Los latidos del corazón de Jo fueron ralentizándose mientras consideraba lo que acababa de decirle. No tenía otro remedio que seguir su intuición y confiar en él. Sin embargo, seguía necesitando una explicación.

– ¿Te importaría decirme cómo he acabado esposada en tu cama… por favor? -inquirió apretando los dientes.

Dean sonrió divertido ante esa repentina cortesía, pero rápidamente se puso serio.

– Tuviste una pesadilla anoche. Parecías estar pasándolo fatal, así que empecé a llamarte para que te despertaras, pero en vez de eso te sentaste en la cama. En principio pensé que había funcionado, pero en realidad seguías dormida, soñando. Creíste que yo era alguien llamado Brian, te levantaste, te metiste en mi cama y te acurrucaste junto a mí. El resto… Puedes imaginártelo.

Jo estaba boquiabierta, las mejillas arreboladas, la incredulidad escrita en el rostro. Quería acusarlo de mentiroso, pero ¿cómo podía saber él el nombre de Brian? De pronto empezó a preguntarse cuánto habría revelado en sueños y si Dean habría deducido que su compañero había muerto por su culpa.

Avergonzada ante la idea de haberse mostrado tan fresca y atrevida en sueños como para meterse en la cama con su prisionero y acurrucarse junto a él, se dejó caer de nuevo sobre el colchón y se tapó la cara con el brazo libre, emitiendo un gemido ahogado.

Sabía a qué clase de pesadilla se refería Dean. Inmediatamente acudieron a su mente fragmentos de ella. Esa pesadilla era la misma que la atormentaba casi cada noche. A veces recordaba todo por la mañana; otras, se despertaba empapada en sudor, o temblando por las vívidas imágenes.

Lo que no sabía era que hablaba por las noches, ni que era sonámbula, lo cual era mucho peor. Pero, a lo que parecía, así era; debía de haber hablado bastante, y si tenía que creer lo que Dean decía, y parecía plausible, ya que no imaginaba cómo podría haberse liberado, había deambulado en sueños también, yéndose a los brazos de un desconocido potencialmente peligroso. Se retiró el brazo del rostro para poder mirarlo.

– Está bien, ¿puedo saber ahora por qué has hecho esto?

Dean se encogió de hombros.

– Bueno, las llaves estaban tan al alcance de mi mano, la situación me era tan favorable, que no pude resistirme a intercambiar los papeles.

Jo enarcó una ceja.

– De modo que un giro radical te pareció justo -concluyó ella con una media sonrisa. Aunque en principio se había asustado, aquello tenía en efecto todo la pinta de ser una simple broma que desde luego él parecía estar disfrutando. Y lo cierto era que, en aquel momento, descartada la potencial amenaza, ella también lo estaba encontrando un juego excitante.

– En nuestro caso es de lo más justo -afirmó Dean-, sobre todo cuando sirve a mis fantasías.

Jo sintió que la invadía un cierto morbo.

– ¿Y qué fantasías son esas? -se atrevió a preguntar.

Dean extendió la mano sobre el colchón y sonrió con picardía.

– Yo seré tu captor y tú mi prisionera.

Jo notó el pulso martilleándole en la garganta.

– Me parece que se le olvida algo, «amo».

Una expresión divertida brilló en los ojos de Dean.

– ¿De veras?, ¿el qué?

– Una fémina sumisa -respondió ella con insolencia.

Dean rió entre dientes.

– Oh, estoy seguro de que te rendirás ante mí – le dijo en un tono confiado-. No es que haya hecho esto antes, pero creo en el poder de persuasión. Especialmente entre dos personas que se sienten muy atraídas la una por la otra…

Jo tragó saliva, incapaz de negar su afirmación. Era cierto que había estado luchando contra la atracción que sentía por él desde el día anterior, a él pesar de que incluso lo había incluido en sus fantasías de la noche anterior en la ducha.

Poniéndose serio de pronto, Dean se incorporó, y se quedó sentado a su lado.

– Odio ser yo quien diga esto, pero esta noche te has puesto en serio peligro.

Jo alzó la vista hacia él, y la sorprendió hallar sincera preocupación en sus ojos verdes.

– Oh, por favor, no me sermonees. Ya me siento bastante tonta como para que mi propio prisionero me eche reprimendas. Sí, no me mires así, sigues siendo mi prisionero, aunque sea yo quien esté esposada -le dijo. Y si sus hermanos llegaban a enterarse de aquello la relegarían a las tareas administrativas de la oficina para el resto de su vida. Nada se le antojaba menos apetecible.

Dean se pasó una mano por el oscuro cabello.

– Es sólo que creo que deberías tener más cuidado en el futuro, o acabarás en la cama del hombre equivocado -añadió, burlón, y le hizo uno de sus guiños seductores para quitarle seriedad al momento-. Esta vez has tenido suerte.

Sí, aquella vez había acabado sin pretenderlo en la cama del hombre adecuado. Pero también se sentía en clara desventaja, con una mano esposada al cabecero, a pesar de lo erótico que hubiera resultado dormir con él, lo cual por desgracia no podía recordar.

Jo hizo tintinear las esposas para atraer su atención a la posición en la que se encontraba y le sonrió con dulzura para obtener de él lo que deseaba.

– Bueno, pues ya puedes soltarme.

Dean se mesó la barbilla, considerando la situación.

– Creo que no, todavía no -decidió.

Jo frunció el ceño. La molestaba no controlar la situación, pero aún más estar empezando excitarse en contra de su voluntad.

– Dean, ya has conseguido lo que querías. Ahora suéltame

El ladeo la cabeza.

– ¿Eso crees?

– ¿No ha sido suficiente? -replicó ella al punto, ignorando los latidos acelerados de su corazón y la sensación cosquilleante que le bajó por la espalda.

Dean se quedó callado un buen rato.

– No estoy seguro -le contestó.

Se puso de pie, agarró las llaves de la mesita de noche, y regresó a la cama, hincando una rodilla en ella para auparse, como si fuera una pantera dispuesta a abalanzarse sobre su presa.

Su magnetismo y aquella embriagadora masculinidad comenzaron a hacer mella en Jo una vez más, y se estremeció cuando él se inclinó sobre ella para alcanzar el cierre de las esposas. El liso estómago de Dean estaba solo a unos centímetros de su rostro. Su calidez y su olor aturdían los sentidos de la joven, despertando en ella un apetito voraz por hacerle cosas que no debería hacer; cosas como lamer despacio la piel de esa zona para comprobar su sabor, o hincar los dientes suavemente justo debajo de las costillas, para ver lo sensible que era, o besar la mancha con forma de riñón que había junto al ombligo.

De pronto se encontró respirando con dificultad, y cerró los ojos tratando en vano de bloquear esas eróticas imágenes que había conjurado o disminuir la tentación de hacerlas realidad.

– ¿Te importaría echarme una mano con las esposas? -inquirió Dean.

Agradecida por la distracción, Jo alzó el brazo libre para ayudarlo, pero prefirió no levantar la vista hacia él, para no sentirse de nuevo tentada a lamerlo, mordisquearlo o besarlo. Extendió la mano para que él le diera las llaves, pero de repente Dean la había agarrado por la muñeca, y notó que cerraba en torno a ella el otro extremo de las esposas. Jo miró hacia arriba y se encontró con que había aprisionado sus manos por detrás del poste del cabecero. Tiró frenética hacia sí, pero era inútil. Dean lucía en sus labios la misma sonrisa de amplia satisfacción con que la había saludado al abrir los ojos. Y tenía motivos. Lo había hecho de nuevo, y esa vez ella estaba despierta y bien despierta.

– ¿Qué estás haciendo? -exigió saber Jo.

Dean pasó por encima de ella para tumbarse de lado a su izquierda, abrasándola con el calor que emitía su cuerpo. Le puso las puntas de los dedos en la boca para hacerla callar, y sus ojos se fijaron en los de ella.

– Sólo estoy haciendo tiempo para asegurarme de que he conseguido verdaderamente lo que quería -murmuró deslizando los dedos hacia la barbilla y el cuello-. ¿Crees la historia que te conté anoche, la posibilidad de que alguien me suplantara?

– ¿Vas a interrogarme? -le espetó Jo incrédula.

– Para empezar -murmuró Dean, y se quedó callado unos minutos para que la imaginación de Jo sacara sus conclusiones sobre lo que ocurriría cuando él obtuviese las respuestas que buscaba-. Di, ¿crees que es posible que alguien me suplantara?

Jo sintió que era incapaz de mentirle, sobre todo habiendo encontrado pruebas a favor de su inocencia la noche anterior.

– Sí, lo creo.

Un intenso alivio suavizó los rasgos de Dean.

– Entonces, ¿confías en mí?

Jo puso los ojos en blanco y trató de encontrar una postura más cómoda, ignorando como pudo el hecho de que la camiseta se le había subido unos cuantos centímetros, descubriendo demasiada piel desnuda.

– Dadas las actuales circunstancias, me temo que no tengo otro remedio.

– A-a… Esa respuesta no me vale -dijo él meneando la cabeza. Enrolló un mechón de Jo entre sus dedos y tiró de él, juguetón-. No quiero que dudes de mí, Jo, en ningún sentido -frunció el ceño con expresión ligeramente preocupada-. ¿Tienes miedo de que vaya a hacerte daño de algún modo?

La joven no lo temía. Más bien temía responder sin restricciones a la atracción que sentía por él. Nunca le había ocurrido nada semejante con otro hombre. Nunca había deseado tanto a nadie como lo deseaba a él.

– No -musitó, preguntándose lo que le costaría haberlo admitido. Nada que no estuviera dispuesta a darle, desde luego.

– Bien, porque puedo asegurarte que no te ocurrirá absolutamente nada malo -le prometió Dean.

Ella lo creyó, más de lo que debía, más de lo que su juicio le aconsejaba. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? Hasta el momento Dean había actuado todo el tiempo de un modo directo y sincero. Ni siquiera la había tratado como a una chica indefensa que necesitara la protección de un hombre. Y, a pesar de que en ese momento era él quien llevaba la batuta, a pesar de aquel provocativo juego en el que él ponía las reglas, se sentía segura. Estaba convencida de que, si en ese mismo momento le dijera que no quería seguir con aquello, él la soltaría al instante. Sí, su voluntad de ser su cautiva y el deseo de experimentar el placer que tanto tiempo había estado negándose le impedían pararle los pies.

– Bueno -murmuró Dean. Le acarició el cuello con sus propios mechones, haciéndole cosquillas, y provocando que el vello de los brazos se le erizara-, pues si no me tienes miedo, debes de confiar en mí más de lo que acabas de admitir.

Tenía que reconocer que era muy listo, increíblemente intuitivo. Jo sabía que si le decía que sí, si verbalizaba esa confianza implícita, las barreras que aún quedaban entre ellos se vendrían abajo, abriendo las puertas a toda una serie de prometedores escenarios, pero no estaba dispuesta a ponérselo en bandeja.

– Caray, a eso se le llama «capacidad de análisis».

– Sólo trato de leer correctamente las señales que emites, especialmente cuando las respuestas que me das son bastante vagas y tiendes a evitar el tema principal.

Jo no contestó al momento, y él se quedó callado, esperando pacientemente su respuesta. Al fin, Jo dejó escapar un suspiro y le concedió lo que quería, no porque se sintiera obligada, sino porque creía que merecía saber lo que pensaba de él.

– Confío en ti.

Los labios de Dean se curvaron en una sonrisa indulgente.

– Bueno… No sé por qué aún tengo la sensación de que esa confianza no es al cien por cien.

Y tenía razón, no lo era. Estaba dispuesta a ofrecer una tregua, pero no a rendirse. Tendría que conformarse con eso.

– Debe de ser tu imaginación -le dijo descaradamente.

Los ojos de Dean se oscurecieron de deseo. Entrelazó el muslo derecho con el de Jo, y ella sintió su miembro erecto contra la cadera. Un ansia insoportable, palpitante, se alojó en su estómago, y tuvo que reprimirse para no emitir un gemido.

– Oh, ya lo creo que tengo una imaginación muy vívida, señorita Sommers -asintió él. Desde luego era algo innegable, a juzgar por el modo lujurioso en que su cuerpo había reaccionado ante ella-. Sobre todo en lo que se refiere a ti y a mí, a nosotros… juntos.

Jo se pasó la lengua por el labio superior, sintiendo que todo su cuerpo vibraba de expectación.

– ¿Nosotros?

– Ajá -murmuró él asintiendo con la cabeza y bajando la vista a sus labios-. Dime, Jo, ¿confías en mí lo suficiente como para permitir que te bese mientras estás así, completamente a mi merced?

El deseo y la excitación fueron en aumento en su interior, atenazando sus músculos. Rió, pero el sonido fue más nervioso que burlón, como había pretendido. Sí, la verdad era que dudaba adónde podría conducirlos ese beso que él proponía… y adónde quería ella que los condujera.

– ¿Qué te hace pensar que quiero que me beses?