– Él está muerto. Es demasiado tarde.

– El hospital donde murió tendrá muestras de sangre -señaló Elise-. Pueden utilizarlas para la prueba.

Eso no pareció tranquilizar a Mary.

– No hace falta -dijo-. Jerry es hijo de Ben, no hay duda. Podemos arreglarlo entre nosotras…

– Váyase ahora, si sabe lo que le conviene -escupió Elise-. No nací ayer. Si no se va…

– ¿Me está amenazando?

– Exactamente -repuso Elise con furia.

– Tendrá noticias de mi abogado…

– ¡Salga de aquí!

Mary, posiblemente asustada, fue hacia la puerta.

– Volveré -amenazó-. No se librará así…

– No -le aseguró Vincente-. Al final la justicia siempre gana, aunque tarde en hacerlo -salió de la habitación con ella.

– ¿Está bien? -le preguntó al regresar, mirando sus mejillas encarnadas y el brillo de sus ojos.

– De maravilla -afirmó Elise-. Hacía años que no disfrutaba tanto. Ella creía que me rendiría sin más.

– Muy ingenuo por su parte -admitió él, divertido.

– Un minuto más y habría perdido el control y hecho algo que ambas habríamos lamentado después.

– Fue impresionante cómo mantuvo el control. Puro acero. Admirable.

– Gracias. Pero seguro que no se ha ido sin más.

– Le he dicho cómo ponerse en contacto conmigo. Y aconsejado qué hacer -dijo él-. Tardará en volver a molestar.

– Supongo que su hijo podría ser de Ben.

– No. El año pasado publicaron un artículo sobre su esposo: financiero, entregado padre de familia, etcétera. Había una foto de él con su hijo, se parecen mucho. Lo ha intentado porque necesita dinero; olvídela.

Elise empezó a reírse con suavidad y luego estalló, sin poder controlarse más. Tras la tensión y estrés del día, que todo hubiera acabado era un gran alivio.

– Signora? -dijo él con voz suave. La alzó cuando pareció no oírle-. Signora!

– Estoy bien, en serio -consiguió decir ella, aunque su cuerpo aún se estremecía, de risa o de nervios.

– No es cierto. Dista de estar bien. Venga aquí -ordenó él con brusquedad, abrazándola con firmeza de hierro, infundiéndole un mensaje de seguridad y obligándola a relajarse.

Elise pensó que era una locura. No lo conocía y, sin embargo, tenía el poder de calmarla. Debería apartarlo, no seguir en sus brazos. Pero tenía la extraña sensación de que allí estaba su único refugio, que todo iría bien mientras la abrazara.

– Estaré bien cuando me haya calmado -dijo con voz temblorosa-. Tal vez debería irse.

– No la dejaré en este estado. No debería estar sola. Siéntese -la guió hacia una silla, la dejó allí y regresó segundos después con una copa-. Beba esto.

– Es champán -ella dejó escapar otra carcajada.

– Es lo único que he encontrado. Parece que ya han recogido todo lo demás.

– No puedo beber champán en el funeral de mi marido.

– ¿Por qué no? Él no le importaba nada, ¿verdad?

– No -contestó ella al ver que la miraba con expresión inescrutable-. No me importaba.

Aceptó la copa, bebió y él la llenó de nuevo.

– Entonces, me preguntó por qué ha llorado tanto.

– ¿Qué quiere decir? Hoy no he derramado ni una sola lágrima.

– Hoy no. Pero sí cuando estaba sola.

Era verdad. En la oscuridad de la noche había llorado a mares, no por Ben, sino por su vida desolada, sus esperanzas frustradas y, sobre todo, por el risueño hombre joven que llegó y se fue tantos años antes. Ya sólo le quedaban de él recuerdos dolorosos.

Todo podría haber sido tan distinto. Si al menos… Pero, ¿cómo lo había sabido ese hombre?

– Se ve en su rostro -dijo él, contestando a la pregunta que no había llegado a formular-. El maquillaje ayuda, pero no hace milagros.

– Engañó a los demás.

– Pero no a mí -dijo él con suavidad.

En otro momento podría haberle sonado a advertencia, pero sólo sintió alivio por que la entendiera.

– Acábese la copa y la llevaré a cenar -dijo Vincente de repente. A ella la irritó que estuviera tan seguro de que seguiría sus órdenes.

– Gracias, pero prefiero quedarme aquí.

– No es cierto. No quiere quedarse sola en esta habitación vacía, demasiado grande para usted.

– Ben insistió en ocupar la suite más grande.

– Típico de él. Le gustaba impresionar, ¿no?

– Sí, pero no hablaré de él con usted. Ha muerto. Que ése sea el final.

– Pero la muerte nunca es el final -señaló él-. No para los que se quedan atrás. No se quede aquí. Venga conmigo y diga todo lo que no ha podido decirle a nadie. Se sentirá mejor después.

Ella sintió el anhelo de aceptar. Después de ese día no volvería a verlo, y eso le daba cierta libertad.

– De acuerdo. ¿Por qué no? Sí, le acompañaré.

– Será mejor que se quite ese vestido negro.

Elise había pensado hacerlo, pero que le diera órdenes de nuevo hizo que se rebelara.

– No me dé órdenes.

– No lo hago. Sólo sugiero lo que usted misma deseaba hacer -contestó él, con un aire tan razonable que resultó gracioso y molesto a un tiempo.

– ¿Ah, sí? ¿Y tiene alguna sugerencia sobre lo que debería ponerme?

– Algo descarado.

– No me va lo «descarado».

– Pues debería. Una mujer con su rostro y su cuerpo puede ser tan descarada como desee; su deber es exhibir sus gracias al mundo. Estoy seguro de que eso le habría gustado a Ben. Apostaría cualquier cosa a que en algún rincón de su armario hay un vestido provocativo que le gustaba que se pusiera para exhibirse con él -afirmó Vincente con confianza.

– Pero Ben no está. Y si salgo con usted la gente criticará que lleve algo así, después de su entierro.

– Deje que la tilden de escandalosa. ¿Le importa?

– Debería importarme -dijo ella, intentando ocultar lo tentadora que le parecía la idea.

– Pero no es así. Tal vez nunca le importó. No es momento para empezar a hacerlo ahora.

– Lo tiene todo pensado.

– Siempre planifico con antelación. Sirve para cubrir todos los ángulos.

– Tenga cuidado con eso de cubrir todos los ángulos. Suena sospechoso -dijo ella. La alegró ver que eso le causaba cierta incertidumbre.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó él.

– En otra época lo habrían acusado de brujo y quemado en la hoguera.

– En esta me llaman brujo y compran mis acciones. Basta de hablar. Dese prisa, no me haga esperar.

Elise fue al dormitorio, pensando que era raro que él hubiera adivinado que tenía un vestido provocativo. Colgaba al final del armario, un prenda de seda color miel, de gran escote, que brillaba con cada movimiento. Lo había elegido Ben.

– Puedes ponértelo para que me enorgullezca de ti -había declarado.

– Me lo pondría si quisiera que me tomaran por cierta clase de mujer -había protestado ella.

– ¡Bobadas! Si lo tienes, exhíbelo.

Ella se lo había puesto una vez. Era tan ajustado que era imposible llevar nada debajo y enfatizaba cada movimiento de sus caderas. El escote era tan profundo como permitía la decencia y la falda era más larga por detrás, creando una pequeña cola. Era imposible andar normalmente con un vestido así. Había que contonearse.

Elise se lo puso y observó sus provocativos movimientos en el espejo. La asombró disfrutar con ello. Pero esa noche era una persona diferente. Tomó aire, abrió la puerta y salió.

La habitación estaba vacía.

Capítulo 2

Indignada, Elise pensó que Vincente Farnese se había burlado de ella. Pero un segundo después llamaron a la puerta: era él.

– Subí a mi habitación para cambiarme -explicó.

– ¿Te alojas aquí? -lo tuteó instintivamente.

– Desde luego. No tengo casa en Londres y esto me pareció lo más apropiado. ¿Puedo decir que estás impresionante? Todos lo hombres me envidiarán.

– No hables así -dijo ella, cortante.

– ¿Por qué? ¿No es lo que quieren oír las mujeres?

– Yo no soy cualquier mujer. Soy yo. Ben solía decir esas cosas, como si sólo le importase la impresión que daría a la gente. Era horrible, y si eres igual, será mejor cancelar la cena…

– Disculpa -interrumpió él rápidamente-. Tienes razón, por supuesto. No volveré a mencionar tu belleza. Mi coche espera.

Vincente le quitó el chal de terciopelo que tenía en la mano y se lo puso sobre los hombros.

La limusina esperaba en la entrada principal. El chofer abrió la puerta trasera y subieron. Poco después llegaron a una calle de Mayfair, y llamaron a una discreta puerta. Una pequeña placa identificaba el lugar como Babylon.

Elise alzó una ceja. Era uno de los clubes más exclusivos de Londres. Sólo admitían a socios y era casi imposible conseguir el honor de ser miembro. Para furia de Ben, habían rechazado su solicitud.

Pero Vincente Farnese, a pesar de no vivir en Londres, fue recibido con todo respeto.

– Es algo temprano -dijo, mientras bajaban la larga escalera-, así podremos cenar y charlar en paz antes de que empiece la música.

Era buen anfitrión, experto en viandas y vinos exquisitos. Elise había creído que no tenía hambre, pero tras probar los pastelitos de cangrejo cambió de opinión.

Comieron en silencio durante unos minutos. Ella empezó a relajarse. Ya no le parecía tan raro estar allí: era robar unas horas a la realidad. Al día siguiente los problemas seguirían presentes, pero por esa noche podía flotar en el aire y liberarse de ellos.

– ¿Por qué le dijiste a esa mujer que tenía el corazón de piedra? -preguntó ella-. No sabes nada de mí.

– Había que convencerla de que eras peligrosa -hizo una pausa-. Y cualquier mujer puede convertir su corazón en piedra si lo necesita. Creo que tú lo has necesitado. ¿Te fue fiel tu marido alguna vez?

– Lo dudo. Debió de empezar a tener relaciones con esa mujer poco después de nuestra boda.

– ¿Eso te sorprende?

– Nada que descubro sobre Ben me sorprende ya -encogió los hombros-. Ni siquiera su forma de morir.

– He oído rumores a ese respecto.

– ¿Te refieres a la mujer que estaba con él en la cama cuando sufrió el infarto? Desapareció y nadie sabe quién era.

– Una aventura de una noche.

– Hubo un ejército de ellas -dijo ella.

– Debe de haber sido duro para ti.

– Más que nada lo siento por él, que lo dejaran solo allí. Puede que no haya sido una buena esposa, pero me habría quedado con él si estuviera enfermo.

– ¿No fuiste una buena esposa?

– No.

– Pero debes haberlo amado en algún momento.

– Nunca lo amé -se limito a decir ella, sin saber por qué le contaba tanto a un desconocido-. Supongo que eres otro de los que piensan que me casé con Ben por su supuesta fortuna. ¡Que Dios me dé paciencia! Pero puedes pensar lo que quieras. Me da igual.

– Disculpa si he dado esa impresión.

– No. Supongo que soy yo quien debería disculparse -dijo ella con ironía.

– No lo estropees. Me has impresionado, casi tanto como cuando te enfrentaste a Mary. Entonces ya tomé nota de que es mejor no contrariarte. ¿No ves cómo tiemblo?

– Oh, para ya -ella se rió, a su pesar.

– Es natural que estés nerviosa después de todo lo ocurrido.

– Y deja de ser tan comprensivo. No te cuadra.

– ¡Muy astuta por notar eso! -hizo una pausa-. Aquí llega el plato principal.

Era solomillo con salsa bearnesa acompañado con vino tinto, que él sirvió.

– Ben me dijo que le serías muy valiosa en Roma -dijo Vincente, hablando en italiano-. Dijo que habías estado allí y que hablas italiano perfectamente.

– Estudié moda en Roma, antes de casarme -contestó ella en la misma lengua-. Pero mi italiano no es tan bueno. Hace tiempo que no lo practico.

– No está nada mal -dijo él en inglés-. Pronto recuperarías la fluidez. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?

– Tres meses.

– Debiste tener muchos admiradores -dijo él con tono travieso, ella se rió.

– Devaneos sin importancia. Ya sabes, los hombres italianos… -se encogió de hombros.

– Sé que ningún italiano auténtico sería capaz de mirarte y no desear ser tu amante.

– No se trataba sólo de lo que querían ellos. Mis deseos también cuentan -ironizó ella.

– ¿Estás diciéndome que ningún joven consiguió encandilarte? ¡Ay, ay, ay! Los hombres de mi tierra están perdiendo su encanto. ¿Ni uno solo?

– No recuerdo -replicó ella-. Eran tantos…

– Realmente eres una diosa de corazón frío -rió y alzó su copa en un brindis-. Tanto ardor juvenil a tus pies y, ¿no recuerdas a ningún joven concreto?

– A ninguno -mintió ella.

– ¿Cuánto tardaste en casarte con Ben, tras tu vuelta de Roma?

– Fue casi inmediato.

– Eso resuelve el misterio. Estabas enamorada de él y dejaste tu curso de moda para casarte con él.

– Ya te he dicho que no lo amaba.

– ¿Por qué te casaste con él? -exigió Vincente con brusquedad, sin rastro de humor en la voz.