Cole había estado allí esa mañana cuando la mujer se había presentado en la oficina, así que conocía los detalles del caso.

– Creo que sí -contestó Jo con cautela. Se puso su chaqueta vaquera para ocultar el arma y las esposas-. Podré darte una respuesta más exacta cuando verifique la información que me han dado.

Cole contrajo el rostro molesto.

– Ese hombre va armado y es peligroso, Jo. Le diré a Noah que vaya contigo -se dio media vuelta y, antes de que Jo pudiera detenerlo, gritó hacia el vestíbulo:

– ¡Mel, dile a Noah que venga inmediatamente al despacho de Jo!

La joven sintió que la ira la invadía, y tuvo que reprimir el deseo de agarrar el pisapapeles que tenía sobre la mesa, golpear a Cole en aquella cabezota que tenía, y dejarlo sin conocimiento.

– No quiero, ni necesito ninguna niñera, Cole. Puedo ocuparme de mis propios casos -protestó.

Cole la ignoró por completo, como si no la hubiera oído.

– Sólo te lo voy a decir una vez, Jo -le advirtió-. O te llevas a Noah o yo me haré cargo de este caso.

Aquel ultimátum fue como una bofetada para ella, recordándole una vez más que no contaba con la confianza de su hermano.

Noah entró en ese momento en el despacho, y de inmediato advirtió la tensión reinante en el ambiente.

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió frunciendo el ceño.

Cole señaló molesto a su hermana con la mano.

– Jo pretende ir sola tras un tipo peligroso y no quiero que acabe herida o aún peor.

La joven sintió que las mejillas le ardían de indignación. Rodeó el escritorio para ir junto a sus hermanos, preparándose para emprender una vez más la batalla que tantas veces había perdido.

– Voy a deciros exactamente qué es lo que pasa aquí -les dijo haciendo acopio de un valor y una fortaleza que hacía tiempo que no encontraba en su interior-. Estoy cansada de que me protejáis, y de que me tratéis como si no conociera este trabajo, ni supiera qué diablos debe hacerse -le lanzó a Cole una mirada penetrante-. Todo este infierno de dudas acerca de mi valía ya lo tuve que atravesar hace nada en el caso de Dean. Te pedí que confiaras en mi instinto, te dije que estaba convencida de su inocencia, y tenía razón. Y sin embargo, aquí estamos de nuevo, teniendo la misma conversación, contigo cuestionando si soy capaz o no de hacer lo que llevo años haciendo, cuestionando lo que puedo manejar, y cuestionando mis decisiones -su voz se quebró. De pronto se había dado cuenta de que ella misma tenía culpa también de aquella situación, por no haberse puesto antes en su sitio, por haber dejado que la protegieran. «Nunca más», se dijo, «nunca más»- Ya he tenido bastante de vuestra actitud sobreprotectora y dominante.

Cole parecía pasmado por aquel arranque. Obviamente no tenía ni idea de cómo se sentía. Noah, por otra parte, la miraba entre divertido y admirado. Ninguno de los dos pronunció palabra, y Jo aprovechó la oportunidad, envalentonada por su reacción.

– Yo os quiero, chicos -les dijo con todo el corazón-. Habéis hecho muchísimo por mí y habéis, estado a mi lado siempre que os he necesitado., Cuando mamá falleció, me aceptasteis de nuevo en la familia con renovado cariño y, tras la muerte de papá, los dos os encargasteis de criarme, pero también habéis llevado esa responsabilidad hasta el extremo, más allá de donde debería haber terminado cuando me gradué en la universidad y decidí convertirme en policía.

– Y mira lo que pasó -gruñó Cole refiriéndose a la muerte de Brian.

Jo sintió una punzada de dolor, pero se sacó el aguijón, decidida a no dejar que el pasado interviniera en la discusión, largamente pospuesta.

– ¿Cuánto tiempo vas a seguir echándome en cara aquel error, Cole? Sé que fallé a Brian, pero no puedo estancarme para siempre en el pasado; tengo que volver a confiar en mí misma, y en mi instinto, y nunca podré lograrlo si los dos continuáis intentando protegerme constantemente.

– Es sólo que no queremos que te hagan daño, Jo -intervino Noah con suavidad.

– Y yo lo comprendo -asintió Jo tragando saliva-. Es posible que no os haya dado muchas razones para creer en mí después de aquello, pero hay cosas, como esta, que tengo que hacer por mí misma. Me gustaría contar con vuestro apoyo, pero si no podéis aceptar mis decisiones o confiar en mis capacidades, supongo que no me quedará otro remedio que ir a buscar trabajo en otra agencia. La elección es vuestra.

Estaba claro que a Cole no le agradaba en absoluto que el ultimátum se hubiera vuelto en contra de él, pero Jo creyó advertir que la miraba orgulloso.

– No queremos que te vayas a ningún otro sitio -le dijo con sinceridad.

Un tremendo alivio inundó a Jo, y casi sintió deseos de llorar, pero sabía que no debía saborear el triunfo antes de haberlo asegurado.

– Bien, entonces empecemos a comprometemos -les dijo. Esa era la base de una buena relación, de una relación sólida, pensó recordando el consejo que Iris les había dado a ella y a Dean-. Yo os doy mi palabra de que tendré muchísimo cuidado, y vosotros me prometéis que trataréis de confiar un poco en mí y que dejaréis de sobreprotegerme.

– Me parece justo -respondió Noah contestando por los dos.

– Entonces trato hecho -dijo Jo sonriendo por primera vez en los últimos días. Tomó de su mesa la carpeta con la información del caso-: Y ahora, me voy tras mi pista… sola.

Aquella vez ninguno de sus hermanos la detuvo. Jo sintió que era maravilloso haber resuelto la cuestión de una vez por todas con ellos, y poder abandonar la oficina sin ecos de duda en su cabeza, ni la sensación de inseguridad que la había perseguido, tanto tiempo. «Pero ahora tienes que concentrarte», se recordó, «porque hay una niña pequeña a la que tienes que llevar junto a su madre».

Tomó la camioneta y llegó a Concord en veinte minutos, dejando el vehículo en el aparcamiento del cochambroso motel al que la había conducido la transacción que el marido de Roseanne había hecho con la tarjeta de crédito. Entró en la garita de recepción y le explicó la situación al empleado para que le diera el número de la habitación de Michael Edwards. Al principio este se resistió, excusándose en que la política del motel se lo impedía, pero cuando ella le mostró su arma y la placa de investigadora accedió inmediatamente a dárselo.

La habitación del señor Edwards estaba en el segundo piso. Jo se aproximó en silencio a la puerta, con el corazón latiéndole furiosamente contra la caja torácica. Si trataba de hacer que el tipo abriera la puerta, seguramente este no quitaría la cadena, y le sería imposible entrar en la habitación y llegar hasta la niña.

Tampoco podía arriesgarse a contrariar a aquel hombre violento, porque cabía la posibilidad de que descargara su furia sobre su hija.

Un sentimiento de furia y frustración se apoderó, de Jo, y regresó al vehículo para pedir refuerzos policiales con el teléfono móvil. Le aseguraron que mandarían un coche patrulla en quince minutos, pero a Jo aquel breve período de tiempo le parecía una eternidad cuando pensaba que la pequeña estaba a merced de aquel hombre.

Apagó el móvil y maldijo entre dientes. En ese preciso instante, sin embargo, una moto de una pizzería se detuvo junto al motel. Jo rogó en silencio por que hubiera sido Michael Edwards quien hubiera encargado una pizza.

Sin perder tiempo, sacó unos cuantos dólares de su monedero, cerró de un golpe la puerta de la camioneta y corrió hacia el repartidor, que estaba quitándose el casco en ese momento. Lo alcanzó justo cuando había iniciado el ascenso por los escalones de cemento, y lo pilló tan por sorpresa que cuando le preguntó para qué habitación era el pedido el chico se lo dijo al momento. ¡Era la de Michael Edwards! Jo no podía creer que había tenido aquel golpe de suerte. Le preguntó atropelladamente al chico cuánto tenía que pagarle, y le dijo que entregaría ella misma la pizza.

El adolescente la miró dudoso.

– No puedo dejarle hacer eso.

Jo maldijo de nuevo. No tenía tiempo para ganarse su cooperación de buenos modos.

– Escucha, soy policía, y el tipo que hay en esa habitación es un fugitivo de la ley con tendencias violentas; y tiene secuestrada a una niña -dijo enseñándole la placa-. Así que créeme cuando te digo que te estaré haciendo un favor entregando esa pizza.

El miedo se pintó al instante en los ojos claros del chico. Jo aprovechó el momento para agarrar la caja, y le puso unos cuantos billetes en la mano.

– No hay tiempo de que me cambies, así que me temo que te llevas una buena propina a mi costa, pero ¿qué le vamos a hacer? -suspiró.

El chico tomó el dinero sin discutir y salió pitando de allí.

Jo subió los escalones de dos en dos y golpeó la puerta con los nudillos.

– Le traigo su pizza, señor.

Escuchó tras la puerta ruidos amortiguados y palabras que no acertó a comprender, pero le pareció distinguir la voz de un hombre. Segundos más tarde, oyó cómo el señor Edwards quitaba los cerrojos de la puerta, a continuación retiraba la cadena y abría la puerta unos centímetros.

Era un tipo robusto, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta manchada. Tenía el cabello largo y grasiento, como si hiciera semanas que no iba al peluquero ni se daba una ducha, y de él emanaba un tremendo pestazo a alcohol que se coló por los orificios nasales de Jo, dándole ganas de vomitar.

El tipo bloqueaba la entrada impidiéndole ver el interior de la habitación, y le tendió un mugriento billete de diez dólares. Jo no lo tomó.

– El total son once con setenta y seis, señor -se inventó, dándose tiempo para pensar. Con un poco de suerte tal vez el tipo entraría para buscar el dinero que le faltaba y le dejaría vía libre para entrar en la habitación.

– Malditas pizzas… -gruñó el tipo-. Cada vez son más caras.

Dio un par de pasos atrás para alcanzar algo de la mesilla de noche… Su billetera.

Mientras rebuscaba entre los billetes que contenía, Jo empujó con cuidado la puerta para que se abriera unos centímetros más y así poder escudriñar el interior de la habitación. Alcanzó a ver la cama, y sobre ella, para su espanto, a la niña encogida, con una expresión de terror en el rostro y un cardenal en la mejilla. Tenía las manos atadas a la espalda, y su padre le había tapado la boca con cinta adhesiva para mantenerla callada. La escena le recordaba demasiado a otra situación similar, atrás en el tiempo, en otro lugar… Jo notó que un sudor helado le perlaba la frente y las manos.

«Maldita sea, ¿donde estaba la policía?». «Vamos, chicos, os necesito…».

Si había llegado hasta allí no podía echarse atrás. Centró su mente en un solo pensamiento: salvar a la niña. En un arranque de valor, entró en la habitación con la caja de la pizza aún en las manos. Sin embargo, el tipo le bloqueó el camino antes de que pudiera ir más lejos.

– ¿Adónde diablos crees que vas? -exigió saber con el rostro enrojecido por la furia.

Jo se obligó a alzar la mirada hacia aquel animal, que la sobrepasaba ligeramente en estatura, y a pesar de los nervios que la atenazaban esbozó una cándida sonrisa.

– Iba a dejarle la pizza… ¡Y algo más! -recurriendo a sus conocimientos de artes marciales subió una pierna con agilidad y le pegó una patada en la tripa con todas sus fuerzas.

El hombre se estampó contra la pared y cayó al suelo jadeando. Jo entró hasta el centro de la habitación y arrojó la pizza sobre la cama.

– ¡No se mueva! -le ordenó advirtiéndole con el índice-. ¡Está usted arrestado!

El tipo rió de un modo amenazador y se levantó tambaleándose en dirección a una mesita junto al armario. Los ojos de Jo se movieron hacia allí y vio lo que el tipo buscaba: un revólver yacía sobre la superficie descascarillada de la mesita. Jo sacó su arma al mismo tiempo y la apuntó hacia él, pero este ya había alcanzado su pistola y también la tenía a tiro.

Como aquel día fatídico, Jo sintió que la adrenalina se disparaba por sus venas. El pulso le temblaba y estaba sudando aún Con más intensidad. Sin embargó, logró bloquear los terribles recuerdos y aferró el arma con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Y entonces acudieron a su mente las palabras de Dean. Tenía que creer en sí misma. «Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», se repitió una y otra vez como un mantra.

Curvó el dedo sobre el gatillo.

– ¡Tira el arma! -le gritó con un cierto temblor en la voz.

El hombre agarró la pistola con más fuerza, pero estaba claro que no podía apuntar bien por los efectos del alcohol.

– Mi mujer me lo ha quitado todo, no tengo nada que perder -masculló con una sonrisa maliciosa en los labios-. Si intentas dispararme mataré a la niña.

«Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», gritaba la mente de Jo. Había fallado aquella prueba antes, pero no iba a fallar de nuevo. Antes de que el tipo pudiera dirigir la pistola hacia la pequeña, Jo apretó el gatillo. El tiro resonó en la habitación, ensordeciéndola.