Habían llegado a ese punto en el que nada volvería a ser como antes, en el que siempre estaría como referente la confianza que se habían otorgado momentos antes en la cama. Ella a él, y él a ella. Dean desde luego planeaba llevar aquello tan lejos como pudiera. La deseaba, quería tenerla completamente desnuda, húmeda, caliente, retorciéndose debajo de él, abrazada con fuerza a su cuerpo, en un puro frenesí sexual.

En un período de tiempo muy corto se había convertido en una especie de fiebre para él, y estaba convencido de que no bastaría una vez para quitársela de la cabeza. Ante él se extendía aún toda una semana libre, lejos de las obligaciones y el trabajo, toda una semana para entregarse a ella en cuerpo y alma hasta que averiguara adónde podía llevarlos aquello. ¿Quedaría sólo como una aventura salvaje pero pasajera, o como algo mucho más profundo y duradero? A finales de la semana, ambos lo sabrían.

– Bien, señorita Sommers. Le toca mover a usted. ¿Adónde nos lleva esto?

Jo sonrió levemente, considerando el doble sentido de la pregunta, y finalmente se encogió de hombros.

– Seguimos con el plan inicial, señor Colter, a San Francisco… Para limpiar su nombre.

Dean sonrió ampliamente. Puede que hubiera optado por ignorar el verdadero sentido de su pregunta, pero la sombra del deseo en sus ojos le indicó que no le había cerrado la puerta.

Tras subir a la camioneta sus pertenencias, pagar la estancia en el motel y comprar dos cafés, sándwiches y algunas golosinas en el mismo restaurante de comida rápida del día anterior, volvían a estar en la carretera. Jo había calculado que llegarían a última hora de la tarde a su próxima parada. Si mantenía la velocidad que llevaba de ciento diez kilómetros/hora, se dijo Dean, desde luego lo conseguirían. Sin embargo, en su contra jugaba el mal tiempo, ya que el cielo, cada vez más oscuro, llevaba un par de horas amenazando lluvia.

Estaban ya lejos de Kelso, que había quedado atrás, a unos quinientos kilómetros, y a medio camino de su destino. Dean pudo comprobar que, aunque Jo no tenía ningún problema en hablar de todo tipo de cosas banales con él, era muy reacia a dejar que la conociera de verdad, a revelarle detalles más íntimos de su vida, sobre todo respecto a la pesadilla que había tenido aquella noche.

Fuera cual fuera el origen de ese mal sueño, sólo mencionarlo durante el trayecto la había puesto tensa y taciturna. Dean había intentado tratar el asunto del modo más directo posible, preguntándole quién era Brian, pero lo único que ella le había explicado, de mala gana y con claros tintes de dolor y culpabilidad en su voz, era que había sido su compañero y que le habían disparado cuando estaban a punto de detener a un supuesto secuestrador de niños.

No había dicho otra palabra, pero Dean sospechaba que había mucho más. Sin embargo, como la mujer policía que había sido, Jo había cambiado hábilmente el tema de conversación, dirigiendo ella, las preguntas hacia él. Se las había ingeniado para sonsacarle aún más información acerca de su mundana y aburrida vida en Seattle, la clase de detalles que a nadie le interesaría oír, pero ese era un terreno seguro, y la sonrisa volvió al cabo de un rato a sus labios y sus hombros se relajaron. Tal vez era lo mejor, pensó Dean; no quería atosigarla.

Sin embargo, les quedaban aún muchas horas de viaje, y muchos kilómetros por delante, y ya le había hablado tanto de él que no sabía qué le quedaba por contarle, mientras que ella en cambio apenas había dicho nada sobre sí misma. Dean no podía evitar seguir sintiendo curiosidad por aquella mujer frágil y fuerte a la vez.

Giró la cabeza hacia ella, admirando en silencio su perfil recortado contra las plomizas nubes de tormenta: las largas y oscuras pestañas que enmarcaban los expresivos ojos, la nariz, perfectamente esculpida, los altos pómulos, los cálidos labios, a la vez tan seductores y adictivos, y la pequeña barbilla, que marcaba su tozudez, pero a la vez también la clase de vulnerabilidad que había mostrado la noche anterior cuando se había acurrucado junto a él.

Aquel día se había puesto unos vaqueros más claros, con una blusa a juego, y había dejado en el asiento trasero la pistola de fogueo, las esposas, y la pistola dentro de su funda. Se había maquillado muy poco, y había vuelto a recogerse el cabello en una coleta. Dean prefería verlo libre y suelto sobre sus hombros, aunque pensó mientras la miraba que era una encantadora paradoja, tan femenina por un lado, y tan valiente y temeraria por otro.

Jo pareció advertir que estaba observándola porque giró la cabeza hacia él y le sonrió.

– ¿Todo bien?

Lo cierto era que, después de cinco horas dentro del vehículo, habiendo parado solamente una vez para ir al servicio y un desayuno bastante pobre, las articulaciones y el estómago de Dean estaba empezando a protestar.

– Sí, pero me muero de hambre -admitió.

– Eres un pozo sin fondo -contestó Jo entre risas-. ¿Crees que podrás aguantar otra media hora, hasta que paremos en Medford a repostar?

Estaba claro que quería hacer el máximo de kilómetros en el mínimo tiempo posible. En fin, tanto mejor para él. Cuanto antes llegasen a San Francisco, antes se aclararían las cosas.

– Cuanto más me hagas esperar, más te costará -bromeó recordándole la cena pantagruélica de la noche anterior.

Las risas de Jo llenaron el interior del vehículo.

– Tranquilo, creo que podré permitírmelo -le dijo-. Pero, si no puedes esperar, a lo mejor queda algo del desayuno -añadió señalando con la cabeza una bolsa de plástico que había en el asiento trasero.

Dean la agarró, y empezó a rebuscar entre los envoltorios de los sándwiches que se había comido.

– Galletas con trocitos de chocolate, chicles, chocolatinas… Por Dios, Jo, tus hábitos alimentarios son atroces.

La joven puso los ojos en blanco.

– Empiezas a recordarme a mi hermano Cole. No sabes la de veces que me ha reñido por abusar de las chucherías… Desde que era niña.

– Y tenía razón al hacerlo -murmuró Dean distraídamente mientras abría una bolsa de galletas.

Jo apartó un instante la vista de la carretera para sacarle la lengua.

– Pues a juzgar por lo que tú tomaste anoche, tampoco se puede decir que comas muy sano -le espetó.

– Ya, pero al menos yo como otras cosas aparte de chocolate.

– Las mujeres necesitamos chocolate -le aseguró Jo fingiéndose ofendida-, así que pásame una de esas galletas y te lo perdonaré por esta vez.

Dean rió, disfrutando aquel ambiente distendido entre los dos, y le dio una galleta. Gotas de lluvia empezaron a estrellarse contra el parabrisas. Jo puso en marcha los limpiacristales.

– Tienes suerte de que me gustes -le confió-. Si no te habría hecho saber quién soy yo y me habría quedado todas las galletas.

Al recordar el modo en que lo había tumbado en la cama aquella mañana, Dean no dudó de sus palabras.

– Eso sería divertido -le dijo-, sobre todo en un espacio tan reducido -añadió mirando el asiento de atrás y meneando las cejas provocativamente en dirección a ella.

Jo sintió que los colores se le subían a la cara.

– Hum… Demasiado reducido.

– Eso no tiene por qué ser un inconveniente – replicó él con picardía. -Lo haría más interesante – muy, muy interesante, añadió para sí-. ¿Lo has hecho alguna vez en un coche?

Jo sacudió la cabeza incrédula.

– Creía que estábamos hablando de galletas.

– Y estábamos, pero tú sacaste ese tema de pelearnos por ellas, y me has hecho pensar en todas las posiciones interesantes que dos personas pueden adoptar en un coche para hacer el amor.

Jo giró la cabeza para mirarlo y enarcó una ceja.

– ¿Lo has hecho alguna vez en un coche?

– A-a, yo pregunté primero -le recordó Dean.

Jo agarró el volante con más fuerza y suspiró, dispuesta a admitir la verdad.

– No, nunca llegué hasta el final. Solo besos y un poco de toqueteo. ¿Y tú? -inquirió curiosa volviéndose a mirarlo.

– Yo lo más lejos que llegué en un coche fue a la tercera base, en el asiento trasero con la chica a la que llevé al baile de graduación en el instituto, pero tampoco llegué al final -admitió con una sonrisa -. Pero siempre hay una primera vez para todo, ¿cierto?, hasta para hacer el amor en un coche.

Jo inspiró profundamente. Los pezones se le pusieron erectos, confirmando el pensamiento de Dean de que la idea la excitaba tanto como a él.

– Creo que no deberíamos seguir por este camino -dijo en un tono práctico.

Dean alzó la mano y le acarició el cuello, deleitándose en el suave tacto de su piel, y haciéndola estremecerse.

– Yo creo que no deberías descartar nada sin probarlo, Jo -murmuró con voz ronca.

– No he descartado nada -contestó ella con una sonrisa pícara en los labios-. Sólo digo que esta conversación no es muy adecuada para este momento, teniendo en cuenta que aún nos quedan muchos kilómetros por delante.

– Podrías considerarlo como un calentamiento. -sugirió Dean con un guiño.

Jo se removió incómoda en su asiento, acalorada.

– ¿Y qué tal si dejamos este tema de conversación para otro momento, cuando no tenga que concentrarme en conducir con lluvia? -replicó, prudente-. Sé buen chico, pásame otra galleta y cambia de tema.

Dean se conformó al ver que la había excitado y obedeció.

– Muy bien, nuevo tema de conversación marchando junto con una deliciosa galleta -anunció dándole otra-. ¿Cuánto hace que trabajas como cazarrecompensas?

Jo sonrió frunciendo las cejas.

– El término correcto es «agente de recuperación de fianzas» -le contestó, divertida-. Llevo en esto desde los diecisiete años, pero sólo hace dos que tengo licencia. Me preparé para ello cuando dejé el cuerpo de policía, obtuve mi licencia, y empecé a trabajar para mi hermano Cole, en su agencia de investigación.

Dean se quedó un rato callado, como pensativo.

– Debo decir que, dado el riesgo que implica tu profesión, teniendo que ir detrás de criminales potencialmente peligrosos y todo eso, me resulta increíble que tu familia te permitiera iniciarte en ello antes de alcanzar siquiera la mayoría de edad. ¿O es que tu padre se dedica a lo mismo y en tu casa se ve como algo normal?

Jo sacudió la cabeza.

– Mi padre también era oficial de policía. Lo mataron de un disparo cuando cumplía con su deber. Yo acababa de cumplir los dieciséis. A partir de entonces fue Cole principalmente quien se encargó de mí, ayudado por mi otro hermano, Noah, hasta que se alistó en los marines, seis meses después.

Dean tuvo la impresión de que faltaba en la respuesta un elemento crucial.

– ¿Y dónde estaba tu madre todo ese tiempo?

Jo apretó los labios en una fina línea.

– Eso es una larga historia.

A Dean le pareció advertir un matiz de amargura y resentimiento en su voz.

– Soy todo oídos.

La joven giró la cabeza hacia él, dudosa.

– ¿Estás seguro de que quieres enterarte de todos los sórdidos detalles de mi poco ortodoxa vida familiar?

– No te lo habría preguntado si no me interesara -respondió Dean muy serio. No le parecía que su vida familiar pudiera haber sido más disfuncional que la suya-. Además, eres tú la que no querías hablar de sexo -le recordó con una sonrisa maliciosa-. Y tenemos por delante una hora y media de carretera.

– Está bien -suspiró Jo-. Cuando vea que empiezas a cabecear y a roncar sabré que no quieres seguir escuchando la aburrida historia de mi vida.

– Dudo que nada relacionado contigo pueda aburrirme, cariño -le aseguró Dean metiéndose en la boca otra galleta.

Jo se quedó un rato callada antes de proseguir, como si estuviera pensando por dónde empezar.

– Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, lo cual no es de extrañar en absoluto, ya que siempre estaban discutiendo por algo. Por lo que sé por mi hermano Cole, mi madre estaba teniendo una aventura con un tipo de su oficina, y cuando a éste le ofrecieron un traslado, ella decidió que quería el divorcio para poder irse con él y casarse de nuevo.

– ¿Y tus hermanos y tú os quedasteis con vuestro padre? -aventuró Dean.

– No, a mi madre no le bastó con abandonar a mi padre por otro hombre, quería hacerlo sufrir, y me utilizó a mí para ello, porque sabía lo mucho que me quería. Yo era la niña de sus ojos, y lo adoraba. Él ha sido la persona más importante en mi vida -su voz se tornó ligeramente emocionada, pero carraspeó para continuar-. En fin, mi madre luchó por obtener mi custodia y se la concedieron, de modo que dejó a mis hermanos con mi padre, y a mí me llevó con ella a Arizona. Durante el tiempo que estuve viviendo allí con ella y su segundo marido, apenas si se preocupaba de mí, pero había logrado lo que quería.