– Por su dinero, claro -replicó Elise-. Pensé que eso ya había quedado claro antes.

– No me convence. Debió haber otra razón.

– Señor Farnese, deje de interrogarme -dijo Elise con frialdad-. Mi vida privada no es asunto tuyo.

– Perdona. Sólo era por darte conversación.

– ¿En serio? Parecía una entrevista de trabajo.

– Evalúo a muchas personas para trabajo y me temo que luego se refleja en mis modales. Discúlpame.

Lo dijo con tanto encanto que ella decidió dejarlo pasar. Percibía algo extraño, pero daba igual. Después de esa noche no volvería a verlo.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó.

– No estoy segura. La muerte de Ben fue súbita y he tenido tanto que hacer que aún no lo he pensado.

– Vuelve a Roma conmigo.

– ¿Para qué? Ben ya no trabajará para ti.

– Pero tienes un piso a allí.

– Una agencia puede venderlo por mí.

– ¿No podrías tomártelo como unas vacaciones? -al verla titubear, insistió-. ¿Cuándo estuviste allí, fuiste alguna vez a la Fontana de Trevi?

– Por supuesto -murmuró ella. Había estado allí con un joven alegre y risueño. Recordó la escena.

– Hay que tirar una moneda y pedir un deseo -había dicho el joven.

– ¿Qué debería desear? -había preguntado ella, sacando una moneda.

– Sólo hay uno: regresar a Roma.

– De acuerdo -había lanzado la moneda al agua y gritado al cielo-. ¡Que vuelva a venir!

– Volver para siempre -había urgido él.

– ¡Para siempre jamás! -había gritado ella.

– No me dejes nunca, carissima.

– Nunca en mi vida -había prometido ella.

– Ámame para siempre.

– Hasta el fin de mis días.

Un mes después, dejó Roma, y al joven, y no había regresado.

– Y lanzaste la moneda y deseaste volver a Roma ¿no? -dijo Vincente-. Pues es el momento de cumplir tu deseo. Ven conmigo a refrescar tus recuerdos.

– Las cosas cambian -negó con la cabeza-. No se puede volver al pasado.

– ¿Son recuerdos tan terribles que temes enfrentarte a ellos?

– Puede que lo sean.

– ¿Y si la verdad es mejor que tus miedos?

– Eso no ocurre nunca. ¡Nunca!

– Tal vez tengas razón -dijo él. Su voz sonó taciturna y ella alzó la cabeza y captó un destello en sus ojos. Era como si intentara ocultarle algo.

– ¿Por qué estás aquí? -preguntó, intrigada.

– He venido a un funeral.

– Pero, ¿por qué? Tienes un propósito.

– Presentar mis respetos.

– No te creo. No te va la dulzura. No estarías al frente de esa corporación si fuera así.

– Incluso en los negocios, algunos conseguimos actuar como seres civilizados -comentó Vincente.

– Pero, ¿por qué? -preguntó ella atónita-. No hay dinero en juego.

– Podría haberlo -dijo él, incauto.

– ¡Eso es una admisión! -exclamó ella, encantada.

– No lo es. Ya hemos acordado que no hago cosas por dulzura; a no ser que me convenga -añadió.

– Tú y todos los hombres. Hay una regla básica. Piensa lo peor; y nunca me equivoco.

– Podrías equivocarte con respecto a mí.

Elise se recostó en la silla y lo observó. Tenía aspecto de diablo guapo y tentador. Movió la cabeza.

– No me equivoco. ¿Qué te trajo aquí? ¿Venganza? -aventuró, sorprendiéndolo.

– ¿Qué has dicho?

– Venganza. ¿Te engañó Ben en algún trato?

– ¿Él? -Vincente soltó una carcajada-. No habría engañado a nadie. Era un idiota. ¿No lo sabías?

– Me sorprende que lo sepas tú, dado que lo contrataste. ¿Para qué te serviría un idiota? Es extraño.

– No -sonrió con sorna-. En vez de «idiota» di «burro». Siempre tengo trabajo para un burro.

– Debe haber burros en Roma. ¿Por qué Ben?

El sonido de la música le dio una excusa para no contestar. Una joven subió al escenario y empezó a cantar con voz suave. La pista se llenó de parejas.

– ¿No hemos hablado ya bastante? -preguntó él.

Elise asintió. Tomó su mano y permitió que la guiara a la pista de baile. Quería bailar con él para estar entre sus brazos. Era la verdad. Esa noche iba a divertirse por primera vez en muchos años.

Se preparó para sentir su mano en la parte baja de la espalda, pero aun así la impactó. Estaba tan cerca de él que sentía cada movimiento de sus piernas.

Tal vez había sido una locura aceptar. Hacía cuatro años había echado a Ben de su cama, e incluso antes su cuerpo había estado dormido. Ahora empezaba a despertarse y el placer era casi doloroso.

Notó que él tensaba el brazo, insistiendo para que alzara la cabeza. Lo hizo y encontró su boca tan peligrosamente cerca que notó su aliento. Estuvo a punto de besarlo. Pero fue él quien dio el primer paso. Sus labios la rozaron con tanta suavidad que no estaba segura de si era un sueño o algo real.

Era casi indecente desearlo todo con ese desconocido, pero le estaba ocurriendo. Su boca presionó sus labios con más fuerza. Cerró los ojos, rindiéndose a la sensación, dejando el mundo fuera.

Él desplazó la mano lentamente, hacia la piel desnuda de su espalda y luego hacia la curva de su cadera, para luego bajar hacia su trasero.

Llevaba demasiado tiempo viviendo como una monja, sin que el deseo tuviera sitio en su vida. Pero ahora había vuelto a la vida, con un desconocido. Se preguntó por qué él y por qué en ese momento.

Sus sentidos le contestaron que él estaba hecho para la seducción. Su cuerpo estaba diseñado para el sexo: largo, esbelto, duro, poderoso. Se fundía con el de ella y parecía que estuviera haciéndole el amor.

– ¿Qué estás haciendo? -le susurró.

– Supongo que quieres decir estamos haciendo -murmuró él en sus labios-. No es ningún misterio.

– Pero, no, deberíamos parar.

– ¿Estás segura de que es lo que quieres?

– Sí… sí, es lo que quiero -mentía y los dos lo sabían. Ella no quería parar. Lo deseaba.

A Elise ni siquiera le gustaba especialmente Vincente Farnese. Lo poco que sabía de él la estimulaba, pero había notado una actitud vigilante, un distanciamiento que impedía la calidez. No había ternura.

Aun así, o tal vez por eso, sentía un deseo libre de sentimientos, básico, sin complicaciones. Anhelaba estar en su cama. Desnudarse ante su mirada hambrienta, exhibiéndose. Pero también deseaba que él la desnudara muy lentamente, excitándola más y más.

Quería que sus cuerpos desnudos se unieran y sentir la exploración de sus dedos, hasta que la pasión lo llevara a perder el control y la hiciera suya.

Eso era lo que más deseaba: ver a ese hombre tan seguro de sí mismo, perder el control por ella. Sería lo más satisfactorio.

– ¿Por qué negarnos lo que ambos queremos? -preguntó él, adivinando de nuevo su pensamiento. Pensó que eso era lo que le hacía tan peligroso.

– No siempre tomo lo que deseo -dijo ella.

– Es un error. No has tenido suficiente placer y satisfacción en tu vida. Deberías aprovechar ahora que eres libre.

– Libre -repitió ella-. ¿Lo seré alguna vez?

– ¿Qué iba a impedírtelo?

– Tantas cosas… tantas…

Él la atrajo y posó los labios en su cuello.

– Toma lo que deseas -susurró-. Tómalo, paga el precio y no pierdas el tiempo arrepintiéndote.

– ¿Es así como vives tú?

– Siempre. Vámonos -dijo, guiándola fuera de la pista de baile.

No hablaron en el coche mientras volvían al hotel. Conscientes de que los observaban, cruzaron lentamente el vestíbulo y subieron a la suite de ella. Cuando la puerta se cerró a su espalda, él le quitó el chal, la rodeó con sus brazos y depositó una lluvia ele besos en sus hombros y cuello.

Elise echó la cabeza hacia atrás, rindiéndose a la dulce sensación. Cada roce de sus labios le provocaba temblores y cosquilleos que recorrían su piel, creando vida donde sólo había habido desolación.

Sin saber cómo, se encontró en el dormitorio, tumbada. Él se quitó la chaqueta y llevó las manos a su vestido para descubrir sus senos. Ella alzó los brazos, con la intención de atraer su rostro para besarlo, pero su mano actuó contra su voluntad. En vez de acercarlo, lo apartó.

– Espera -susurró. Él se quedó quieto, mirándola con perplejidad-. Espera -repitió ella-. ¿Qué me está ocurriendo?

Era el peor momento posible para tener un ataque de sentido común, pero la había asaltado de pronto.

– Yo no puedo contestar a eso -dijo Vincente-. Sólo tú sabes lo que quieres. Si has cambiado de opinión, basta con que me digas que me vaya.

– Ya no estoy segura. Por favor, suéltame.

Él la miró desconcertado un instante, después sus ojos destellaron con respeto.

– Muy inteligente, muy sutil.

– Te equivocas. No estoy jugando. Es sólo que… -se sentó y se apartó de él-. ¡Cielos! Hoy ha sido el funeral de mi marido.

– ¿Ahora de acuerdas de eso?

– Supongo que soy más convencional de lo que creía. Lo siento, no puedo hacer esto.

Él se levantó y recogió la chaqueta del suelo.

– Puede que tengas razón. Esto puede esperar hasta que volvamos a vernos.

– Dudo que eso vaya a ocurrir.

En la oscuridad, ella no veía bien su expresión, y no captó el asombro, admiración y odio que se sucedieron en sus ojos.

– Te equivocas -dijo-. Esto no acabará así. Un día recordarás lo que te he dicho: toma lo que desees. Y lo harás, porque en eso somos iguales.

– Olvidas algo -encontró fuerzas para retarlo con los ojos-. Lo tomaré cuando esté lista. No antes.

– Entonces, no tengo más que decir. Buenas noches -salió tranquilamente de la habitación sin mirar atrás.

Vincente estaba cerrando su maleta, la mañana siguiente, cuando sonó su teléfono móvil.

– Sí.

– Soy el chofer. Me dijo que le avisara si la veía. Acaba de subir a un taxi. Le oí decir al conductor que la llevara al cementerio.

– Bajaré ahora mismo. Arranca el motor.

Momentos después subía al coche.

– ¿Estás seguro de haber oído bien?

– Sin duda dijo cementerio de St Agnes, donde enterró a su marido ayer. Me parece bastante natural.

Vincente no contestó. Por suerte, vio a Elise en cuanto llegaron al cementerio. Había bajado del taxi y se alejaba a pie. Llevaba un ramo de rosas rojas.

A él le costaba creer que fuera a poner un símbolo de amor en la tumba de su marido.

La siguió, procurando ocultarse entre los árboles. La vio arrodillarse ante una tumba humilde, distinta a los lujosos mausoleos que la rodeaban. Vio que su rostro expresaba una tristeza infinita.

Había ido a Inglaterra a buscarla, odiándola y con el fin de hacerle pagar por un antiguo acto de crueldad. Su esposo había estado a punto de ponerla en sus manos, pero el estúpido había muerto y él había tenido que hacer otro plan.

Había estado muy seguro del tipo de mujer que encontraría, pero le había parecido distinta: más suave, vulnerable y honesta. Se recordó que debía ser una actuación. Había tenido muchos años de práctica.

Era más difícil explicar su pasión. Estaba acostumbrado a que las mujeres, buscando su fortuna, intentaran seducirlo. El pasado de Elise sugería que era de esa clase. Sin embargo, había sentido cómo se estremecía en sus brazos, y su instinto le decía que no era pasión simulada. Podría haberla hecho suya, pero entonces lo había rechazado sin concesiones, dejándolo atónito. Él estaba a punto de perder el control, pero se había obligado a calmarse y salir. Tenía que reconocer que había sentido cierto respeto.

Vincente siguió escondido hasta que ella desapareció de su vista. Fue hacia la tumba y se arrodilló para leer la inscripción.

– George Barnaby -leyó. Había muerto dos meses antes, en diciembre, a los sesenta y cuatro años.

Vincente sacó una libreta del bolsillo, pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba.

Un último dato. Su padre falleció antes de navidad. Ben Carlton siguió dando fiestas. Una invitada a una de ellas dice que ella cumplía su papel de anfitriona, pero tenía un aspecto terrible.

Vincente miró las rosas una vez más y se marchó.

Elise había dormido mal y se había despertado temprano. Se dio una ducha fría para despejarse. Después de desayunar, fue en taxi al cementerio, pero no a visitar la tumba de Ben. Él ya era parte del pasado. El hombre que había muerto dos meses antes seguía estando con ella.

– Papá -musitó, dejando las flores sobre la tumba-, ¿por qué tenías que morir ahora? Soporté a Ben ocho años para impedir que fueras a la cárcel. Dijiste que había sido un pequeño desliz, pero cuando Ben encontró la prueba, hizo que pareciera grande. Debería haberlo abandonado cuando moriste, pero estaba conmocionada. Necesitaba hacer planes. Y ahora él está muerto, yo soy libre y tú también lo serías. Pero es demasiado tarde. Ay, papá, te echo muchísimo de menos.

Regresó en taxi al hotel. Empezaba a formarse un plan en su mente. Primero dejaría la extravagante suite y se trasladaría a una habitación más pequeña y económica. Pondría en venta el piso de Roma y buscaría un lugar donde vivir.