Siempre había sido sencillo para él, se fijaba una meta e iba a por ella, le gustara a la gente o no. Con respecto a las mujeres era justo y generoso y se mantenía a salvo eligiendo la clase de mujer que entendía el juego. Y nunca, nunca se había permitido mostrarse débil.
Hasta ese momento.
Había estado preparado para todo excepto para lo que le había ocurrido esa noche. O tal vez esa noche había culminado algo que llevaba tiempo acercándose en silencio y cuyo peligro no había visto.
Se culpó a sí mismo. Un buen empresario lo planificaba todo y siempre estaba listo para luchar. Ésas eran las reglas. Pero las reglas no decían qué hacer cuando se perdían las ganas de luchar y las sustituía el traicionero deseo de estar con una mujer que siempre había parecido peligrosa y que empezaba a serlo más que nunca. Si tuviera sentido común, la enviaría de vuelta a Inglaterra y no volvería a verla.
Vincente pasó largo rato sentado, observándola.
Establecieron una rutina. Ella lo ayudaba y daba de comer, le mantenía oculto a la vista de las limpiadoras, lo preparaba para las visitas de su secretaria y le masajeaba la espalda. Lo había hecho con su padre y sabía cómo aliviar el dolor temporalmente.
A veces hablaban sobre su infancia y otras cosas.
– Quiero que me hables sobre tus otras mujeres -dijo ella una noche-. Vamos, diviérteme.
Estaban bebiendo vino, recostados en la cama, y él le dirigió una mirada cómica y cínica.
– Si crees que voy a caer en ese trampa, tienes muy mala opinión de mí. Inténtalo de nuevo.
– ¡Vamos! ¿Qué me dices de ese pisito que tienes? Es el lugar perfecto para celebrar orgías.
– Lo elegí porque está cerca de la oficina y si tengo mucho trabajo no necesito ir hasta casa. Además, no es un hogar. Esto se parece mucho más a uno.
– ¿Conmigo atendiendo todos tus caprichos? ¿Ésa es tu idea del hogar?
– Claro -sonrió él-. ¿Qué otra podría ser? -reflexionó un instante-. ¿Cómo sabes lo del piso?
– Ya te he dicho que he estado leyendo sobre ti.
– ¿Dicen algo más de mí? -preguntó él con voz inexpresiva, sin mirarla.
– La misma historia siempre; que eres adicto al trabajo, etcétera. Como no concedes entrevistas, se repiten. Sólo leí que el piso te convenía por el trabajo y que es muy austero. Me inventé lo de las orgías.
– Eso es un alivio.
– Puedes relajarte -lo miró traviesa-. No han descubierto la historia verdadera.
– No conseguirás sacarme nada, te aviso.
Ambos rieron y cambiaron de tema. Pero Elise empezó a notar de que él le hablaba menos que antes. Se preguntó si su vida había sido infeliz o si temía revelarle algún secreto profesional por accidente.
Cada vez que creía entenderle un poco, él la sorprendía otra vez. El día antes de la junta de accionistas, le hizo un regalo que la dejó sin aire.
– ¿Acciones? -exclamó, atónita.
– Ahora eres accionista de la empresa, así que puedes asistir a la junta -explicó él-. Considéralo un pago por tus servicios de enfermera.
– Pero estas acciones valen una fortuna.
– Eres muy buena enfermera. Me has ayudado mucho -caminó por la habitación y le hizo una reverencia-. Has hecho un gran trabajo.
Ya andaba bien, pero si se quedaba parado un rato, el dolor volvía. Eso le preocupaba, porque sabía que pasaría mucho tiempo de pie durante la junta.
– Pasa tanto tiempo como puedas sentado -le recomendó.
– ¿Sentado? ¿Con mis enemigos de pie? No.
– Pues entonces toma un calmante antes.
– ¿Y arriesgarme a dormirme? ¡Ni en broma!
Fueron juntos en el coche y se separaron en la puerta. Elise fue conducida a un asiento en las primeras filas, obviamente por instrucciones de él. Estaba preparada para lo peor y la reunión fue tan tormentosa como esperaba. No entendía bien porque hablaban rápido y a gritos. Sólo sabía que atacaban a Vincente y que él devolvía el ataque con saña.
Captó cuando empezó a sentir dolor, pero no creyó que nadie más lo notase. El efecto fue que se volvió más agresivo, más dispuesto a aplastar a la oposición. Era claro que dominaba la reunión e iba convenciendo todos de su punto de vista, o al menos, no dejándoles otra opción que aceptarlo.
Cuando acabaron, esperó a que bajase de la plataforma. La gente lo rodeó, estrechando su mano, y aunque él no perdió la sonrisa, le pareció que cada apretón le causaba dolor. Por desgracia, alguien le dio una fuerte palmada en la espalda e insistió en que todos fueran a comer juntos para celebrarlo.
– No puede ser -Vincente mantuvo la sonrisa por pura voluntad-. Tras la junta hay aún más trabajo.
– Pero te has salido con la tuya.
– Por eso hay trabajo que hacer. Id a comer vosotros. Ah, aquí estás -simuló no haber visto a Elise hasta ese momento. Le puso un brazo en los hombros-. Vámonos.
Los demás pensaron que se iba con una bella mujer. Sólo Elise sabía que se estaba apoyando en ella.
El coche esperaba fuera. Él se sentó y cerró los ojos. Elise le dio unos calmantes y una botellita de agua. Él asintió y los tragó con agradecimiento. Fueron directos a casa de ella.
– Desvístete y ve a la cama, te daré un masaje -le ordenó Elise en cuanto cerró la puerta.
Poco después se reunió con él. Levantó la sabana, el estaba desnudo. Inició el masaje.
– Así que ganaste.
– Por supuesto.
– No hubo nada que se diera «por supuesto».
– Pero tú estabas allí para dar tu voto. Gracias. No podría haberlo hecho sin ti.
– No quería que mis acciones se devaluaran.
– Bien hecho. Haré de ti una mujer de negocios -hizo una mueca de dolor.
– Deja de hacerte el duro. A mí no necesitas impresionarme -le dijo ella.
– No funcionaría. Siempre ves cuando estoy débil.
– La debilidad no es importante -dijo ella.
– Yo creo que sí.
– Todos somos débiles a veces. Lo que importa es cómo nos comportamos cuando estamos bien y tenemos fuerzas para ser crueles. Así es como hay que juzgar a las personas.
– ¿Piensas en alguien en concreto?
– ¿Te refieres a Ben? Sí, claro. Pronto comprendí que toda la gente que me presentaba era igual. Tramposos y traidores. ¿Hay algún hombre del que sea posible fiarse?
– ¿Yo no soy de fiar? -preguntó él, curioso.
– No me gustaría hacer negocios contigo. No creo que tuvieras muchos escrúpulos si quisieras algo.
– ¿Pero confías en mí como hombre?
– No te conozco demasiado.
– Yo creía que nos conocíamos bien.
– Sólo en un sentido. Cuando nos abrazamos y hacemos el amor, entonces sí me parece conocerte.
– ¿Y no es ésa la mejor manera?
– No. Es una ilusión. En realidad no sé qué está pasando por tu cabeza.
– Si es por eso -reflexionó Vincente-, nadie sabe nada de los pensamientos de los demás. Hombres y mujeres guardamos secretos. Tú y yo… -titubeó un momento-, ambos sabemos cosas de nosotros mismos que el otro no podría entender, ni perdonar.
– ¿Perdonar? Curiosa elección de palabra.
– La vida sería imposible sin el perdón -dijo él, sombrío-. Y la persona a quien más cuesta perdonar es a uno mismo.
Elise iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero cuando lo miró, había cerrado los ojos.
Por la noche se reunió con él en la cama. Dormía, medio destapado y desnudo. Deseó que se hubiera puesto algo. Dormir a su lado así le costaba un esfuerzo. Sólo había una pasado una semana, pero lo parecía una eternidad desde que no había podido abrazarlo sin preocuparse de hacerle daño.
Le molestaba que él no pareciera tener ningún problema para controlarse. Se dijo que tal vez se debiera a que se encontraba mal.
Se acostó y apagó la luz. Pero aun así podía ver su cuerpo. Se dijo que debía ser fuerte y no ceder a la tentación, pero de todas formas bajó la sábana un poco más para verlo… Y lo consiguió. Sin respirar apenas, estiró la mano para acariciarlo con la punta de los dedos y notó la reacción. Debía parar…
– No pares.
Ella gimió y vio que él sonreía.
– ¿Cuánto llevas despierto?
– No lo sé. Desperté de un sueño delicioso en el que hacías lo que llevo deseando durante días. No sé qué era sueño y qué realidad.
– Deja que te ayude -musitó ella.
Empezó a mover la mano, con más intensidad, y sintió cómo crecía y se endurecía. Pensó que en cualquier momento la tumbaría de espaldas, pero él siguió observándola con una sonrisa de satisfacción.
– Veo que me tocará hacer todo el trabajo -rió ella-. Te gustaría ser un magnate de Oriente Medio con un harén satisfaciendo tus necesidades, ¿eh?
– Olvidas que tengo la espalda mal. No debo hacer nada que pueda cansarme.
– ¡Ja!
– Pero admito que me atrae lo del harén -sonrió-. Así que haz tu trabajo y dame placer.
– Tus palabras son órdenes para mí, señor.
Se aplicó a su tarea y vio que él luchaba contra la tentación de tocarla. Iniciaron un juego de seducción y control, buscando ganar la batalla. Él se rindió en parte, estirando las manos hacia sus senos, pero ella se alejó de modo que no alcanzara.
– No es justo -jadeó él.
– De acuerdo, me gusta el juego limpio -dijo ella inclinándose lo bastante para que sus dedos le rozaran los pezones. Casi gritó de placer al sentir el contacto, pero mantuvo el control, a duras penas.
– Estás haciendo trampa -protestó él.
– ¿Por qué?
– Te aprovechas de un hombre herido. Podría hacerme daño si me muevo demasiado.
Ella, arrepentida de haberse dejado llevar, se tumbó a su lado y un momento después se encontró boca arriba y una rodilla abrió sus piernas. Después estuvo dentro de ella, provocándole un intenso placer.
– ¡Tramposo! ¡Embustero! -jadeó.
– Claro. Siempre gano, cueste lo que cueste, y ya deberías saberlo a estas alturas.
Ella gritó cuando volvió a penetrarla. Se aferró a su cuello, por si acaso pretendía escapar.
– ¿Me odias? -musitó él en su oído, risueño.
– Sí, sí… te odio… no pares.
Él incrementó el ritmo y tomó lo que buscaba sin gentileza, consideración o modales. Pero la transportó a un universo nuevo y maravilloso y ella le perdonó todo. Absolutamente todo.
– Tengo que decirte una cosa -murmuró él en su oído un buen rato después-. Si un magnate te tuviera en su harén, despediría a todas las demás.
– Eso esperaría yo -suspiró ella, satisfecha.
Capítulo 7
Cuando sonó el timbre la tarde siguiente, Elise abrió la puerta a la última persona que esperaba ver en el mundo: Mary Connish-Fontain. Desde el día del funeral de Ben, Elise no había vuelto a pensar en ella.
– ¿No vas a invitarme a entrar? -exigió Mary, mientras Elise la miraba, atónita. Le cedió el paso y Mary miró a su alrededor.
– Bonito. Muy bonito. Y dijiste que no tenías dinero. Ah, ¿tú también estás aquí? -dijo al ver a Vincente tumbado en el sofá.
– ¿Qué quieres?
– Ya lo sabes. La parte que me corresponde.
– ¿No ibas a hacer una prueba de paternidad? ¿Cuál es el resultado?
– Pruebas… ¿qué demuestran? -rió Mary.
– Todo, si son positivas -comentó Vincente-. La tuya no lo habría sido, por eso no lo hiciste.
– ¡Prueba! ¡Prueba! ¿A quién le importa eso? Ben siempre dijo que se ocuparía de mí. Sólo vengo a recibir justicia -su voz se volvió gazmoña-. Ambas hemos sufrido por culpa de Ben. Ambas somos mujeres, deberíamos encontrar la forma de ayudarnos.
A Elise empezaba a írsele la cabeza. La conversación estaba adquiriendo tonos surrealistas.
– ¿Ayudarnos? ¿Nos imaginas siendo amigas?
– No todas hemos tenido tu suerte -exclamó Mary-. Has seguido el dinero hasta el fin, y has acabado aquí. ¿Pero y yo? Ben prometió casarse conmigo.
– Eso habría sido difícil -observó Vincente.
– Es fácil ver de qué lado estás tú -le escupió Mary-. No le costó mucho atraparte, ¿verdad? Así es con los hombres.
– Desde luego, así fue conmigo -corroboró Vincente; hizo un guiño travieso a Elise y ella estuvo a punto de soltar una carcajada-. Creo que deberías irte -añadió-. Y no vuelvas a molestar a esta dama.
– Tengo mis derechos -gritó Mary-. Debería haberse divorciado de él.
– Lo habría hecho con placer si él lo hubiera permitido -le dijo Elise-. Ben te falló como a mucha otra gente. Nada de lo que digas puede afectarme.
– ¿Y si lo publicara una revista? Tengo ofertas…
– Pues acéptalas. Gana dinero y di lo que quieras. ¡A mí me da igual!
– Te importará cuando cuente lo que solía decir de ti: que eras una fría pécora y que harías daño a cualquiera para conseguir lo que querías.
– Tenía razón -afirmó Elise-. Soy una fría pécora, y por eso no me convencerás. Más vale que te vayas.
– Ben me contó más de lo que crees; todo lo del joven italiano al que supuestamente amabas y a quien abandonaste en cuanto oliste el dinero de Ben. Él te gritó que no lo traicionaras cuando estabas en la ventana y te reíste. Lo usaste para dar celos a Ben y no te importaba lo que le ocurriese… -calló al ver el destello de ira en los ojos de Elise.
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