Verlo así le hizo comprender cuánto había pensado en él desde que lo conoció. No era como había esperado, sino más delgado y fibroso, pero aún con un aura de poder que nada tenía que ver con los músculos. Y su excitación era patente.
Vincente la atrajo hacia él con gentileza.
– Confía en mí -murmuró de nuevo, conduciéndola a la cama. Se tumbaron.
Elise buscó su miembro y lo sintió duro y ardiente en su mano. Pero él se tomó su tiempo, besando primero sus senos y después el resto de su cuerpo. Ella se entregó al fuego que la consumía.
Le había prometido placer sutil y cumplía su palabra. Sus labios y dedos eran gentiles, nada agresivos. Pero ella era una criatura contradictoria y, en vez de apreciar su control, se sentía como si estuviera torturándola. Deseaba mucho más que eso y él le hacía esperar. Intentó hacerle subir el ritmo, incitándolo con las manos.
Toda ella gritaba «Por favor», pero nada la llevaría a decirlo en voz alta. Enviaba el mensaje con cada caricia, con cada contacto.
Acariciando su espalda, bajó las manos hacia su trasero y lo atrajo hacia ella. Comprendiendo, él llevó la mano hacia sus muslos, pero ella se adelantó, abriéndose de piernas, dándole la bienvenida.
Notó como buscaba la entrada y la penetraba lenta y pausadamente, dándole tiempo. Poco a poco se convirtió en parte de ella, que estaba húmeda y lista para él. De repente se sintió volar.
Él estaba muy adentro y se retiraba un poco para volver a profundizar con más fuerza.
El momento final fue una revelación: su cuerpo estaba hecho para el de él. La violencia de su placer casi le dio miedo, y más aún su necesidad de rendirse a él. Años de control y cautela quedaron atrás, dejándola libre para ser la mujer que siempre había sido en lo más profundo de su corazón.
Elise lo aferró con fuerza, deseando sentirlo en lo más profundo, controlarlo hasta que se convirtiera en un instrumento de su placer. Cuando un hombre era tan fantástico, una mujer tenía derecho a utilizarlo. A exigir hasta quedar satisfecha. Y ella nunca lo estaría, sus movimientos sutiles le proporcionaban un placer inimaginable y necesidad de más.
Cuando alcanzó el clímax, su grito fue en parte de triunfo y en parte de desolación porque se acercaba el final. Se arqueó hacia él, con los brazos en su cuello y se embistieron mutuamente hasta que ambos llegaron a la cima del placer.
Él hizo que se tumbara de nuevo, contemplando su rostro. Jadeaba y en sus ojos había una expresión salvaje. Ella percibió que estaba asombrado. Fuera lo que fuera que había esperado encontrar en su cama, no había sido lo ocurrido.
Elise cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. De repente el mundo le parecía maravilloso. Cuando los abrió, él la contemplaba, apoyado sobre un codo.
– ¿Quién eres? -le preguntó él.
– No lo sé -se arqueó con deleite-. No lo sé y es maravilloso.
– Mientras sea maravilloso, esta bien.
– ¿Sabes tú quién soy?
– No. Ya no tengo ni idea.
– Ya no -repitió ella, riéndose-. Eso significa que creías tenerla pero te habías equivocado.
– Sí, me equivoqué -admitió él con voz queda.
Era de madrugada cuando Vincente bajó a la calle, subió a su coche y condujo hacía el río Tiber. Las luces del Vaticano parecían la promesa de una bendición en un mundo malvado.
Contemplando la bella escena, encontró una oscuridad interior de la que no podía librarse. Su carne parecía arder con la intensidad del deseo que habían compartido. Ella lo había satisfecho más que ninguna otra mujer, pero su mente era pura turbulencia.
– Buon giorno, signore.
Ensimismado, Vincente no había oído a nadie acercarse. Giró y vio a un hombre bajo, de aspecto malvado, con ojos duros y brillantes.
– ¿Lo conozco? -exigió.
– No creo -rió él-. Mucha gente que me contrata prefiere no conocerme después. Lo respeto, pero me gusta comprobar que mi trabajo ha sido satisfactorio.
– Ah, sí. Usted -dijo Vincente con desagrado-. Leo Razzini. Sí lo contraté, pero fue hace tiempo.
– Fue un trabajo largo y duro, pero lo hice bien, ¿no? Encontré a la dama y al idiota con quien estaba casada, y ayudé a atraerlo a Roma para que le ofreciera un trabajo. Una lástima que se muriera de repente. Aun así, veo que consiguió «convencerla» para que viniese aquí.
– Le aconsejo que calle y se vaya -dijo Vincente con voz dura.
– Ahora me desprecia, claro. Con el trabajo hecho y la dama en su poder, puede permitírselo. Pero al menos admita que mi trabajo fue satisfactorio.
– Si pretende chantajearme, no siga. Tengo suficientes amigos en la policía para conseguir que lo encierren durante años antes de que hable con ella.
– ¡Signore, por favor! -Razzini sonó dolido-. No practico el chantaje nunca. Muchos de mis clientes me han hecho amenazas mucho peores, y en serio.
– Entonces, ¿qué diablos quiere?
– Una palabra amable, quizá. Vivo gracias a las recomendaciones. No es un trabajo del que pueda hacer publicidad, ¿verdad? Si sabe de alguien que necesite mis servicios, mencióneme. Explique cuántos lo intentaron antes y que yo fui el único en conseguir resultados. Es lo único que pido.
– No tengo quejas de su trabajo.
– ¿Encontré a la dama correcta?
– Sí.
– Me alegro, porque no fue fácil. No me dio mucha información, pero hice cuanto pude. Como dice el refrán: «Bien está lo que bien acaba».
– ¡Cállese! -gritó Vincente-. Y si sabe lo que lo le conviene, desaparezca de mi vista para siempre.
Lo primero en lo que pensó al despertar fue en Vincente, como si siguiera con ella en la cama, poseyéndola. Abrió los ojos y descubrió que era de día y que estaba sola.
Recordaba vagamente que la había besado en la frente antes de irse, un gesto extrañamente formal tras lo que habían compartido.
Cuando Ben se la llevó de Roma, nunca habría imaginado cómo despertaría su primera mañana de vuelta allí, bostezando y estirándose con lujuria.
Llena de vigor, se levantó y fue a la ducha. Desayunó un café y se vistió. Volvía a pensar en Angelo y quería visitar los sitios en los que habían estado juntos, cuando aún creía en los finales felices.
Él tenía veinte años, era un joven guapo y «estudiante pobre», según él, aunque nunca parecía estudiar y siempre tenía dinero. Elise había sospechado que provenía de una buena familia que lo animaba a estudiar y le proporcionaba dinero.
Pero había estado demasiado enamorada para preocuparse por eso. Se amaban y el destartalado apartamento era un paraíso que no compartían con nadie.
Antes de salir de casa, apagó el móvil que le había dado Vincente. Aunque la había afectado, el día era de Angelo, y no quería que la molestaran.
Tenía una docena de sitios que visitar, pero sus pies se encaminaron solos hacia la gran Fontana de Trevi. Seguía siendo tan bella como entonces, un gran semicírculo dominado por la estatua de Neptuno. Allí, Angelo la había animado a lanzar una moneda y prometer que no lo abandonaría nunca. Y ella lo había prometido con todo su corazón.
Fue terrible enfrentarse al recuerdo de esa felicidad. El joven a quien había amado seguía allí, sentado junto al agua, riendo mientras ella lo dibujaba.
Le resultaba fácil captar un parecido y su dibujo había captado su esencia. No sólo su rostro sino su alegría despreocupada. Después transformó el boceto en una acuarela que a él le encantó.
– La enmarcaré y colgaré en un lugar de honor.
Después, la había llevado a la cama y se habían olvidado del mundo. Casi había sido la última vez que fueron felices. Una semana después, había llegado Ben. Elise se preguntó qué habría sido del retrato.
Cerca había una pareja lanzando monedas al agua, jurando volver a Roma y amarse eternamente.
– Para siempre -murmuró-. Si ellos supieran…
Cerró los ojos y le habló a Angelo mentalmente.
«Lo siento. Siento mucho lo que te hice. Nunca dejé de amarte».
De pronto, su mente se llenó de imágenes de la noche anterior, cuando sólo había existido Vincente, y sintió una oleada de calidez. Había amado a Angelo con pasión, pero había sido una joven ignorante, que desconocía el placer que podía llegar a proporcionarle un hombre. Comprendió que Angelo había sido un chico inexperto, pero ella no había buscado más. Pensó que era una traición hacia Angelo pensar en Vincente en ese momento.
«Te quiero. Pase lo que pase, siempre serás mi amor verdadero».
Dedicó las siguientes horas a pasear por los cafés donde habían estado juntos y la complació descubrir que muchos seguían funcionando. Finalmente, paró un taxi para ir a Trastevere.
Bajó a corta distancia del piso y recorrió las calles que le habían sido tan familiares. Estaban distintas. Algunas tiendas habían sido reformadas y no reconoció ningún rostro dentro.
La mayor sorpresa la esperaba cuando llegó a la calle donde había vivido. En lugar de los viejos edificios, había una gran obra, y muchos obreros trabajando.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó una mujer de mediana edad, con rostro risueño.
– Buscaba el edificio donde viví hace tiempo -dijo Elise-. Pero ya no está aquí.
– Sí. Ahora gastan dinero en el Trastevere, rehabilitan todo. No hay que ser sentimental respecto a los viejos tiempos.
– Supongo. ¿Y la gente que vivía en esta calle?
– Realojados. No volverán. Estos pisos serán muy caros cuando los acaben. Lo que había aquí ha desaparecido para siempre.
– Ya lo veo -musitó Elise. Se alejó de allí. No tenía sentido quedarse más.
Capítulo 5
Encontró un pequeño café, se sentó en la terraza y bebió una botella de agua mineral mientras consideraba la situación. Pero su cerebro parecía atascado. Había tenido la esperanza de encontrar a alguien que recordara a Angelo y pudiera decirle cómo y cuándo había muerto.
Sacó el móvil, preguntándose si Vincente habría llamado. Sólo tenía un mensaje de texto de un tal señor Baltoni, pidiéndole que lo llamara. Lo hizo y descubrió que era el abogado que había mencionado Vincente, y que quería verla lo antes posible. Concertaron una cita para esa tarde.
– Me he tomado la libertad de solicitar un pequeño préstamo bancario en su nombre -le dijo. Era un hombre mayor, con aspecto de abuelo sonriente-. No es mucho, pero servirá para mantenerla mientras decide qué quiere hacer.
La asombraron la cuantía y el bajo tipo de interés.
– ¿Cómo es posible que lo hayan concedido con unas condiciones tan favorables? -le preguntó.
– Los bancos tratan bien a los buenos clientes.
– Pero yo soy una desconocida para ellos.
– Sí… bueno… ejem.
– Alguien ha dado garantías por mí, ¿verdad? -lo miró con suspicacia-. ¿O no debería preguntar?
– No debería preguntar -afirmó él con alivio.
Podía enfrentarse con Vincente o quedarse callada y dejar que las cosas siguieran su curso. En realidad no tenía opción; debía decirle que no podía aceptar.
Le llegó la brisa de la ventana. Se levantó y fue a contemplar las vistas, estaban en el cuarto piso. En la distancia se veía el brillo del río y San Pedro.
– De acuerdo. No preguntaré.
Él sonrió y después todo fue como la seda. Cuando salió de allí, sabía que tenía medios suficientes para mantener un nivel de vida acorde con el barrio en el que vivía. Y también que había cruzado un límite invisible y accedido a quedarse en Roma, al menos por un tiempo.
Siguiendo la sugerencia del señor Baltoni, fue a la pequeña agencia de limpieza que había en el sótano de su edificio y les contrató a tiempo parcial para que se ocuparan del mantenimiento del enorme piso.
Ya en casa, se permitió pensar en ropa. Necesitaba más y podía permitírsela.
Vincente se pondría pronto en contacto y pasarían juntos la velada, y tal vez la noche. Sólo tenía un vestido adecuado, al día siguiente iría de compras. Lo sacó y comprobó que tendría que plancharlo.
Vincente llamó un segundo después.
– ¿Fue bien tu reunión con Baltoni?
– Muy bien, gracias.
– ¿Me darás problemas por haber interferido?
– Creo que no -rió ella.
– Bien. Quiero convencerte de que Roma es un lugar agradable. A mi regreso intentaré persuadirte.
– ¿Regreso?
– Sí, los negocios. Debo ir a Sicilia unos días. Pero antes dime, ¿va todo bien?
– Sí, todo va bien.
– Te llamaré cuando regrese, pero no antes. Sé que me consideras dominante así que te dejaré en paz hasta mi vuelta. Adiós.
– Adiós -Elise colgó lentamente.
Elise se negó a añorar a Vincente. Sería darle demasiada importancia. Tenía trabajo, registros públicos que consultar, en busca del certificado de defunción de Angelo.
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