ni siquiera lo había reconocido. Perfecto.

– La abuela quiere que te quedes a cenar, Jake -añadió Connie.

Jacob supuso que debería alegrarse de que al menos una hermana supiera quién era. Connie se arremangó su jersey de colores y se cruzó de brazos. Aunque era solo cuatro años mayor que él, tenía la costumbre de tratarlo como si fuera uno de sus hijos.

– No quiero molestar.

Entendía que si estaba allí Robin, era porque la familia se había reunido al fin, después de varios años. Probablemente querrían estar solos.

Además, tendría que ser un poco masoquista para sentarse voluntariamente a cenar junto a Robin. La chica no recordaba ni siquiera los besos que habían desequilibrado por completo su adolescencia y lo habían acompañado durante una década y media.

– No seas tonto -insistió Connie, abriendo la puerta y haciendo un gesto para que entraran ambos-. Tú eres como de la familia.

Robin esbozó una sonrisa y se levantó elegantemente de donde estaba sentada. No repitió la súplica de su hermana, probablemente porque le daba igual que él se quedara o no.

Al dirigirse a la puerta de la cocina, su cabello se balanceó suavemente y sus vaqueros gastados se ciñeron sensualmente a sus piernas. Las manos de Jacob recordaron el tacto de aquellas curvas y se cerraron. Por lo que veía, aquel cuerpo no había cambiado nada.

Hizo un esfuerzo para ignorar la reacción de sus hormonas. Robin no había cambiado desde que se graduaron. Ni en el físico, ni en el carácter. Para ella él seguía siendo Jacob Bronson, el chico pobre de la clase. Y la Princesa de Hielo era tan distante en ese momento como entonces.

Debería repasar las cartas que le habían enviado, contestando a su anuncio. Derek tenía razón. Jake debería encontrar cuanto antes una esposa y así se olvidaría de Robin para siempre.

Era lo más lógico y lo más seguro. Pero en el momento en que la mujer de sus sueños desapareció por la esquina, todo pensamiento lógico lo abandonó y se dio cuenta de que, si no lograba remediarlo rápidamente, se metería en un lío.

Miró inmediatamente a Connie, confiando en que no se hubiera dado cuenta de cómo había mirado la parte posterior del cuerpo de Robin. Se pasó una mano por el pelo.

– Lo siento, Connie, pero no puedo…

– La abuela no va a admitir que le digas que no, Jake. Trabajas demasiado. Ahora vete a tu casa y ponte una camisa decente. Si no estás aquí en cinco minutos, les diré a los chicos que vayan a buscarte.

– De verdad que…

– Les diré que vayan por ti -lo amenazó de nuevo-. Y la abuela se enfadará contigo.

Jacob dio un suspiro de impotencia.

– De acuerdo.

No quería enfadar a Alma May cuando estaba tan cerca el día de su cumpleaños. Y los chicos de Connie, de ocho, seis y cuatro años, eran capaces de hacer cualquier desastre en su casa.

Así que, de acuerdo, iría a cenar con ellos. Aunque, eso sí, intentaría no sentarse frente a Robin.


No podía estar ocurriendo. Con Robin sentada justo enfrente, le iba a ser imposible hablar con el resto de la familia. De hecho, al fijarse en sus labios húmedos y ligeramente abiertos, pensó en que no podría apartar la vista de ellos. Estaba seguro de que su sonrisa iba dirigida a sus sobrinos, pero le dio exactamente igual.

Jacob había creído siempre que el instituto había sido un infierno, pero aquello era mucho peor.

– ¿Eran leones de verdad, tía Robin? -preguntó el más pequeño de los hijos de Connie.

El rostro de Robin se iluminó con una sonrisa que reveló una dentadura perfecta.

– Claro que eran de verdad, Bobby -contestó. Estaba contándole a su familia el reciente viaje que había hecho a Kenia-. Había una leona, un león y sus dos cachorros.

– ¿Tenías miedo? -añadió Bobby, inclinándose hacia delante.

– Un poco -contestó Robin.

Los ojos verdes de Robin se movieron de un modo que Jake sintió un escalofrío. Su profundidad y claridad le recordaron al río Forever.

– Pero estábamos dentro de la furgoneta, así que no corríamos peligro.

Connie se aclaró la garganta.

– ¿Nos puedes contar alguna aventura más antes de irnos a la cama, Robin? -le preguntó-. Me imagino que últimamente no habrás ido a ningún parque de atracciones.

Robin entendió el mensaje de su hermana, para que no siguiera hablando de temas demasiado excitantes que pudieran provocar pesadillas a los niños.

– Pues de hecho nunca he estado en un parque de atracciones -respondió, quitándose el jersey-. Pero siempre he tenido ganas de tirarme por un tobogán gigante en una piscina.

Su confesión hizo que Jake se la imaginara inmediatamente en bikini, lo que le hizo removerse inquieto en la silla.

– Nosotros nos tiramos por unos toboganes el año pasado -gritó Bobby excitado.

– ¿Sí? ¿Por qué no me cuentas cómo son?

Bobby y sus hermanos empezaron a hablar y Robin dejó el jersey sobre el respaldo de la silla. Jake se sumergió por completo en la imagen que tenía delante, mientras que las voces de los niños se alejaban hasta convertirse en un murmullo.

Los hombros de Robin, ligeramente bronceados, y su cuello esbelto quedaron al descubierto. Llevaba una camiseta sin mangas, cuya fina tela se ceñía perfectamente a sus pechos.

El pasado asaltó a Jake, que no pudo evitar visualizar sus senos con todo detalle. Es cierto que aquel día estaba muy oscuro, pero los había visto. Eran muy claros de piel, redondos y los pezones eran del color del coral. Y debido al agua fría, se le habían puesto duros.

Oh, sí, los había visto una vez. Y aquello era algo de lo que nadie más de Forever podía presumir.

De hecho, él tampoco había presumido nunca de ello. Ni siquiera había pensado en tal posibilidad. Bueno, excepto una vez.

Fue el día después de que sucediera. En la cena después de la ceremonia de graduación que se celebró en el gimnasio. Robin estaba allí sentada, fría y discreta, haciendo honor a su fama de Princesa de Hielo.

Se había recogido el cabello y algunos rizos le caían alrededor de la cara. Llevaba un maquillaje discreto y su vestido negro ceñido resaltaba sus senos altos y sus caderas. Era el ideal de belleza de un adolescente o, por lo menos, el ideal de Jake.

Mientras la miraba desde el otro lado del salón, deseaba que ella lo mirara a su vez y, con un simple gesto, le demostrara que le había aceptado como amigo. Que apreciaba y le agradecía su comportamiento caballeroso.

Jake estaba sentado solo, vestido con el traje usado que había sacado del armario de su padre. Se imaginaba que ella iba a aproximarse a él, le iba a hablar y le iba a dar las gracias por lo de la noche anterior, demostrando así a todos que eran amigos.

Pero ella no lo hizo. Y por un instante, sintió el impulso de acercarse a Seth y Alex y contárselo todo.

Ella no lo habría negado. No habría podido hacerlo. Todos sabían que se ponía colorada cuando decía mentiras. Jake podía haber ascendido su status social con solo unas cuantas frases bien elegidas.

Fue una tentación enorme para un adolescente inadaptado de dieciocho años, pero el hombre de treinta y dos se sentía orgulloso, pasado el tiempo, de no haber caído en ella. Había sido la cosa más noble que había hecho en su vida. Era una lástima que ella no lo recordara siquiera.

Al otro lado de la mesa, Robin se rio de algo que los chicos habían dicho.


– Debes recordar la sensación de ser madre -Robin colgó la camiseta de su sobrino en el tendedero de casa de su madre.

Tocó la camiseta con cariño y pensó que ella también sería madre muy pronto. Y entonces también ella tendría que lavar prendas de niño pequeño.

– Pero ya estaba casada -contestó Connie-. Y tenía a alguien que me apoyaba y ayudaba.

– Yo no necesito que nadie me ayude -el dinero no era importante en ese caso-. Ahora tengo contrato fijo en la empresa y gano un buen sueldo.

– No me refiero solo a ayuda económica -insistió Connie, tendiendo una sábana-. Me refiero a ayuda emocional.

– Por si se te ha olvidado, soy una mujer bastante independiente.

El trabajo que tenía con Wild Ones Tours la había hecho viajar por todo el mundo. Tenía que buscar lugares y rutas posibles que la empresa pudiera promocionar. A Robin le encantaba la libertad.

– Ya, pero nunca has probado la independencia a las dos de la mañana, dando vueltas en una habitación con un niño llorando en los brazos.

– Pero he estado cuarenta y ocho horas seguidas dando vueltas en una habitación sin poder salir porque había leones fuera -explicó.

– No es lo mismo. Aunque puede ser un buen entrenamiento.

– ¿Lo ves? -Robin sujetó con una pinza la sábana de su hermana y luego alisó las arrugas con la palma de la mano-. Estoy totalmente preparada.

– Pero los leones se fueron a las cuarenta y ocho horas. Los niños se quedan para toda la vida.

– Lo sé.

Robin había considerado su plan desde todos los ángulos posibles. Le encantaban los niños y no quería terminar como la tía solterona y decrépita de los hijos de Connie sólo porque no hubiera encontrado el hombre adecuado en el momento justo.

– Solo estoy sugiriendo que esperes un poco. Nunca se sabe lo que te puede deparar la vida.

– Tengo treinta y dos años, así que no puedo esperar demasiado. ¿Has leído las estadísticas sobre embarazos después de los treinta y cinco?

– Ahora las mujeres tienen hijos hasta los cuarenta.

– Pero es mucho más arriesgado.

– Lees demasiado.

– ¿A qué edad tuviste tú a Sammy?

– A los veintiocho.

– ¿Lo ves?

– Pero estaba casada.

– No estamos en 1950. Las mujeres no tienen por qué casarse para tener hijos.

Robin creía en aquello al pie de la letra. Por supuesto, ella querría un padre para su hijo, pero después de haber trabajado en más de treinta países diferentes, había conocido a hombres de todos los tamaños, formas, ideologías y personalidades; y lo cierto era que jamás había conocido a ninguno con el que quisiera pasar el resto de sus días.

No iba a casarse por el solo hecho de estar casada.

– ¿Qué vas a decirle a la abuela? -le preguntó.

Connie, colgando el último almohadón y agarrando el barreño vacío.

– No lo he decidido todavía -Robin se mordió el labio inferior-. Probablemente me inventaré que tengo un novio.

– ¿Entonces no le dirás la verdad?

Robin se quedó callada. No le gustaba mentir a su abuela, pero le resultaba más difícil decirle la verdad.

– En cualquier caso, ya he tomado una decisión.

– Seguro que sí -Connie se dirigió hacia la escalera del porche-. Y conociéndote, hasta habrás leído un libro sobre ello.

– Por supuesto. He leído un montón sobre fertilidad y concepción -le explicó a su hermana.

Hasta tenía un termómetro basal en la maleta. El mes anterior había estado apuntando su temperatura y ese mes iba a hacer lo mismo. Así sabría cuáles eran sus días más fértiles.

Connie soltó una carcajada.

– Confío en que te asegures de que tu bebé lea los mismos libros que has leído tú. Te aseguro que suelen ignorar a los expertos y hacen lo que quieren.

– También he leído eso.

– Claro, ya me lo imagino.

– Estoy preparada -le aseguró Robin a su hermana-. Posiblemente esté más preparada que la mayoría de las mujeres casadas.

Connie dio un suspiro. Luego se sentó en un peldaño de las escaleras y dejó el barreño sobre la hierba.

– No tienes por qué agarrar a la vida por el cuello y sacudirla hasta que te dé lo que quieras.

– ¿A qué viene eso? -replicó Robin, que, intrigada, se sentó al lado de su hermana.

– Siempre has sido así.

– ¿Cómo?

– Cuando decides algo, no miras a la izquierda o a la derecha, sino que vas hacia delante como una apisonadora.

– Soy eficiente y consigo las cosas que me propongo.

Robin creía que no había nada peor que darle vueltas a una idea durante meses. Una vez que tomabas una decisión, tenías que cumplirla. Era así de sencillo.

Connie agarró una brizna de hierba y la retorció entre sus dedos.

– Por ejemplo, Wild Ones. Decidiste que lo mejor para viajar por todo el mundo era trabajar en una agencia de viajes.