Había estado vigilando durante un tiempo, considerando el peligro. El doctor no parecía estar en la consulta; unas cuantas personas habían llamado a la puerta y luego se habían alejado al ver que nadie respondía a su llamada.

Había empezado a temblar mientras vigilaba desde su escondrijo, y aquella nueva prueba de que la fiebre le estaba subiendo le había hecho decidirse, así que volvió a por su montura y la dejó junto al que debía ser el caballo del doctor. La presencia del animal le indicó que el médico no estaba muy lejos. La consulta se hallaba a más de noventa metros de la construcción más cercana y un grupo de árboles ocultaba el cobertizo donde descansaba el caballo, por lo que le pareció seguro esperar allí. Según lo que había visto, la costumbre de las gentes del lugar era llamar a la puerta en lugar de limitarse a entrar, cosa que le pareció extraña, pero que se adecuaba a la perfección a sus propósitos. Cuando entró en la consulta, descubrió que el médico vivía en la estancia que daba a la parte trasera, lo que justificaba la extraña formalidad de llamar a la puerta. Quizá el médico tuviera costumbres peculiares, aunque eso era lo que menos le importaba a Rafe.

Tanto la pequeña y ordenada consulta, como la estancia trasera, habían reforzado su impresión de que se trataba de una persona extremadamente limpia y ordenada. No había objetos personales esparcidos, a excepción de un funcional cepillo y algunos libros; la estrecha cama estaba hecha de forma pulcra, y el único plato y el único vaso estaban lavados y secos. No había examinado las ropas del armario; de haberlo hecho, habría descubierto que se trataba de una mujer o, al menos, que una mujer vivía en aquella estancia trasera, quizá para encargarse de satisfacer las necesidades del doctor.

En todas las repisas de las ventanas, había pequeñas macetas metódicamente alineadas con una gran variedad de plantas creciendo en ellas. El aire olía a limpio y a especias. En una de las paredes se erguía un mueble de boticario lleno de hierbas secas o en polvo, y había bolsas de malla llenas con otras plantas colgadas en el rincón más oscuro y fresco. Cada bolsa y cada cajón estaban claramente etiquetados con letras de imprenta.

Durante todo el tiempo que duró la inspección, se había sentido marcado en mayor o menor medida hasta que al final se vio forzado a sentarse. Pensó en coger lo que necesitaba de los suministros del médico y marcharse sin que nadie lo supiera, pero se sintió tan condenadamente bien al poder descansar que no dejó de repetirse a sí mismo que sólo se quedaría allí sentado unos pocos minutos más.

Esa inusual lasitud, más que otra cosa, fue lo que finalmente le había convencido de que debía quedarse y ver al doctor.

Cada vez que había oído pasos en el porche, se había levantado y se había dirigido hacia el rincón. Pero cuando la llamada no obtenía respuesta, los posibles pacientes se alejaban. La última vez, sin embargo, la puerta se abrió y una delgada mujer de aspecto cansado había entrado cargando un enorme maletín negro.

Ahora esa mujer cabalgaba tras él sujetándose a la silla con fuerza, con el rostro lívido y consumido por el frío. Sabía que debía de estar asustada, pero también era consciente de que no existía ninguna posibilidad de convencerla de que no pretendía hacerle daño alguno, así que ni siquiera lo intentó. En unos pocos días, quizá una semana, cuando se hubiera recuperado de sus heridas, la llevaría de vuelta a Silver Mesa. Trahern ya se habría ido al haber perdido su rastro sin posibilidad alguna de recuperarlo de nuevo hasta que tuviera noticias de dónde se encontraba, y, desde luego, estaba decidido a asegurarse de que eso no sucediera en mucho tiempo. Volvería a cambiarse de nombre, o quizá consiguiera otro caballo, aunque no le gustaba nada la idea de tener que deshacerse del que montaba.

No creía que obligar a la mujer a seguirlo conllevara ningún riesgo. Al ver que el caballo no estaba, las gentes del lugar pensarían que se había ido a ocuparse de algún paciente. Puede que se sintieran intrigados cuando no apareciera después de uno o dos días, pero no había nada en su casa que diera motivo de alarma, ni ningún signo de lucha o violencia. Como se había llevado consigo su gran maletín negro, deducirían que estaba tratando a algún paciente que viviera lejos.

Mientras tanto, él podría descansar unos cuantos días. La fiebre hacía que su cuerpo ardiera por todas partes y sentía que su dolorido costado estaba empezando a entumecerse. La doctora tenía razón sobre su estado; sólo su fuerte determinación lo había mantenido en marcha y hacía que continuara ahora.

Había una vieja cabaña de tramperos en algún lugar de la cima de la montaña; la había encontrado unos años atrás, incluso antes de que Silver Mesa existiera. Era condenadamente difícil llegar hasta ella, y Rafe sólo esperaba poder recordar su ubicación con la suficiente precisión como para poder localizarla. El tipo que la construyó había excavado parcialmente en la pendiente y había enterrado la parte trasera de la cabaña allí. Además, el follaje era tan frondoso a su alrededor que era necesario apartarlo para entrar en ella.

La cabaña estaba abandonada cuando él la descubrió, por lo que no esperaba encontrarla en buen estado, pero les serviría de refugio contra las inclemencias del tiempo. Contaba con una chimenea y los árboles que crecían sobre ella dispersarían el humo de forma que cualquier fuego que encendieran no podría ser visto.

Le dolía la cabeza y parecía como si alguien le estuviera machacando los huesos de los muslos con un mazo, un signo seguro de que la fiebre le estaba subiendo. Tenía que encontrar pronto esa cabaña o se derrumbaría. La posición de la luna le indicó que debían ser cerca de la una de la madrugada. Llevaban cabalgando unas siete horas, lo cual, según sus cálculos, los ubicaba cerca de su objetivo. Obligándose a sí mismo a concentrarse, miró a su alrededor, pero era extremadamente difícil distinguir algún punto de referencia en la oscuridad. Recordaba un enorme pino abatido por un rayo, aunque probablemente ya se habría podrido y no quedaría nada de él.

Media hora más tarde, comprendió que no iba a encontrar la cabaña, al menos no en la oscuridad y en las condiciones a las que se enfrentaba. Los caballos estaban agotados y la doctora parecía que fuera a caerse de la silla de un momento a otro. A regañadientes, pero consciente de que era necesario, buscó a su alrededor algún lugar que ofreciera cierta protección. Escogió una estrecha y pequeña hondonada flanqueada por dos enormes rocas e hizo detenerse a su montura.

Annie entuba tan aturdida que, por un momento, no se dio cuenta de que habían parado. Cuando, finalmente, comprendió a qué se debía la ausencia de movimiento, alzó la cabeza y vio que Rafe ya había desmontado y que estaba de pie junto a ella.

– Baja.

Annie lo intentó, pero sus piernas estaban tan agarrotadas que no le obedecían, así que se limitó a soltarse y se dejó caer del caballo emitiendo un pequeño grito de desesperación. Aterrizó en el frío y duro suelo con un golpe que sacudió todos los huesos de su cuerpo y que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas de dolor. La joven las contuvo, aunque no pudo reprimir un grave gemido cuando se obligó a sí misma a sentarse.

Rafe cogió las riendas de los caballos y se alejó sin pronunciar palabra. Al ver que la ignoraba, Annie no supo si debía sentirse agradecida o indignada por ello. Aunque lo cierto era que estaba extenuada y demasiado helada como para poder sentir algo, ni siquiera gratitud por haber parado.

Se quedó allí sentada, incapaz de levantarse o siquiera de proponérselo. Podía oír a aquel extraño murmurando a los caballos por encima del susurro de las hojas de los árboles en medio del frío viento. Luego escuchó cómo se acercaba por su espalda e, incluso a pesar de su lamentable estado físico, pudo percibir que los pasos eran irregulares.

– No puedo ayudarte -le dijo él con voz grave y dura-. Si no puedes levantarte, tendrás que arrastrarte hasta las rocas. Lo máximo que puedo hacer es mantenernos protegidos del viento y tapados con unas mantas.

– ¿Nada de fuego? -Annie contuvo la respiración al sentir que la decepción se convertía en una punzada de dolor. Durante aquellas largas y miserables horas que había pasado sobre el caballo, había anhelado el calor y la luz del fuego. Y ahora él se lo estaba negando.

– No. Vamos, doctora, mueve tu trasero hasta las rocas.

La joven logró hacer lo que le decía, aunque no resultó elegante ni femenina. Se arrastró unos cuantos metros, luego se puso de rodillas y finalmente consiguió ponerse en pie. Después de dar unos cuantos pasos vacilantes, sus piernas la obedecieron y tuvo que apretar los dientes al sentir cuánto le dolían los pies, pero, aun así, consiguió llegar a las rocas. El desconocido caminó con cuidado junto a ella y la precisión con que lo hacía le indicó a la joven que la fuerza de su captor estaba casi agotada. Al menos, él tampoco había salido indemne de aquella dura prueba.

– Aquí estaremos bien. Ahora amontona una buena pila de esa pinaza.

Annie se tambaleó mientras lo miraba fijamente sin conseguir distinguir nada más que una gran forma oscura que permanecía junto a ella. No obstante, volvió a dejarse caer sobre sus rodillas e hizo torpemente lo que le ordenó. Por suerte, sus dedos congelados permanecían insensibles a los arañazos y pinchazos que Annie sabía que se estaba haciendo.

– Así está bien -le indicó Rafe dejando caer un suave bulto junto a ella-. Ahora extiende esta manta sobre la pinaza.

Annie volvió a obedecer sin hacer ningún comentario.

– Quítate el abrigo y acuéstate.

La mera idea de quitarse la gruesa prenda y exponerse a un frío aún mayor casi le hizo rebelarse, sin embargo, en el último momento, el sentido común le recordó que él debía de tener la intención de usar sus abrigos como mantas. Sin dejar de temblar convulsivamente, se quitó la gruesa prenda y se tumbó en silencio.

El desconocido también se despojó de su abrigo y se tendió junto a la joven, colocándose de forma que Annie quedó junto a su costado derecho. Sus largas piernas rozaron las suyas y ella empezó a separarse con rapidez, pero Rafe la detuvo aferrando su brazo con una fuerza que le hizo preguntarse si realmente estaba tan agotado como le había parecido.

– Acércate más. Tendremos que compartir nuestro calor y las mantas.

No era más que la pura verdad. Annie se acercó lentamente a él hasta que pudo sentir el calor del cuerpo masculino incluso a través de la fría ropa, y se acurrucó contra su costado.

Moviéndose con un cuidado que evidenciaba el dolor que sentía, Rafe extendió la otra mitad de la manta sobre la que estaban tendidos por encima de ellos. Luego, desdobló una segunda manta sobre la primera y cubrió los pies de ambos con su abrigo y sus torsos con el de Annie. Finalmente, volvió a recostarse, deslizó su brazo derecho por debajo de la cabeza de la joven y ella pudo sentir cómo un escalofrío sacudía el cuerpo del desconocido recorriéndolo de pies a cabeza.

El fuego de la fiebre de Rafe traspasaba las capas de ropa y cuando Annie se acercó aún más, se preguntó si lograría superar la noche, tumbado sobre el gélido suelo como estaba. Era cierto que la pinaza y la manta los protegían en cierta medida del frío, pero, en su debilitado estado, él podría morir de todos modos. Preocupada, la joven llevó la mano hasta su amplio pecho y luego la deslizó hacia arriba, buscando su cuello. Encontró el pulso y se sintió un tanto aliviada por la fuerza de los latidos que notó bajo sus fríos dedos, aunque eran demasiado rápidos.

– No voy a morir en tus brazos, doctora. -Había un ligero pero inconfundible tono divertido en la voz de Rafe, bajo todo el cansancio que también reflejaba.

Annie deseó responderle, sin embargo, hacerlo requería un esfuerzo demasiado grande para ella. Apenas podía mantener los párpados abiertos y sentía un doloroso hormigueo en sus pies. Con fiebre o sin ella, el calor del cuerpo de aquel desconocido era su salvación, v su mente estaba demasiado cansada para protestar por aquella solución tan inapropiada para dormir. Todo lo que pudo hacer fue deslizar la mano hacia abajo hasta colocarla sobre el corazón de su captor; luego, ya más tranquila por los regulares latidos, sintió cómo la inconsciencia la inundaba como una negra oleada que arrastraba todo consigo.